La urgente necesidad de dibujar el mapa del futuro argentino
De todas las reformas postergadas, el modelo territorial constituye la única que es ignorada absolutamente
Esteban Bullrich....Fabio J. Quetglas
Nuestra historia reciente nos muestra que cada reforma pública que se propone trae controversias. Sin embargo, paradójicamente, el único acuerdo implícito que atraviesa la política argentina es que el país necesita cambios. Ya es innegable que, sin una dosis de osadía, el país se arrastrará enfermo de coyunturalismo.
Quienes esto escribimos, además, estamos convencidos de que el mundo pospandémico nos ofrecerá una oportunidad excepcional que podremos aprovechar si limitamos el despilfarro de energía puesto en asuntos de bajo impacto, en términos estratégicos.
Poner sobre la mesa una reforma territorial va en este sentido y puede ayudarnos a alinearlo con las necesidades contemporáneas. La reforma territorial es el nombre que le damos al capítulo espacial de llevar adelante una organización que facilite alcanzar niveles de desarrollo aceptables en todo el país. Dibujar el mapa del futuro.
Es llamativo cómo las personas tendemos a naturalizar los mapas, como si se tratara de una realidad inconmovible, aun frente a la evidencia de su naturaleza cambiante: solo para poner casos recientes, no existe más Yugoslavia y Gran Bretaña se ha desmembrado del mapa político de la UE.
Los mapas, al fin y al cabo (sin afán peyorativo), son un dibujo. Su finalidad es reflejar un estado de cosas o ayudar a comprender una situación. En ningún caso deben ser considerados un corset para la reflexión o un límite para la creatividad. En el caso de los mapas políticos, su estabilidad, en ciertos momentos de la historia, son el reflejo de un orden consolidado y en capacidad de ser mantenido. Eso es lo que está en discusión hoy en la provincia de Buenos Aires, que tiene un orden claramente insatisfactorio.
Como en toda representación, los mapas, además de mostrar, también ocultan situaciones. Los cambios tecnológicos han impactado de manera tan significativa sobre los flujos comerciales, las migraciones, los modos y la organización del trabajo, los procesos de agregación de valor, la agenda pública y demás, que resulta irresponsable creer que las instituciones y la organización del pasado pueden atender adecuadamente esa nueva realidad.
Los mapas de flujos de los últimos cuarenta años reflejan no solo transformaciones enormes, sino las decisivas ventajas que han obtenido las sociedades que han sabido leer estas nuevas referencias sociotecnológicas. Quedarse atado a un mapa es solamente un ejercicio de conservadora nostalgia.
La constatación de estar frente a una nueva realidad no la expresan solo las noticias “correctas” (nuevas áreas económicas o infraestructuras integradoras, etcétera), sino también su contracara. A lo largo de todo el planeta crecen las tensiones territoriales como manifestación de varios factores subyacentes: impactos desiguales de la integración acelerada de la economía global, las restricciones de las instituciones nacionales frente a una agenda que la excede, una mayor reivindicación cívica de los gobiernos de proximidad, entre otras que nos muestran que el mundo cambió y la única reacción útil para el bienestar de las personas es adaptarse.
En la Argentina (hasta ahora) esas expresiones no han superado el registro del humor folclórico. Sin embargo, si seguimos apostando a la idea de que todo seguirá “como siempre fue”, lo más probable es que en vez de gobernar las situaciones complejas, los nuevos escenarios se impongan por disrupciones traumáticas, resultado palpable de nuestras incapacidades. No sería la primera vez.
Nosotros creemos que el diseño territorial argentino padece de disfuncionalidades evidentes: desiertos económicos, representación erosionada, desigualdad extrema y migraciones involuntarias, para nombrar algunas. En el caso de la provincia de Buenos Aires, es unánime el reclamo de los representantes ajenos al área metropolitana que, con mayor o menor intensidad, frente a todos los gobiernos provinciales de cualquier signo se sienten postergados o desconocidos por la dimensión ineludible del AMBA.
Nadie tiene una fórmula mágica, pero es insensato y cruel dar la espalda a los deseos legítimos de esos bonaerenses. Tan insensato como lo es dejar sin una coordinación adecuada un AMBA que también necesita un modelo de gestión inteligente.
En la provincia de Buenos Aires, en las últimas décadas, ciudades prósperas y con infraestructura razonable han visto estancada su población, y pequeños pueblos rurales se han transformado en lugares fantasma, mientras a su alrededor un potencial económico enorme podría multiplicar sus posibilidades de empleo y calidad de vida, bajo otro modelo territorial, de asignación de recursos y de financiamiento de la infraestructura. Resulta inaceptable ver cómo se pierden las oportunidades y no hacer nada.
Lo responsable es tratar de enriquecer el debate, abrir alternativas, superar la obstinación conservadora. Sabemos que cada reforma necesaria y no encarada es, antes que un capricho, la manifestación de una debilidad social o de una carencia de visión. El statuquismo se fue haciendo fuerte en el país, de la mano de la política-espectáculo y de la representación atormentada por la coyuntura.
¿A qué viene todo esto? Sencillamente a que el debate sobre el orden territorial argentino, imprescindible e ineludible, no debe comenzar con un mapa, sino que debe concluir en un mapa.
La Argentina debe encarar múltiples iniciativas con impacto territorial para mejorar su federalismo, optimizar su inserción global, garantizar la sostenibilidad de sus recursos y aprovechar de mejor modo el potencial existente en cada lugar.
No debemos limitarnos por el miedo, las excusas permanentes o las chicanas. Necesitamos pensar la Argentina del futuro, de la bioeconomía, de la gestión pública próxima, de la sostenibilidad y de las localidades menos dependientes de los centros decisionales y más vinculadas por redes de colaboración y creatividad.
Los cambios necesarios se vislumbran imposibles, entre otras cosas por nuestra dificultad para pensar las transiciones, y de hacer explícitos los costos y los beneficios de cualquier transformación, tanto como los costos y beneficios de no asumirla.
La política argentina debe recuperar su rol constructivo, y para eso es urgente terminar con el hastío del inmovilismo, la trampa de la simplicidad o el placebo de la denuncia.
El mundo pospandémico consolidará tres tendencias territoriales que se venían desplegando: a) la mayor movilidad de las personas de mediana y alta calificación profesional; b) los controles más estrictos sobre el comercio internacional de bienes de origen o con componentes biológicos (trazabilidad más allá de los alimentos); c) más altas restricciones sobre las actividades que emiten gases “efecto invernadero”.
Esas tendencias (y otras menos relevantes) son un dato. La Argentina puede, frente a ese panorama, seguir en “piloto automático” o producir los cambios necesarios para que esos vientos le resulten favorables.
De todas las reformas postergadas, el modelo territorial constituye la única que es ignorada absolutamente.
El dilema es concreto: o nos animamos a dibujar el mapa del futuro con responsabilidad o nos condenaremos a seguir gestionando entre decadencia y crisis, creyendo que el mundo es el problema.
Quienes esto escribimos, además, estamos convencidos de que el mundo pospandémico nos ofrecerá una oportunidad excepcional que podremos aprovechar si limitamos el despilfarro de energía puesto en asuntos de bajo impacto, en términos estratégicos.
Poner sobre la mesa una reforma territorial va en este sentido y puede ayudarnos a alinearlo con las necesidades contemporáneas. La reforma territorial es el nombre que le damos al capítulo espacial de llevar adelante una organización que facilite alcanzar niveles de desarrollo aceptables en todo el país. Dibujar el mapa del futuro.
Es llamativo cómo las personas tendemos a naturalizar los mapas, como si se tratara de una realidad inconmovible, aun frente a la evidencia de su naturaleza cambiante: solo para poner casos recientes, no existe más Yugoslavia y Gran Bretaña se ha desmembrado del mapa político de la UE.
Los mapas, al fin y al cabo (sin afán peyorativo), son un dibujo. Su finalidad es reflejar un estado de cosas o ayudar a comprender una situación. En ningún caso deben ser considerados un corset para la reflexión o un límite para la creatividad. En el caso de los mapas políticos, su estabilidad, en ciertos momentos de la historia, son el reflejo de un orden consolidado y en capacidad de ser mantenido. Eso es lo que está en discusión hoy en la provincia de Buenos Aires, que tiene un orden claramente insatisfactorio.
Como en toda representación, los mapas, además de mostrar, también ocultan situaciones. Los cambios tecnológicos han impactado de manera tan significativa sobre los flujos comerciales, las migraciones, los modos y la organización del trabajo, los procesos de agregación de valor, la agenda pública y demás, que resulta irresponsable creer que las instituciones y la organización del pasado pueden atender adecuadamente esa nueva realidad.
Los mapas de flujos de los últimos cuarenta años reflejan no solo transformaciones enormes, sino las decisivas ventajas que han obtenido las sociedades que han sabido leer estas nuevas referencias sociotecnológicas. Quedarse atado a un mapa es solamente un ejercicio de conservadora nostalgia.
La constatación de estar frente a una nueva realidad no la expresan solo las noticias “correctas” (nuevas áreas económicas o infraestructuras integradoras, etcétera), sino también su contracara. A lo largo de todo el planeta crecen las tensiones territoriales como manifestación de varios factores subyacentes: impactos desiguales de la integración acelerada de la economía global, las restricciones de las instituciones nacionales frente a una agenda que la excede, una mayor reivindicación cívica de los gobiernos de proximidad, entre otras que nos muestran que el mundo cambió y la única reacción útil para el bienestar de las personas es adaptarse.
En la Argentina (hasta ahora) esas expresiones no han superado el registro del humor folclórico. Sin embargo, si seguimos apostando a la idea de que todo seguirá “como siempre fue”, lo más probable es que en vez de gobernar las situaciones complejas, los nuevos escenarios se impongan por disrupciones traumáticas, resultado palpable de nuestras incapacidades. No sería la primera vez.
Nosotros creemos que el diseño territorial argentino padece de disfuncionalidades evidentes: desiertos económicos, representación erosionada, desigualdad extrema y migraciones involuntarias, para nombrar algunas. En el caso de la provincia de Buenos Aires, es unánime el reclamo de los representantes ajenos al área metropolitana que, con mayor o menor intensidad, frente a todos los gobiernos provinciales de cualquier signo se sienten postergados o desconocidos por la dimensión ineludible del AMBA.
Nadie tiene una fórmula mágica, pero es insensato y cruel dar la espalda a los deseos legítimos de esos bonaerenses. Tan insensato como lo es dejar sin una coordinación adecuada un AMBA que también necesita un modelo de gestión inteligente.
En la provincia de Buenos Aires, en las últimas décadas, ciudades prósperas y con infraestructura razonable han visto estancada su población, y pequeños pueblos rurales se han transformado en lugares fantasma, mientras a su alrededor un potencial económico enorme podría multiplicar sus posibilidades de empleo y calidad de vida, bajo otro modelo territorial, de asignación de recursos y de financiamiento de la infraestructura. Resulta inaceptable ver cómo se pierden las oportunidades y no hacer nada.
Lo responsable es tratar de enriquecer el debate, abrir alternativas, superar la obstinación conservadora. Sabemos que cada reforma necesaria y no encarada es, antes que un capricho, la manifestación de una debilidad social o de una carencia de visión. El statuquismo se fue haciendo fuerte en el país, de la mano de la política-espectáculo y de la representación atormentada por la coyuntura.
¿A qué viene todo esto? Sencillamente a que el debate sobre el orden territorial argentino, imprescindible e ineludible, no debe comenzar con un mapa, sino que debe concluir en un mapa.
La Argentina debe encarar múltiples iniciativas con impacto territorial para mejorar su federalismo, optimizar su inserción global, garantizar la sostenibilidad de sus recursos y aprovechar de mejor modo el potencial existente en cada lugar.
No debemos limitarnos por el miedo, las excusas permanentes o las chicanas. Necesitamos pensar la Argentina del futuro, de la bioeconomía, de la gestión pública próxima, de la sostenibilidad y de las localidades menos dependientes de los centros decisionales y más vinculadas por redes de colaboración y creatividad.
Los cambios necesarios se vislumbran imposibles, entre otras cosas por nuestra dificultad para pensar las transiciones, y de hacer explícitos los costos y los beneficios de cualquier transformación, tanto como los costos y beneficios de no asumirla.
La política argentina debe recuperar su rol constructivo, y para eso es urgente terminar con el hastío del inmovilismo, la trampa de la simplicidad o el placebo de la denuncia.
El mundo pospandémico consolidará tres tendencias territoriales que se venían desplegando: a) la mayor movilidad de las personas de mediana y alta calificación profesional; b) los controles más estrictos sobre el comercio internacional de bienes de origen o con componentes biológicos (trazabilidad más allá de los alimentos); c) más altas restricciones sobre las actividades que emiten gases “efecto invernadero”.
Esas tendencias (y otras menos relevantes) son un dato. La Argentina puede, frente a ese panorama, seguir en “piloto automático” o producir los cambios necesarios para que esos vientos le resulten favorables.
De todas las reformas postergadas, el modelo territorial constituye la única que es ignorada absolutamente.
El dilema es concreto: o nos animamos a dibujar el mapa del futuro con responsabilidad o nos condenaremos a seguir gestionando entre decadencia y crisis, creyendo que el mundo es el problema.
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