miércoles, 22 de enero de 2020

MANUSCRITO


Un antídoto contra el cine de superhéroes

Pedro B. Rey

El cineasta Paul Schrader contó alguna vez que recién pudo ver su primer film a los diecisiete años. Hay una explicación para la demora: criado en una familia de estricta observancia religiosa, para él ver películas estaba, de manera literal, prohibido. Schrader, en todo caso, nunca lamentó ese aparente vacío: hizo de su ausencia de memoria cinéfila una ventaja.

El detalle biográfico del director de Mishima me llamó siempre tanto la atención porque, supongo, refleja mi vínculo con las imágenes, que oscila entre la pasión y el desapego. Aunque no fui mártir de ninguna clase de austeridad religiosa, y aunque la tardanza fue mucho menor, no estuve demasiado expuesto en la infancia ni a la oscuridad de las salas ni a las rayos catódicos. Mis primeros años los pasé en un pueblo minúsculo. No había cine y la televisión retransmitía, en horarios acotados, un número de programas que se podían contar con los dedos de una mano: mi recuerdo se reduce al Batman que personificaba Adam West.
Las películas son más fáciles de datar. La primera que registro, ya en Buenos Aires, es una remake de King Kong. Una leyenda infantil de esos días aseguraba que en cierto momento una brisa corría el vestido de Jessica Lange y que, por una milagrosa décima de segundo, se la podía ver desnuda. No solo guardo esa imagen en las retinas: también me acuerdo de mi mejor amigo de la primaria comentando con entusiasmo esa escena que solo debe haber sido una alucinación generacional.


La segunda película en el archivo de la memoria -más que la Guerra de las galaxias- fue Superman, con Christopher Reeve. Por alguna razón, quedó fijado el comienzo, cuando en Krypton el padre del futuro Clark Kent (Marlon Brando) y su consejo de sabios deciden salvar al hijo enviándolo a la tierra antes de que su planeta perezca.

El rodeo por Batman y Superman (King Kong y Jessica son un caso aparte) muestra mi falta de prejuicios contra los superhéroes, que tanto me acompañaron. La mirada hacia la infancia tal vez explique por qué no me cuesta demasiado esfuerzo tomar distancia de la actual bulimia por los productos audiovisuales a la cual, según parece, hay que aceptar como un hecho dado. Veo películas y series, pero también puedo atravesar un mes de abstinencia sin lamentarlo: en la trinchera de mi superyo, contra lo que q
uerría de manera algo perversa el ejecutivo de un servicio de streaming, ninguna pantalla compite con el sueño.

También Schrader es un rodeo, pero viene a cuento porque fue, además, guionista de Taxi Driver y Toro salvaje. Son dos de las películas fundamentales de Martin Scorsese, director que sigue despertando reprobaciones corporativas en bloque después de que arremetió contra la omnipresencia de superhéroes en el cine de hoy. Scorsese de hecho fue más allá: sostuvo -tal vez exagerando para que se entienda- que parecían parques de atracciones y que, en el fondo, "eso no es cine". "Para mí y para los que empezaron a hacer películas al mismo tiempo que yo -dijo después-, el cine consistía en una revelación estética, emocional y espiritual". Incluso, agregó para atenuar la intensidad de la discusión, si fuera más joven él mismo quizá le podría encontrar el gusto y hasta se interesaría en ponerle la firma a la versión fílmica de una de esas franquicias.

Puede ser que Scorsese hablara con la sorpresa despechada de quien, por fuerza de los tiempos que corren, acababa de estrenar su película más reciente, El irlandés, casi sin pasar por las salas. Al mismo tiempo, bien o mal, parece estar señalando algo nada trivial: que las películas de superhéroes, tradicionalmente dirigidas a los más chicos y al público adolescente, hace tiempo que parecen haber fagocitado, con sus despliegues pirotécnicos y su poder de autopromoción, a un público sin distinción de edades.
 Que un adulto opte gozosamente por El hombre araña antes que por un clásico de Orson Welles o una película del propio Scorsese parece un indicio más de la progresiva infantilización del mundo al calor del consumo.
¿Un antídoto posible contra tanto desenfreno? Por un rato lo encontré en Contra el cine (Caja negra), que acaba de publicarse entre nosotros y reúne los guiones de Guy Debord, el vanguardista francés que definió la "sociedad del espectáculo". 
En sus antipelículas Debord (1931-1994) se dedicaba a diseccionar su época con formidables diatribas ensayísticas. De fondo, solo pantallas en blanco, en negro, sucesiones de collages. Algunas vez las vi, con la angustia de saber que el cine también podía esconder su reverso. Hoy en cambio -al menos por escrito y perdidos como estamos en nuestro apretado enjambre de imágenes de toda clase- su desesperación tiene un eco inesperadamente actual.

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