De la legitimidad del voto a la legitimidad del miedo
¿Cómo aceptar la regla de las mayorías y minorías intercambiables si la oposición es el enemigo construido para justificar todos los males y exculpar los fracasos de gestión?
Daniel Gustavo Montamat
El 14 de noviembre de 2021, en la elección legislativa, se reafirmó la legitimidad del voto en el proceso democrático que inauguró la presidencia del doctor Raúl Alfonsín en 1983.
No olvidemos que en plena pandemia, cuando la disyuntiva salud o economía y la “cuarentena eterna” sumaban a la desgracia de las víctimas humanas, víctimas psicológicas, educativas, sociales y económicas, crecieron los temores de que no habría elecciones PASO y de que las elecciones de mitad de término podrían postergarse sine die. Más: cuando la oposición acordó la postergación de las primarias de agosto a septiembre, cundieron especulaciones de que se sucumbía a una táctica oficialista de nuevas postergaciones. Las PASO se concretaron con los resultados conocidos, y las elecciones de mitad de término han reconfigurado parcialmente el mapa de ambas cámaras del Congreso.
Los resultados fueron contundentes: Juntos por el Cambio sumó en el país el 42% de los votos y el Frente de Todos, el 34%. Las otras lecturas sobre los cambios en las composiciones de las cámaras legislativas pueden relativizar la contundencia de los resultados, pero no se puede negar que en esta instancia electoral del proceso democrático argentino el voto popular consagró un ganador y un perdedor con impacto en la composición del Poder Legislativo. Hasta aquí un acontecimiento político periódico que forma parte de la normalidad del proceso político democrático. Normalidad por la que deberían congratularse tanto oficialismo como oposición. ¿Por qué, entonces, en la lectura y el análisis del resultado se ha insistido tanto en subrayar las características de excepcionalidad del evento electoral del 14-N? Puede ser porque desde la oposición se construyó una narrativa de resistir con el voto a que el oficialismo obtuviera más representantes para llevar adelante reformas institucionales que estaban en su agenda y que podían poner en riesgo la continuidad de la democracia republicana. Pero puede ser también porque el resultado adverso fue un disparo al corazón a la construcción de poder que promueve el populismo. El sayo maniqueo y la lógica binaria con la que el populismo se apropia del “pueblo” y estigmatiza el “antipueblo” son inconsistentes con el principio de legitimidad democrática. El “pueblo” no puede perder.
En El siglo de la libertad y el miedo, Natalio Botana recuerda que Thomas Paine, el republicano que primero actuó en la revolución norteamericana y luego en la francesa, decía hacia 1792 que los regímenes políticos –las monarquías, las aristocracias y las repúblicas– tienen su origen en principios y operan como prolongación de esos principios. En el siglo XX, el pensador italiano Guglielmo Ferrero prosigue esa línea de investigación y sostiene que la legitimidad, en sentido general, consiste en un “acuerdo tácito y sobreentendido entre el poder y sus súbditos sobre ciertos principios y reglas que fijan la atribución y los límites del poder”. Aristocracia y monarquías en la Edad Media y hasta el siglo XVIII basaron su legitimidad en la herencia. El principio que históricamente sustituye a las reglas de sucesión hereditarias y a las soberanías de las grandes familias se condensa en la fórmula de la democracia electiva. Una democracia es considerada legítima cuando el poder acepta lealmente “la ley de subordinación a la voluntad soberana del pueblo”, que se practica en elecciones periódicas y libres mediante procedimientos iguales para todos los partidos. La legitimidad democrática se funda en tres requisitos básicos: una mayoría gobernante formada en elecciones limpias, una mayoría consciente de su movilidad y carácter provisorio (las mayorías de hoy pueden ser las minorías de mañana); y una minoría capaz de respetar el derecho de la mayoría de ejercer el gobierno.
Los resultados fueron contundentes: Juntos por el Cambio sumó en el país el 42% de los votos y el Frente de Todos, el 34%. Las otras lecturas sobre los cambios en las composiciones de las cámaras legislativas pueden relativizar la contundencia de los resultados, pero no se puede negar que en esta instancia electoral del proceso democrático argentino el voto popular consagró un ganador y un perdedor con impacto en la composición del Poder Legislativo. Hasta aquí un acontecimiento político periódico que forma parte de la normalidad del proceso político democrático. Normalidad por la que deberían congratularse tanto oficialismo como oposición. ¿Por qué, entonces, en la lectura y el análisis del resultado se ha insistido tanto en subrayar las características de excepcionalidad del evento electoral del 14-N? Puede ser porque desde la oposición se construyó una narrativa de resistir con el voto a que el oficialismo obtuviera más representantes para llevar adelante reformas institucionales que estaban en su agenda y que podían poner en riesgo la continuidad de la democracia republicana. Pero puede ser también porque el resultado adverso fue un disparo al corazón a la construcción de poder que promueve el populismo. El sayo maniqueo y la lógica binaria con la que el populismo se apropia del “pueblo” y estigmatiza el “antipueblo” son inconsistentes con el principio de legitimidad democrática. El “pueblo” no puede perder.
En El siglo de la libertad y el miedo, Natalio Botana recuerda que Thomas Paine, el republicano que primero actuó en la revolución norteamericana y luego en la francesa, decía hacia 1792 que los regímenes políticos –las monarquías, las aristocracias y las repúblicas– tienen su origen en principios y operan como prolongación de esos principios. En el siglo XX, el pensador italiano Guglielmo Ferrero prosigue esa línea de investigación y sostiene que la legitimidad, en sentido general, consiste en un “acuerdo tácito y sobreentendido entre el poder y sus súbditos sobre ciertos principios y reglas que fijan la atribución y los límites del poder”. Aristocracia y monarquías en la Edad Media y hasta el siglo XVIII basaron su legitimidad en la herencia. El principio que históricamente sustituye a las reglas de sucesión hereditarias y a las soberanías de las grandes familias se condensa en la fórmula de la democracia electiva. Una democracia es considerada legítima cuando el poder acepta lealmente “la ley de subordinación a la voluntad soberana del pueblo”, que se practica en elecciones periódicas y libres mediante procedimientos iguales para todos los partidos. La legitimidad democrática se funda en tres requisitos básicos: una mayoría gobernante formada en elecciones limpias, una mayoría consciente de su movilidad y carácter provisorio (las mayorías de hoy pueden ser las minorías de mañana); y una minoría capaz de respetar el derecho de la mayoría de ejercer el gobierno.
Ferrero detectaba en el principio de legitimidad democrático-electivo el germen de un sistema de coexistencia de mayorías y minorías intercambiables que, teniendo en cuenta un núcleo de valores que al trascenderlas las restringen, asumen la alternancia republicana en el ejercicio del poder.
Cuando las urnas erigen una nueva mayoría, el relato populista del “pueblo-antipueblo” se da de bruces con la legitimidad democrática. Es inconcebible que el “antipueblo” tenga más votos y puede alcanzar de nuevo el poder en el próximo turno electoral. ¿Cómo aceptar la regla de las mayorías y minorías intercambiables si la oposición es el enemigo construido para justificar todos los males y exculpar los fracasos de gestión? ¿Cómo articular consensos básicos con el “enemigo del pueblo” que ahora tiene más votos? La negación populista a reconocer derrotas electorales es consustancial a su lógica de construcción de poder. En esto hay que hacer algunas diferencias. Cuando el embajador argentino en España, doctor Ricardo Alfonsín, empieza felicitando a Juntos por el triunfo aunque luego lamenta que las urnas les hayan dado la victoria a los que representan políticas “neoliberales fracasadas”, expresa los sentimientos de un oficialista que juega dentro del sistema. Aun cuando el Presidente quiere exprimir las piedras y declamar con estoica resistencia que “ganó perdiendo”, bordea los límites, pero todavía dentro del juego democrático. Pero cuando la actual vicepresidenta se niega en 2015 a entregar sus atributos de poder, no por capricho sino por convicción, cuando se descalifica el voto opositor con consignas de odio, o cuando se vitupera a los medios independientes como instigadores de un voto castigo, se empieza a cruzar la raya de la legitimidad democrática. Y quienes no pueden convivir con las reglas de la legitimidad democrática, ni reivindicar reglas sucesorias de tradición medieval, tienen que acudir a la legitimidad del miedo basados en consignas redentoristas.
El citado Ferraro, que escribía en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que analizar a la luz de sus teorías los totalitarismos comunistas y nazi-fascistas de aquellos días, que habían abrigado causas revolucionarias y habían enaltecido liderazgos como los de Lenin, Mussolini, Stalin o Hitler. Para el historiador italiano el totalitarismo refundó la legitimidad del Estado, apelando a concepciones redentoras de clase o de raza, que justificaban acciones de violencia y terror presente, en aras de la legitimidad de una sociedad futura. De la legitimidad de la “mayoría y minoría, con derechos a gobernar y derecho a oponerse”, se pasó a la legitimidad del miedo presente justificado en la revolución y en la causa redentora.
El siglo XXI y la posmodernidad han edulcorado los totalitarismos, pero sus hijos putativos, los populismos posmodernos, abrevan en muchos de sus odios y resentimientos, y comparten una concepción autocrática del ejercicio del poder. Cuidado porque el populismo sin plata y sin votos, puede azuzar tendencias que apelen al miedo y a la violencia. Con consignas del pasado travestidas en los nuevos envases que ofrecen las reivindicaciones de pueblos originarios sobre el territorio nacional, las demandas del pobrismo redistributivo sobre los derechos de propiedad, y la ideologización de los derechos humanos para transformar a las víctimas en victimarios. Lo bueno es que no todos en el oficialismo suscriben la legitimación del miedo, y que ya existe un peronismo republicano que milita por la legitimación democrática. Es tiempo de dejar de discutir la república y lograr consensos para desarrollarla.
Doctor en Economía y en Derecho
Cuando las urnas erigen una nueva mayoría, el relato populista del “pueblo-antipueblo” se da de bruces con la legitimidad democrática. Es inconcebible que el “antipueblo” tenga más votos y puede alcanzar de nuevo el poder en el próximo turno electoral. ¿Cómo aceptar la regla de las mayorías y minorías intercambiables si la oposición es el enemigo construido para justificar todos los males y exculpar los fracasos de gestión? ¿Cómo articular consensos básicos con el “enemigo del pueblo” que ahora tiene más votos? La negación populista a reconocer derrotas electorales es consustancial a su lógica de construcción de poder. En esto hay que hacer algunas diferencias. Cuando el embajador argentino en España, doctor Ricardo Alfonsín, empieza felicitando a Juntos por el triunfo aunque luego lamenta que las urnas les hayan dado la victoria a los que representan políticas “neoliberales fracasadas”, expresa los sentimientos de un oficialista que juega dentro del sistema. Aun cuando el Presidente quiere exprimir las piedras y declamar con estoica resistencia que “ganó perdiendo”, bordea los límites, pero todavía dentro del juego democrático. Pero cuando la actual vicepresidenta se niega en 2015 a entregar sus atributos de poder, no por capricho sino por convicción, cuando se descalifica el voto opositor con consignas de odio, o cuando se vitupera a los medios independientes como instigadores de un voto castigo, se empieza a cruzar la raya de la legitimidad democrática. Y quienes no pueden convivir con las reglas de la legitimidad democrática, ni reivindicar reglas sucesorias de tradición medieval, tienen que acudir a la legitimidad del miedo basados en consignas redentoristas.
El citado Ferraro, que escribía en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que analizar a la luz de sus teorías los totalitarismos comunistas y nazi-fascistas de aquellos días, que habían abrigado causas revolucionarias y habían enaltecido liderazgos como los de Lenin, Mussolini, Stalin o Hitler. Para el historiador italiano el totalitarismo refundó la legitimidad del Estado, apelando a concepciones redentoras de clase o de raza, que justificaban acciones de violencia y terror presente, en aras de la legitimidad de una sociedad futura. De la legitimidad de la “mayoría y minoría, con derechos a gobernar y derecho a oponerse”, se pasó a la legitimidad del miedo presente justificado en la revolución y en la causa redentora.
El siglo XXI y la posmodernidad han edulcorado los totalitarismos, pero sus hijos putativos, los populismos posmodernos, abrevan en muchos de sus odios y resentimientos, y comparten una concepción autocrática del ejercicio del poder. Cuidado porque el populismo sin plata y sin votos, puede azuzar tendencias que apelen al miedo y a la violencia. Con consignas del pasado travestidas en los nuevos envases que ofrecen las reivindicaciones de pueblos originarios sobre el territorio nacional, las demandas del pobrismo redistributivo sobre los derechos de propiedad, y la ideologización de los derechos humanos para transformar a las víctimas en victimarios. Lo bueno es que no todos en el oficialismo suscriben la legitimación del miedo, y que ya existe un peronismo republicano que milita por la legitimación democrática. Es tiempo de dejar de discutir la república y lograr consensos para desarrollarla.
Doctor en Economía y en Derecho
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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