martes, 28 de enero de 2020

MANUSCRITO,


El difícil hallazgo de una imagen justa

Cada tanto, qué placer de salirse de la imparable rueda de lo actual. Vuelvo a ver
Historia del último crisantemo, de Kenji Mizoguchi, meses después del excelente ciclo que proyectó esta y otras películas del realizador japonés en la sala Leopoldo Lugones. Me regalo la visión de una película realizada hace unos ochenta años, en el Japón que ya estaba en guerra. Película de otro tiempo, de otro mundo, de otros lenguajes. Un delicado artefacto audiovisual, de esos que explican por qué el cine supo ganarse un lugar en los podios del arte.

Para ver Historia del último crisantemo hay que dejarse llevar por la visión de Mizoguchi: su modo de construir las escenas, los planos secuencia, el virtuosismo de una cámara que sobrevuela, se desliza, presenta personajes o los observa desde una distancia que supone algo muy parecido al pudor.

Entre quienes mejor supieron interpretar el sofisticado decoro de Mizoguchi, está el crítico francés Serge Daney. En "El travelling de Kapo", artículo publicado a principios de los años 90, Daney cuestionaba el cine de Gillo Pontecorvo, cineasta emblemático del cine político de los años 60 y 70, autor de La batalla de Argelia, hombre con cuyo discurso de izquierda Daney acordaba. El problema era otro; por caso, el travelling que dio nombre al artículo: el momento en que Pontecorvo, al filmar la película Kapo -sobre los campos de concentración nazis-, elige realizar un movimiento de cámara que observa, registra y se embelesa en la muerte atroz de un personaje arrojado a un alambrado electrificado. Daney se remonta a la crítica lapidaria que Jacques Rivette había dedicado, años atrás, a esa misma escena: "Hay cosas que deben abordarse con miedo y temblor; la muerte sin duda es una de ellas; ¿cómo se puede filmar algo tan misterioso sin sentirse un impostor?". Así, contrasta el cine orgullosamente valiente de Pontecorvo con el cine discreto de Mizoguchi; concretamente, con la escena de un asesinato en Cuentos de la luna pálida. Porque en esa película Mizoguchi había hecho exactamente lo opuesto a Pontecorvo: filmó el asesinato de un personaje con un movimiento de cámara tan esquivo que la violencia de esa muerte apenas podía ser vista. Una decisión, diría finalmente Daney, que traducía "temor y temblor"; quien filmó Cuentos de la luna pálida no era alguien a quien la guerra indignara ideológicamente, sino alguien a quien la muerte le generaba pavor. Y en lo auténtico de ese sentimiento encontraba una mirada más digna, alejada de lo obsceno, capaz de "una imagen justa".

Historia del último crisantemo se estrenó en 1939, unos 14 años antes de Cuentos de la luna pálida. No hay en ella Edad Media ni bandidos o lanzas que destrocen, casi fuera de nuestra vista, la vida de algún personaje. Historia del último crisantemo es un melodrama; la historia de un amor condenado en el Japón de fines del siglo XIX. Lo que sí aparece en el film es otro de los grandes rasgos de Mizoguchi: su notable empatía con la posición femenina. Como todas las heroínas de este director, Otoku, la protagonista, padece las restricciones que la sociedad japonesa de la época destinaba a las mujeres. Pero, aun en su fragilidad y sumisión, trasunta una integridad de la que carecen los otros personajes.

Kikunosuke, el hombre por el que Otoku lo dará todo, es un actor kabuki. Mizoguchi, que antes de dedicarse al cine fue un apasionado de la pintura, se dedicó a la ilustración publicitaria y también a la actuación, supo plasmar todo ese universo visual y expresivo en la materia cinematográfica. Las secuencias en el teatro y la sonoridad deudora de la estilizada tradición del kabuki se entretejen con las peripecias del relato. Filigranas de su mirada: entre los pliegues del melodrama, lo que emerge es un estado de cosas que conspira contra hombres y mujeres por igual. Y una femineidad hostigada que, así y todo, es capaz del gesto que hará la diferencia.

D. F. I.

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