miércoles, 13 de junio de 2018

LA OPINIÓN DE NORMA MORANDINI


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NORMA MORANDINI
Colombia puede servirnos de inspiración para dejar atrás, con el diálogo, décadas de odio y enfrentamientos
¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?, se preguntaba Albert Einstein en 1931. Por considerarse un "lego en cuestiones del alma", acudió a Sigmund Freud en busca de una respuesta. Para el físico, la guerra era una cuestión de vida o muerte, el más imperioso de los problemas que la humanidad debía enfrentar. Freud se sorprendió por la pregunta. ¿Qué se puede hacer para evitarles a los hombres un destino de violencia? Tras una serie de consideraciones entre el derecho y el poder -palabra que sustituye por "fuerza"-, las vacilaciones en torno al odio y el amor y la necesidad de establecer vínculos afectivos entre las personas, el médico concluye: "Todo lo que impulse la evolución cultural obra contra la guerra". O sea, no hay antídoto más eficaz contra la violencia que los cambios culturales y el temor a las consecuencias de la guerra futura. Una sentencia que inspiró y guió a la colombiana María Alejandra Villamizar para promover esas modificaciones de actitudes y comportamientos en su país, dominado por décadas de violencia.
Con el telón de fondo de los acuerdos de paz con las FARC para que los guerrilleros abandonaran las armas y se insertaran en la vida política, diseñó un programa tan fascinante como aleccionador para incentivar la participación de los ciudadanos en ese proceso histórico que se negociaba en La Habana. Ella sabía que los cambios culturales no se decretan, son a largo plazo y, sobre todo, nacen en el corazón, que ordena a la razón y el sentido común tener nuevos comportamientos. ¿Qué es el cambio cultural si no la evolución humana en el sentido de la civilización y el progreso?
Por un lado, se debía contrariar la sentencia del inglés Thomas Hobbes, para quien los acuerdos sin espadas son puras palabras, ya que se eligió la palabra como el mejor y más eficaz instrumento de pacificación. Pero la palabra limpia de la opacidad de las agresiones y la extorsión del miedo. Ayuda a entender el valor y el significado de los acuerdos de paz, para que incorporen en sus vidas cotidianos los hábitos civilizados del buen conversar, sin agravios. Si las negociaciones con los guerrilleros fueron difíciles, el otro gran desafío para los colombianos es reaprender a convivir sin el miedo y la desconfianza de años de conflictos armados. Ese fue el cometido del gobierno del presidente Santos a Villamizar, quien como periodista conocía muy bien el conflicto con las FARC, pero como asesora pedagógica encaró esa conversación con paciencia, para incentivar la participación ciudadana y que los colombianos ganaran estima de sí mismos, sin el fatalismo de ver la violencia como un destino histórico.
Bajo el paraguas del Alto Comisionado de las Naciones Unidas, los expertos de Suecia, un país ejemplo de la convivencia pacífica, y la ayuda de Noruega, Villamizar diseñó y dirigió un programa tan fascinante como ejemplificador. "La conversación más grande del mundo", no como una propuesta megalómana, sino como la mayor aspiración de la humanidad, la paz.
Convencida, también, de que "somos lo que hablamos" y de que las palabras construyen realidades, ella cuenta: "Comenzamos una conversación de paz a la que se fueron uniendo más y más colombianos: jóvenes, víctimas, militares, políticos, gremios, grupos sociales, entre muchos otros, para hacer, literalmente, la conversación más grande del mundo".
Al final, es un proceso de cambio cultural. Se necesita del compromiso del Estado. Hay que hacer una educación para la paz que parta de la enseñanza de las emociones, de educar en el respeto por el otro, de formar para la convivencia y las diferencias. Sin embargo, las modificaciones culturales, la incorporación de nuevos valores democráticos, trascienden los gobiernos y deben contar con dos protagonistas claves, los maestros y la ciudadanía.
El programa cuenta hasta con un decálogo del buen conversar, para poder convertir una conversación espinosa en una enriquecedora experiencia de comunicación que puede sintetizarse en tres reglas básicas: escuchar, ser honesto y no juzgar. Casi como una autoayuda colectiva para sufrir menos. Es lo que me decía a mí misma desde que descubrí a Villamizar y su pedagogía del encuentro, desde que pude acompañar el proceso y la firma de los acuerdos de paz y el rechazo del plebiscito, que lejos de invalidar el programa lo tornaron acuciante para sostener el proceso de paz ya iniciado .
Los argentinos también podemos reconocer que los que efectivamente han sufrido, las víctimas reales de la violencia, son los principales pacifistas. Tal vez, ingenuamente, aspiramos a que nuestro testimonio sirva para proteger a las nuevas generaciones del sufrimiento que padecimos por causa del odio y de la violencia. Ante el actual griterío público, me inquietan las irresponsables expresiones de los que nos prometen más dolor y sufrimiento para el futuro, sin reconocer todo el daño y el atraso que nos trajo la cultura de la confrontación.
El corazón de los argentinos no late diferente al de los sudafricanos, agraciados por ese hombre extraordinario, Nelson Mandela, ni al del escritor israelí David Grossman, para quien "el dolor es más fuerte que la ira", al que un misil en el sur del Líbano le mató un hijo de veinte años y es un pacifista. Tampoco difiere del de Clara Rojas, secuestrada seis años por los guerrilleros de las FARC, embarazada en la selva, separada de su hijo y militante de la paz en su país; o al del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, a quien los paramilitares le mataron a su padre, un médico activista defensor de los derechos humanos que abogaba por la pacificación. Abad Faciolince, que escribió el libro Ya somos el olvido que seremos, línea del poema inédito que apareció en el bolsillo de su padre cuando murió, explica: "Escribir sobre el crimen de un hombre bueno me curó de la necesidad de aspirar una cárcel para los asesinos".
Los buenos argentinos, la mayoría, no somos diferentes a los que en el mundo reconocieron que las crisis económicas se resuelven en años, pero los conflictos de violencia se comen generaciones enteras. Si no, cómo explicarnos que después del mayor consenso al que llegó nuestro país, el Nunca Más, en la cuarta década democrática tras el último gobierno militar sobrevivan el miedo y abunden los comisarios políticos que controlan cómo hablamos, que el decir público sea tan agresivo, que los panelistas televisivos hagan del grito un anzuelo para la audiencia y la palabra democracia, consagrada ampliamente por nuestra Constitución, haya sido remplazada por la palabra patria, cuya connotación no siempre es democrática ya que los que la invocan deciden quiénes son los compatriotas y desprecian o descalifican a los otros.
En los últimos tiempos se escucha por doquier entre los que tienen voz pública, en referencia a lo que dicen o escriben: "¡Oh, por esto me matan!".
¿Quién mata? ¿Los que gritan más fuerte? ¿Los que nos patrullan ideológicamente? Las palabras no son inocentes: la expresión revela que entre nosotros decir lo que pensamos no es lo que debiera ser, un acto de libertad y honestidad personal, sino una manifestación de coraje. Si pudiéramos reconocer que el alma de nuestro país está profundamente herida por esa intolerancia, que el odio enferma, que nadie vive bien las ofensas, las peleas familiares y las descalificaciones personales, que la igualdad ante la ley no es solo un ideal democrático, sino la obligación ciudadana para respetarnos y reconocernos, tal vez, entendamos que nosotros también debemos desarmarnos del odio y de la violencia que nos atraviesan. Y, al igual que los colombianos, debemos aprender a conversar para que la palabra democrática recupere todo el significado de igualdad, respeto y libertad que la alimenta. Y el futuro deje de ser una amenaza.

Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado

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