Máximo Kirchner, derrota y victoria cristinista
En cualquier monarquía cualquier cosa puede suceder, salvo que no haya heredero
Joaquín Morales Solá
Máximo Kirchner, junto a Sergio Massa y Eduardo de Pedro
Máximo Kirchner tenía 10 años cuando su padre ganó la intendencia de Río Gallegos. Desde entonces ha sido un hijo del poder, heredero de una familia de formas toscas de hacer política, convencida de que el poder se construye más por el temor que por el afecto. Discípulos inconscientes de Maquiavelo, su madre es célebre por provocar un clima ostensiblemente tenso en cualquier lugar, pequeño o grande, al que ella ingresa. A sus padres los sedujo la política desde muy jóvenes. A Máximo, no. El hijísimo prefirió administrar la fortuna familiar (enorme, por cierto) antes que meterse en una actividad que, según decía, lo había alejado de sus padres desde muy temprano. Solo después de la muerte de su padre, en 2010, se interesó por los avatares de las cuestiones públicas. La decisión de que él fuera político la tomó su madre. Como en cualquier monarquía, cualquier cosa puede suceder, salvo que no haya heredero. Cristina Kirchner decidió también que su hijo fuera diputado nacional. Primero por Santa Cruz, donde su lista perdió y él estuvo a punto de no ingresa a la Cámara de Diputados, y luego por la provincia de Buenos Aires, donde nació hace 44 años. También su madre mandó que él fuera el presidente del bloque peronista de diputados que hoy tiene 118 legisladores, la primera minoría en una vasta Cámara de 257 miembros. Como líder de esa bancada, el viernes pasado tumbó el presupuesto nacional imaginado con más errores que aciertos por el gobierno de Alberto Fernández. Lo condenó al irremediable fracaso después de un discurso en el que insultó a las principales figuras de la oposición que estaban en el recinto.
Podrá decirse que Máximo Kirchner es un político que sirve solo para liderar en la bonanza política, jamás en la adversidad. Y es cierto. Pero ayer tuvo un éxito inesperado cuando la propia oposición promovió tres días después de la victoria otra reunión especial de la Cámara, en la que resultó perdidosa. Después de haber dejado al Gobierno sin un presupuesto chapucero, los opositores no debieron correr el riesgo de una derrota. No debieron convocar a una reunión de la Cámara si no tenían los números del éxito asegurados. También es veraz que la oposición demostró que puede convocar a una reunión especial (antes era una facultad exclusiva del oficialismo) y que logró aprobar una reducción de la carga impositiva a los sectores medios con importantes modificaciones al mínimo no imponible y al impuesto a los bienes personales. Sin embargo, el Gobierno introdujo en ese proyecto dos agregados (un aumento y un nuevo impuesto) a lo que llama “las grandes fortunas”. Las “grandes fortunas” ya pagaron durante 2021 un impuesto especial, iniciativa que promovió Máximo Kirchner y su aliado Carlos Heller. Convencido de que él y sus padres participaron de las hazañas revolucionarias de Sierra Maestra, Máximo nunca entendió que esa carga impositiva solo conseguirá que muchos empresarios se radiquen en el exterior, como ya lo hicieron varios entre los más creativos. Es la Argentina la que se quedará sin innovación y sin inversión ante un Estado voraz e inepto. En una economía que está a tres meses de caer en default con el Fondo Monetario y con el Club de París, y que solo está reaccionando después de un año de coma inducido, Máximo Kirchner demostró otra vez que sabe tanto de economía como de física cuántica. “Cuando en un cementerio entran dos personas vivas, la vida aumentó un 200 por ciento. Ese es el crecimiento actual de la economía argentina”, explica un reconocido economista.
Esta vez, la izquierda lo acompañó al vástago de dos presidentes. Así de cambiante será en adelante la Cámara de Diputados. La izquierda acompañó a la oposición para rechazar el presupuesto; la izquierda acompañó ayer al oficialismo para aplicar un nuevo impuesto a los que deben hacer crecer la economía. La oposición de Juntos por el Cambio deberá elegir sus líderes parlamentarios de acuerdo al oficio y la experiencia que tengan y más allá de los internismos; un solo error se pagará muy caro. ¿Lo que sucedió ayer reconstruye la figura de Máximo Kirchner? Difícilmente. El cristinismo sabe que siempre tendrá a la izquierda para castigar a los ricos. Fue, más bien, un triunfo de la izquierda que de la coalición gobernante.
Diputados del oficialismo que no militan en el cristinismo sostienen que Máximo Kirchner no está en condiciones de manejar un bloque que necesitará construir una mayoría de forma casi permanente. La construcción de mayorías para aprobar iniciativas del Gobierno está siempre en manos del jefe del bloque oficialista, del presidente de la Cámara de Diputados y del ministro del Interior. Ni Máximo ni Sergio Massa ni Eduardo “Wado” de Pedro parecen estar en condiciones para esa tarea. “Wado parecía un hombre de consensos y amable en las formas, pero se convirtió en un Máximo multiplicado por dos”, cuenta un diputado opositor.
Sergio Massa es el que más se acerca a los opositores, pero detrás de él está Alberto Fernández y detrás del Presidente están los dos Kirchner, madre e hijo. La política vuelve al principio. “Nos tendremos que acostumbrar a muchas derrotas en los próximos dos años, salvo que decidamos tomar el Palacio de Invierno”, concluye un oficialista. Su razonamiento es claro: el oficialismo de Máximo Kirchner solo tiene el apoyo de la izquierda trotskista, que es lo que sucedió ayer. Ese apoyo es automático, ni siquiera necesita trabajarlo, cuando se trata de llevar a los ricos al cadalso. La pregunta que nunca se hace es si eso es lo que necesita el país en este momento. Felipe González suele decir que la única manera de medir si un gobierno fue malo o bueno se reduce a preguntar si dejó un país más rico o más pobre. Por ahora, la tercera experiencia del kirchnerismo está dejando un país más pobre, en todos los sentidos y en todos los sectores.
Martín Lousteau acaba de señalar que “Máximo Kirchner no terminar de entender que las cosas cambiaron”. Tiene razón. Pero la comprensión de la nueva situación política es también una responsabilidad de la oposición. Es cierto que debe enfrentarse a un Gobierno extraño, que pide que la oposición se haga cargo de la crisis, porque fue ella, asegura, la que la creó en alusión al gobierno de Macri. Eso no sucedió nunca en ningún país. De la situación del país, buena o mala, se hace cargo el Gobierno. Es imposible pedir un acuerdo sobre el futuro si no hay antes un acuerdo mínimo sobre el pasado. ¿Macri contrajo más deuda de la que debió contraer? Sí, sin duda. ¿Lo hizo porque le gustaba o para beneficiar a sus amigos ricos? Esa es ya una perversión de la lógica y un prejuicio social y político. ¿Macri heredó de Cristina Kirchner un país con un déficit inmanejable y con una deuda enorme? Sí, sin duda, pero tampoco ella se propuso dejar las cuentas fiscales en las peores condiciones. El primer acuerdo debería consistir en establecer que todos son culpables, de alguna manera, en el fracaso del país. Sin ese acuerdo, es difícil, si no ilusorio, imaginar un acuerdo sobre el futuro. En este caso, además, influye el talante de Alberto Fernández. El Presidente siente un rechazo casi genético por Macri y el macrismo, desde que este lo redujo al peronismo de la Capital, donde influía Alberto Fernández, a la insignificancia o a la nada. La mejor prueba de esa persecución contra el expresidente la dio la Cámara Federal cuando este martes dictaminó que no hubo una asociación ilícita durante el gobierno de Macri para perseguir a políticos y periodistas. El 90 por ciento de las causas que el kirchnerismo le abrió en la Justicia a Macri se originaron en denuncias de los servicios de inteligencia, ahora al servicio del kirchnerismo. Es hora de que la política se aleje de las cloacas de la política.
Macri casi no participa de las tumultuosas decisiones de Juntos por el Cambio, porque a él lo ocupa sobre todo, asegura, la unidad de la coalición opositora. Todos los dirigentes cambiemitas están convencidos de que la alianza llegará intacta a las presidenciales de 2023. La experiencia traumática de 2011 no se puede repetir, insisten. En ese año, Cristina Kirchner ganó la reelección con el 54 por ciento de los votos. Un porcentaje parecido (el 52 por ciento) sacó Raúl Alfonsín en 1983, pero a este lo seguía Italo Lúder con casi el 40 por ciento de los votos. El problema de 2011 es que quien salió segundo, Hermes Binner, sacó poco más del 16 por ciento de los votos. Casi 40 puntos de diferencia con una oposición dramáticamente atomizada. Entonces, Cristina lanzó el “vamos por todo”, se radicalizó a extremos que no se habían visto hasta entonces, puso en riesgo la libertad de prensa y vulneró la división de poderes. Cristina es así cuando gana, pero es así también cuando pierde.
Los cuatro gobernadores de Juntos por el Cambio (Gerardo Morales, de Jujuy; Horacio Rodríguez Larreta, de la Capital; Rodolfo Suárez, de Corrientes, y Gustavo Valdés, de Corrientes) acordaron almorzar juntos para instalar una posición común de sus diputados con el resto del bloque. “No podemos enterarnos por Massa que ustedes están arreglando con el Gobierno”, le dijo un diputado radical a uno de esos gobernadores. Massa no sirve para ganar, pero es astuto para dividir. A su vez, Elisa Carrió estuvo en contra del rechazo opositor del presupuesto, porque sostiene que hay principios que deben respetarse y que no deben importar los “discursos groseros”. Para ella, el presupuesto debió volver a comisión para seguir siendo negociado con el Gobierno, no para beneficiar a este, sino para evitarle sufrimientos mayores a la sociedad argentina. “Es una cuestión de principios, más que de responsabilidad”, asegura. Pero el jefe del interbloque de Juntos por el Cambio, Mario Negri, le propuso dos veces al oficialismo que el proyecto de presupuesto regresara a la comisión respectiva para evitar el rechazo. Las dos veces le dijeron que no, antes de que Máximo Kirchner dinamitara cualquier posibilidad de acercamiento. El hijísimo está acostumbrado a darse todos los gustos en vida, que es la única costumbre que la política no admite.
Martín Lousteau acaba de señalar que “Máximo Kirchner no terminar de entender que las cosas cambiaron”. Tiene razón. Pero la comprensión de la nueva situación política es también una responsabilidad de la oposición. Es cierto que debe enfrentarse a un Gobierno extraño, que pide que la oposición se haga cargo de la crisis, porque fue ella, asegura, la que la creó en alusión al gobierno de Macri. Eso no sucedió nunca en ningún país. De la situación del país, buena o mala, se hace cargo el Gobierno. Es imposible pedir un acuerdo sobre el futuro si no hay antes un acuerdo mínimo sobre el pasado. ¿Macri contrajo más deuda de la que debió contraer? Sí, sin duda. ¿Lo hizo porque le gustaba o para beneficiar a sus amigos ricos? Esa es ya una perversión de la lógica y un prejuicio social y político. ¿Macri heredó de Cristina Kirchner un país con un déficit inmanejable y con una deuda enorme? Sí, sin duda, pero tampoco ella se propuso dejar las cuentas fiscales en las peores condiciones. El primer acuerdo debería consistir en establecer que todos son culpables, de alguna manera, en el fracaso del país. Sin ese acuerdo, es difícil, si no ilusorio, imaginar un acuerdo sobre el futuro. En este caso, además, influye el talante de Alberto Fernández. El Presidente siente un rechazo casi genético por Macri y el macrismo, desde que este lo redujo al peronismo de la Capital, donde influía Alberto Fernández, a la insignificancia o a la nada. La mejor prueba de esa persecución contra el expresidente la dio la Cámara Federal cuando este martes dictaminó que no hubo una asociación ilícita durante el gobierno de Macri para perseguir a políticos y periodistas. El 90 por ciento de las causas que el kirchnerismo le abrió en la Justicia a Macri se originaron en denuncias de los servicios de inteligencia, ahora al servicio del kirchnerismo. Es hora de que la política se aleje de las cloacas de la política.
Macri casi no participa de las tumultuosas decisiones de Juntos por el Cambio, porque a él lo ocupa sobre todo, asegura, la unidad de la coalición opositora. Todos los dirigentes cambiemitas están convencidos de que la alianza llegará intacta a las presidenciales de 2023. La experiencia traumática de 2011 no se puede repetir, insisten. En ese año, Cristina Kirchner ganó la reelección con el 54 por ciento de los votos. Un porcentaje parecido (el 52 por ciento) sacó Raúl Alfonsín en 1983, pero a este lo seguía Italo Lúder con casi el 40 por ciento de los votos. El problema de 2011 es que quien salió segundo, Hermes Binner, sacó poco más del 16 por ciento de los votos. Casi 40 puntos de diferencia con una oposición dramáticamente atomizada. Entonces, Cristina lanzó el “vamos por todo”, se radicalizó a extremos que no se habían visto hasta entonces, puso en riesgo la libertad de prensa y vulneró la división de poderes. Cristina es así cuando gana, pero es así también cuando pierde.
Los cuatro gobernadores de Juntos por el Cambio (Gerardo Morales, de Jujuy; Horacio Rodríguez Larreta, de la Capital; Rodolfo Suárez, de Corrientes, y Gustavo Valdés, de Corrientes) acordaron almorzar juntos para instalar una posición común de sus diputados con el resto del bloque. “No podemos enterarnos por Massa que ustedes están arreglando con el Gobierno”, le dijo un diputado radical a uno de esos gobernadores. Massa no sirve para ganar, pero es astuto para dividir. A su vez, Elisa Carrió estuvo en contra del rechazo opositor del presupuesto, porque sostiene que hay principios que deben respetarse y que no deben importar los “discursos groseros”. Para ella, el presupuesto debió volver a comisión para seguir siendo negociado con el Gobierno, no para beneficiar a este, sino para evitarle sufrimientos mayores a la sociedad argentina. “Es una cuestión de principios, más que de responsabilidad”, asegura. Pero el jefe del interbloque de Juntos por el Cambio, Mario Negri, le propuso dos veces al oficialismo que el proyecto de presupuesto regresara a la comisión respectiva para evitar el rechazo. Las dos veces le dijeron que no, antes de que Máximo Kirchner dinamitara cualquier posibilidad de acercamiento. El hijísimo está acostumbrado a darse todos los gustos en vida, que es la única costumbre que la política no admite.
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