Un modelo que ha extraviado la Argentina: las instituciones por encima de los dirigentes
Chile nos muestra la humildad de los líderes frente a una idea de nación; el sentido del deber que les impone despojarse de rencores para estar al nivel de su propia investidura
Luciano Román
Sebastián Piñera y Gabriel Boric
La actitud del presidente electo de Chile de sentarse la misma noche del triunfo con su acérrimo adversario y visitar al día siguiente a Sebastián Piñera en el Palacio de La Moneda no habla tanto de él como de una cultura política que a nosotros cada vez nos resulta más extraña. Son actitudes de dirigentes que entienden que hay algo superior a ellos: las instituciones y las normas de convivencia democrática. No son meros gestos políticos, sino una escala de valores que acá hemos invertido.
Gabriel Boric, de 35 años, representa para Chile un cambio drástico y genera muchos y fundados interrogantes. Aunque ha moderado su discurso, proviene de una izquierda dogmática y ha forjado su carrera en el más duro activismo estudiantil. Pero en sus primeros pasos ha mostrado una comprensión de algo fundamental: el deber de la investidura. En el terreno institucional, las formas muchas veces hacen al fondo de las cosas. Cuando alguien alcanza un cargo representativo, deja de expresarse a sí mismo para representar y expresar a otros. El cargo lo eleva, pero a la vez lo obliga. Un presidente –aun antes de asumir– deja de ser un líder sectorial para convertirse en un hombre o una mujer de Estado. En sociedades democráticas y maduras, esta comprensión se da en forma natural. Y esto es lo que acabamos de ver en Chile.
Hay excepciones, por supuesto. A una democracia sólida y vigorosa como la de Estados Unidos le surgió un liderazgo que puso en crisis las reglas de la convivencia. Trump fue uno de esos presidentes que creen que no hay nada superior a ellos. Está por verse, pero tal vez haya sido solo un accidente en la historia norteamericana. En la Argentina, sin embargo, una larga tradición de caudillismo político nos ha acostumbrado a líderes que piensan que las instituciones y las normas deben adaptarse a ellos, y no al revés.
Los historiadores podrán rastrear los orígenes de esta cultura autoritaria en las raíces mismas de la Argentina. Pero hay un dato evidente: en las últimas dos décadas, con la llegada del kirchnerismo al poder, estos rasgos se han exacerbado. No solo se ha combatido toda vocación de diálogo; se ha creado un diccionario invertido: entregar los atributos de mando se convirtió en una “claudicación”; negociar y consensuar, en un acto de debilidad; ganar, en “ir por todo”. Esa concepción del poder se lleva mal con la diversidad, con el pluralismo y las diferencias.
Es una concepción que niega al adversario y, esencialmente, aborrece los contrapesos institucionales: por eso considera que un fallo adverso o un revés legislativo son “actitudes golpistas o desestabilizantes”. Ve enemigos en cualquier actor o institución que no se allane ni se subordine. Desconoce veredictos electorales y disfraza las derrotas como si fueran triunfos.
Es una cultura que hace metástasis en todos los estamentos de la política. A esta lógica responde, sin ir más lejos, la intención de los intendentes bonaerenses de saltear el impedimento para sus reelecciones indefinidas. Otra vez: se trata de acomodar la ley a los dirigentes y no los dirigentes a la ley. Las normas se respetan siempre y cuando nos convengan; los fallos se acatan siempre que sean favorables.
Lo que nos muestra Chile son, por supuesto, las virtudes del respeto mutuo y de la convivencia, que conciben el diálogo como una obligación y no como una concesión. Pero a la vez es algo más profundo. Es la humildad de los dirigentes frente a una idea de nación; es el sentido del deber, que les impone a los líderes la necesidad de despojarse de sectarismos y rencores (incluso de ofensas y dolores) para estar a la altura de su propia investidura.
No es algo que hayan inventado Boric, Piñera y Kast. Ellos son, en realidad, continuadores de una cultura política, como lo fueron Julio María Sanguinetti y José Mujica en Uruguay, con aquel abrazo que dio una lección de civismo y de sensatez a toda América Latina.
Vale exhumar una historia que explica el verdadero “modelo chileno”. En 1998, el dictador Augusto Pinochet fue detenido en Londres por orden de la Justicia española. Chile era presidido por Eduardo Frei, y su embajador en Gran Bretaña era un reconocido dirigente y académico socialista que había sido funcionario del gobierno de Salvador Allende. Se llama Mario Artaza (hoy tiene 84 años) y tras el golpe de Pinochet tuvo que exiliarse junto a su familia. Las vueltas de la vida lo llevaron a una situación que nunca hubiera imaginado.
Chile cuestionaba aquella detención fuera de su territorio. No porque defendiera a Pinochet ni creyera en su inocencia, sino porque defendía un principio, el de la soberanía jurisdiccional de los tribunales chilenos. Artaza, que había sufrido en carne propia la dictadura de Pinochet, se puso al hombro aquella defensa y desplegó un enorme esfuerzo diplomático para lograr el regreso de Pinochet a Chile. “No defendemos a una persona; defendemos un principio”, explicó en aquellos días.
La de Mario Artaza tal vez sea una pequeña historia. Pero expresa esa cultura de la institucionalidad que cree en algo superior. No importaban sus dolores personales, sus abismales diferencias con aquel viejo dictador; mucho menos sus rencores (si los hubiera tenido) ni su propia percepción de lo que era justo o merecido. Importaban los principios normativos, que estaban por encima de todo eso. Es la lección del estadista.
En las fotos que hemos visto de Boric junto a Kast, y después junto a Piñera, está el legado de Artaza. ¿A qué distancia ha quedado la Argentina de ese modelo de institucionalidad? Es una pregunta que nos debemos hacer, porque no se trata de fotos ni de gestos, sino de valores y de identidad. Tampoco se trata de abstracciones: de esos valores dependen las posibilidades de progreso. Sin respeto a las normas, sin diálogo democrático y sin institucionalidad, no hay forma de combatir la pobreza, controlar la inflación y abrir un camino de crecimiento.
El modelo de la política se derrama al resto de la sociedad. También es cierto que la política no nace de un repollo: proviene de la misma sociedad y es un espejo de ella. Si persistimos en esta cultura de la fragmentación y el sectarismo, en la que las reglas se acomodan al poder (y no el poder a las reglas), terminaremos cayendo en un peligroso y definitivo abismo autoritario. Una suerte de anomia generalizada colonizará nuestro tejido social: la prepotencia se impondrá frente a las normas y la facción frente al conjunto.
Chile muestra que no se trata de signos ideológicos, sino de una cultura superior: la cultura de la democracia, de la que participan tanto la izquierda como la derecha. ¿Creemos los argentinos en esa cultura o preferimos, en el fondo, el caudillismo autoritario? Tal vez seamos los propios ciudadanos los que debamos meditar una respuesta.
Es una cultura que hace metástasis en todos los estamentos de la política. A esta lógica responde, sin ir más lejos, la intención de los intendentes bonaerenses de saltear el impedimento para sus reelecciones indefinidas. Otra vez: se trata de acomodar la ley a los dirigentes y no los dirigentes a la ley. Las normas se respetan siempre y cuando nos convengan; los fallos se acatan siempre que sean favorables.
Lo que nos muestra Chile son, por supuesto, las virtudes del respeto mutuo y de la convivencia, que conciben el diálogo como una obligación y no como una concesión. Pero a la vez es algo más profundo. Es la humildad de los dirigentes frente a una idea de nación; es el sentido del deber, que les impone a los líderes la necesidad de despojarse de sectarismos y rencores (incluso de ofensas y dolores) para estar a la altura de su propia investidura.
No es algo que hayan inventado Boric, Piñera y Kast. Ellos son, en realidad, continuadores de una cultura política, como lo fueron Julio María Sanguinetti y José Mujica en Uruguay, con aquel abrazo que dio una lección de civismo y de sensatez a toda América Latina.
Vale exhumar una historia que explica el verdadero “modelo chileno”. En 1998, el dictador Augusto Pinochet fue detenido en Londres por orden de la Justicia española. Chile era presidido por Eduardo Frei, y su embajador en Gran Bretaña era un reconocido dirigente y académico socialista que había sido funcionario del gobierno de Salvador Allende. Se llama Mario Artaza (hoy tiene 84 años) y tras el golpe de Pinochet tuvo que exiliarse junto a su familia. Las vueltas de la vida lo llevaron a una situación que nunca hubiera imaginado.
Chile cuestionaba aquella detención fuera de su territorio. No porque defendiera a Pinochet ni creyera en su inocencia, sino porque defendía un principio, el de la soberanía jurisdiccional de los tribunales chilenos. Artaza, que había sufrido en carne propia la dictadura de Pinochet, se puso al hombro aquella defensa y desplegó un enorme esfuerzo diplomático para lograr el regreso de Pinochet a Chile. “No defendemos a una persona; defendemos un principio”, explicó en aquellos días.
La de Mario Artaza tal vez sea una pequeña historia. Pero expresa esa cultura de la institucionalidad que cree en algo superior. No importaban sus dolores personales, sus abismales diferencias con aquel viejo dictador; mucho menos sus rencores (si los hubiera tenido) ni su propia percepción de lo que era justo o merecido. Importaban los principios normativos, que estaban por encima de todo eso. Es la lección del estadista.
En las fotos que hemos visto de Boric junto a Kast, y después junto a Piñera, está el legado de Artaza. ¿A qué distancia ha quedado la Argentina de ese modelo de institucionalidad? Es una pregunta que nos debemos hacer, porque no se trata de fotos ni de gestos, sino de valores y de identidad. Tampoco se trata de abstracciones: de esos valores dependen las posibilidades de progreso. Sin respeto a las normas, sin diálogo democrático y sin institucionalidad, no hay forma de combatir la pobreza, controlar la inflación y abrir un camino de crecimiento.
El modelo de la política se derrama al resto de la sociedad. También es cierto que la política no nace de un repollo: proviene de la misma sociedad y es un espejo de ella. Si persistimos en esta cultura de la fragmentación y el sectarismo, en la que las reglas se acomodan al poder (y no el poder a las reglas), terminaremos cayendo en un peligroso y definitivo abismo autoritario. Una suerte de anomia generalizada colonizará nuestro tejido social: la prepotencia se impondrá frente a las normas y la facción frente al conjunto.
Chile muestra que no se trata de signos ideológicos, sino de una cultura superior: la cultura de la democracia, de la que participan tanto la izquierda como la derecha. ¿Creemos los argentinos en esa cultura o preferimos, en el fondo, el caudillismo autoritario? Tal vez seamos los propios ciudadanos los que debamos meditar una respuesta.
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