domingo, 29 de marzo de 2020

MANUSCRITOS,


Reflexiones en torno a la cumbia colombiana
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Estoy apunto de declararme en bancarrota”, me dijo la semana pasada Iván Benavides en un pasillo, durante la sexagésima edición del el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias. Iba a ser una fiesta cinéfila –que incluyó una clase magistral del célebre director alemán Werner Herzog, también homenajeado antes de la proyección de su clásico Fitzcarraldo (1982)–, por tratarse de uno de los festivales más longevos de la región. Sin embargo, unas horas más tarde de aquel encuentro con Benavides sufriríamos un razonable filmis interruptus, frente al avance de la pandemia de Covid19.
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“Mis actividades para este año se basaban en eventos que están siendo cancelados. Mi agenda se va quedando vacía, no sé cómo voy a hacer”, se lamentaba Iván, y su preocupación refleja la de miles de artistas, productores, técnicos, gestores culturales, todos miembros de un ecosistema musical independiente que se prepara para sufrir las consecuencias de la catástrofe sanitaria que nos atraviesa. A pesar de su bajo perfil, Benavides es una figura clave para la música latinoamericana. Compañero de Carlos Vives en el indispensable La tierra del olvido (1995), integró el grupo Bloque de Búsqueda y fundó Sidestepper, una cruza que fusionaba ritmos de raíz con elementos electrónicos. Colaboró con Totó La Momposina y fue el responsable del rescate de Los Gaiteros de San Jacinto, cuyo álbum Un fuego de sangre pura le valió a ese grupo un premio Grammy. Junto al ecuatoriano Ivis Flies (algún día hablaremos de su proyecto De Taitas y de Mamas) produjo el disco Río Mira, un proyecto inspirado en las aguas que unen Colombia con Ecuador y en la marimba, ese instrumento de percusión construido con cañas de bambú cuyo sonido parece comprimido en terciopelo.
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Un rato después de nuestro encuentro, Benavides participó de una mesa titulada Narrativas de la cumbia en la industria audiovisual, donde repasó el aporte de próceres del género, como Pacho Galán, Lucho Bermudez y Aniceto Molina, que a través de la banda sonora de incontables films, proyectaron ese ritmo a buena parte del continente en la primera mitad del siglo pasado. Reflexionó sobre la conexión de la cumbia con las culturas ancestrales y esa sabiduría arcaica. “En Colombia es un ritmo que se vive mucho más a nivel comunitario”, expresó. “Las ruedas de cumbias de los pueblos y los festivales se transmiten con más vitalidad que en las redes sociales.” Mostró Benavides que hay en ese ritmo que se volvió panregional (un idioma musical que une a Latinoamérica) una oportunidad para trazar estrategias vinculadas a las políticas públicas: “El desafío es adaptar esa narrativa ancestral a lenguaje del siglo XXI, desde la producción musical y desde la responsabilidad social para unir territorio, redes y circuitos. En ese triángulo hay una posibilidad para pensar acciones y estrategia, con nuevas narrativas que incluyan la música, el baile y la literatura, para volver a la comunidad, la corporalidad, la musicalidad.
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 Para mí, es más importante estar más tiempo en territorio que en la virtualidad.” De esa misma mesa participaba el activista ambiental Felipe Macía, que en el marco del festival iba a mostrar la instalación Sin bosques no hay cumbia, pero el evento quedó trunco por la cancelación de actividades.
En vez de tickets para una función, entonces, mi faro melómano Jaime Monsalve –que cubría el festival para la Radio Nacional de Colombia– me pasó el link para ver una de las películas que más expectativas me generaban dentro de la extensa programación: Rapsodia Negra, de Lucas Silva (1971), fundador de Palenque Records. Ese sello excede la lógica de la industria musical y está más bien vinculado a la antropología. Lucas se formó en París (estudió cine en la escuela Louis Lumière), pero su
“El desafío es adaptar esa narrativa ancestral a lenguaje del siglo XXI, para unir territorio, redes y circuitos”
trabajo se enfoca en la cultura afroamericana. Es hijo de dos eminencias del documental del continente: Jorge Silva y Marta Rodríguez.
Su nuevo film está centrado en la figura de Alfonso Córdoba, “El Brujo”, un nonagenario cantante de la región del Chocó, a quien Lucas conoció a fines de los 90 (en la película hay registros de aquella época). El Brujo ostenta un swing extraordinario en su cantar y es sabiduría pura en su hablar: ”El 99% de los ritmos que conozco los escuché por primera vez en el río Baudó a principios de los años40”, dice mientras navega esas aguas, como un sabio dandy tropical, en una piragua. “Es un río lento, que corre hacia arriba hasta la mitad de su curso. Las melodías siempre me parecieron más cálidas, más sentidas. Tal vez por la quietud del correr de sus aguas. Eran de muy lento andar, y eso hacía que las melodías fueran supremamente sutiles, más delicadas, más sublimes.” La belleza de esas imágenes, de sus palabras y el ritmo de sus canciones, que Silva superpone con maestría, conforma una pieza plena de belleza y musicalidad que registra la vida cotidiana en la región y la expande hacia nuevos horizontes.

H. I.

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