miércoles, 28 de septiembre de 2016

NUESTRA MARCA A PRIORI...SIN EMBARGO NUESTRO NOMBRESE CONVIERTE EN NOSOTROS



Se lo deshoje como se lo deshoje, el nombre que le toca en suerte a una persona, con su carga arbitraria, tiene mucho de misterioso. La enorme cantidad de nuevas designaciones que brotan por aquí y por allá no oculta el fenómeno de que los que caen en el olvido o en desuso vuelven a circular, en una suerte de rueda estacional. En mi infancia, me maravillaba el de alguien muy cercano: Catalina, y me entristecía la certeza de que quizás ella fuera la última encarnación de esas cuatro sílabas. No había Catalinas en las generaciones subsiguientes, y menos que menos en la propia. El tiempo, afortunadamente, desmintió esa presunción. Las Catalinas no son hoy insólitas y, como ocurre con una de mis sobrinas, lo llevan con envidiable distinción.


Y, sin ningún trauma, puede agregarse. Podía ocurrir que en esa lotería a alguien le tocara uno nombre común en el período equivocado, cuando de tan obvios sonaban anacrónicos. Del mismo modo que hoy resulta difícil cruzarse con un chico que se llame Raúl o una niña que se llame Susana, hace no tanto era excepcional toparse con un simple Pedro.



Una tarde, holgazaneando en el campo de deportes del colegio, apareció un gigantón al que no conocía preguntando por mí. Me preparé para alguna clase de pelea. Sólo recibí un inesperado abrazo de oso. Era un alumno del otro turno que quería conocer por primera vez a un tocayo. Era mutuo. Supongo que también él sentirá hoy una modesta reivindicación al ver que el patronímico, entonces tan poco atractivo en las gregarias relaciones de la adolescencia, perdió su condición solitaria, algo vetusta.



Al menos en la ciudad de Buenos Aires, desde hace un tiempo los padres pueden ponerles a sus hijos el nombre que les venga en gana, siempre y cuando, naturalmente, no resulte ofensivo. ¿Habrá llegado la hora de que ser el único que lleve tal o cual nombre no represente ningún conflicto? Una amiga uruguaya me asegura que no sería leyenda que en su país -famoso por la amplitud nominal que habilita su tradición laica- hubo, allá por los años 50 del siglo pasado, algún Maracanazo. Sí le consta, en todo caso, la existencia efectiva de un tal Ganó Peñarol. ¿Habrá en el futuro alguna pobre criatura que se llame, por ejemplo, Boca Juniors López y, para contradecir el propósito parental, termine siendo de River ? ¿O alguna Miley Cyrus que abjure del pop?



Los nombres novedosos -que ya podían ser aceptados tras un engorroso trámite- pueden ser también un hallazgo. A los muchos de raíz mapuche o de otras lenguas de pueblos originarios, a la introducción de aquellos de idiomas extranjeros que circulan desde hace tiempo, pueden sumarse otros.

La primera Aldana argentina, acaso del mundo, me es muy cercana. Se supone que así se llamaba una improbable princesa vasca (mis pesquisas sólo me permitieron llegar a los apellidos de dos poetas: uno del siglo de oro, el otro rosarino). El nombre superó los trámites pertinentes y su aceptación pública fue veloz. Cuando un famoso escritor de telenovelas felicitó a la madre, que trabajaba en la televisión, por la recienvenida, le titilaron los ojitos. Prometió no hacerlo, pero Aldana se llamó la heroína de su siguiente tira. No es difícil imaginar hoy, en las próximas generaciones, Onures y Sherezades.




La libertad creativa, sin embargo, puede tener consecuencias de dudoso gusto. Hace unos años, una profesora universitaria a la que conozco fue consultada por un nombre inexistente. Alguien le quería poner a su hijo Rocamadour. Suena a héroe de folletín francés del siglo diecinueve, pero la idea provenía, según la solicitud, de Rayuela, de Cortázar. Rocamadour era el apelativo, no el nombre, del bebe de La Maga, que muere por desidia y tiene en la novela un tristísimo velorio. No parece la mejor de las elecciones, ni siquiera es seguro que pueda considerárselo ofensivo, ¿pero como carta de presentación al mundo?



A su manera, algo tan simple como entregarle a alguien la inocente palabrita que lo acompañará el resto de la vida, reedita la vieja disputa medieval entre nominalistas y realistas sobre si los nombres son puro lenguaje (flatus vocis) o tienen alguna implicancia universal. Quizá la mejor manera de resolver esa controversia sea dejar librado todo al azar de un lapsus calami, a que en un momento de distracción el empleado del registro anote mal. Los padres de un famoso boxeador uruguayo querían ponerle al hijo Diego Omar. Quedó Dogomar. Es innegablemente feo, pero ¿no resulta imbatible en originalidad?

P. B. R.

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