miércoles, 22 de enero de 2020

HECTOR M. GUYOT ANALIZA


El amor. Una sociedad menos dispuesta a aceptar los riesgos del querer

Héctor M. Guyot
Los sentimientos son intransferibles. Nadie puede ponerse la piel de otro. Sabemos lo que significan la alegría, la tristeza o la ira, pero de poco sirven esas definiciones generales para asomarnos a las emociones particulares y concretas de los demás. Solo podemos imaginar qué siente el otro en una determinada situación apelando a nuestra propia experiencia, que a su vez está destinada a quedar confinada en uno. De esta limitación, y del misterio de la muerte, se alimenta el arte. También, posiblemente, el amor, el sentimiento acaso más sublime y esquivo, un viento capaz de liberar al yo de su encierro y de anular la distancia que lo separa de la experiencia del otro. Primera cuestión: no es fácil ensayar ideas acerca de algo que cada uno experimenta a su modo, y menos todavía si ese algo es el sentimiento que viene a romper esa condición intransferible que los sentimientos tienen.
En principio, el viento del amor sopla donde quiere. No acata órdenes ni leyes predeterminadas. Lo comprueba quien se haya visto arrebatado por los raros síntomas físicos y anímicos que produce el enamoramiento. Así los describió, en De amore. Comentario al Banquete de Platón, el filósofo renacentista Marsilio Ficino: "Tus ojos, que han penetrado a través de los míos hasta el fondo de mi corazón, encienden en mis entrañas un vivísimo fuego. Ten, entonces, misericordia del que perece por tu causa".
Es posible que esa atracción súbita que está más allá de la propia voluntad y supone una dulce muerte, ese fuego que otro puede encender sin aviso en el momento menos pensado, no haya cambiado mucho desde los griegos hasta el presente. Tampoco ha cambiado la idea, acuñada por la flecha de la que hablaba Ovidio, de que el amor es una herida y, en consecuencia, produce dolor. Cuando la flecha se clava, ya no somos enteramente dueños de nuestra persona. Alguien nos ató a su yunta, como dice Serrat, y eso exige de algún modo una renuncia de nosotros mismos, una entrega, alentada por la promesa sin garantía de algo mejor que empieza a ser un bien a conquistar ya no de a uno, sino de a dos. En esa tensión se dirime el amor y por eso supone un riesgo. En la sociedad actual estas cuestiones esenciales parecen mantener vigencia, como se dijo. Sin embargo, lo que está cambiando, en virtud de la tecnología y la nuevas formas de relacionamiento social, es el gerenciamiento de ese riesgo, lo que acaso está promoviendo nuevas maneras de conjugar el viejo verbo.
Muchas de las protagonistas de las novelas románticas del siglo XIX sufrían de amor porque las reglas de la sociedad en la que vivían les impedían seguir sus sentimientos. Eso ha cambiado hace rato. Más que al entorno social, la cultura de hoy impulsa a escuchar lo que dice el corazón. En su libro ¿Por qué duele el amor?, la socióloga Eva Illouz afirma que en las relaciones actuales predomina un régimen de autenticidad emocional que supone que las personas conocen sus sentimientos y actúan guiados por ellos. Lo que no necesariamente facilita las cosas. La incomunicación que nos aísla de los demás a veces se vuelve sobre nosotros mismos y no resulta sencillo leer en el propio corazón. En asuntos de amores abundan los confundidos y las confundidas. En ese retrato descarnado del amor contemporáneo que Ingmar Bergman trazó en Escenas de la vida conyugal y Saraband, el Johan interpretado por Erland Josephson, un confundido irrecuperable, muestra el colmo de esta incapacidad de sondear los propios sentimientos cuando busca el perdón de Marianne (Liv Ulmann) con la siguiente confesión: "Mi amor es como es. No puedo describirlo y no suelo sentirlo".
Luego de señalar que los habitantes de la posmodernidad no están exentos de los tormentos románticos, Illouz apunta otra dificultad que trajo aparejado el cambio de paradigma: "Cuando el yo se transforma en esencia, cuando el amor se define como un sentimiento que apunta a la interioridad profunda de la persona más que a su posición social, este último pasa a conferir valor de manera directa al ser amado y, por lo tanto, el rechazo se convierte en un ataque contra el yo".
En los últimos cincuenta años se produjo un crecimiento exponencial de la libertad y la igualdad en el vínculo amoroso, dice la socióloga, así como un divorcio entre emocionalidad y sexualidad, todo al calor de la tensión entre "las dos revoluciones culturales más importantes del siglo XX": la individualización de los estilos de vida y la utilización generalizada de modelos económicos para configurar la identidad.
En muchos de sus libros, Zygmunt Bauman habla de la fragilidad y la inestabilidad de los vínculos amorosos actuales, que producen a un tiempo júbilo, pues reducen el riesgo de quedar "atado", y angustia, dada la incertidumbre que provoca la revocabilidad de todo compromiso.
"Las redes de comunicación electrónica ya ingresan al hábitat del individuo consumidor con un dispositivo de seguridad: la posibilidad de desconexión instantánea, inocua y (eso se espera) indolora -advierte el sociólogo polaco en Vida de consumo-. El dispositivo de seguridad que permite la desconexión instantánea a pedido se ajusta perfectamente a los preceptos esenciales de la cultura consumista, pero los lazos sociales y las habilidades necesarias para establecerlos y mantenerlos son sus primeras y más graves víctimas colaterales".
¿El amor convertido en un commodity que abunda en las redes o sitios de encuentros y citas? En La agonía de Eros, el filósofo surcoreano Byun-Chul Han dice que la crisis del amor se debe a otros aspectos de la cultura actual. En una sociedad cada vez más narcisista, la libido se concentra en la propia subjetividad y se produce lo que él llama la erosión del otro. Ensimismados en el consumo que nos proponen los algoritmos, somos cada vez menos capaces de reconocer al otro en su alteridad. En una versión pasteurizada, el amor es despojado de sus aristas dolorosas y queda reducido a una fórmula de disfrute. "La sociedad del rendimiento, dominada por el poder, en la que todo es posible, todo es iniciativa y proyecto, no tiene ningún acceso al amor como herida y pasión", escribe Han, que ofrece, en contrapartida, una descripción del modo en que opera el verdadero sentimiento amoroso: "El Eros pone en marcha un voluntario vaciamiento de sí mismo. Una especial debilidad se apodera del sujeto del amor, acompañada, a la vez, por un sentimiento de fortaleza que de todos modos no es la realización propia del uno, sino el don del otro".
Hay un contraste entre la cultura narcisista de la red, que promueve la autoexposición y la autogratificación en una búsqueda constante de likes, y los riesgos que se asumen en una relación amorosa. En la intimidad con otra persona no solo afloran los aspectos menos gratos de nosotros mismos que suelen quedar fuera de los perfiles de las redes sociales, sino también las miserias que hasta entonces habíamos tenido la prudencia de escondernos. Inevitablemente, el amor quita brillo y ensucia el espejo en el que nos miramos. Y no es un daño colateral. Al contrario, se trata de una invitación a la aventura de madurar en el sinuoso camino del autoconocimiento.

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