lunes, 19 de septiembre de 2016

ROSA MONTERO Y EL PURO BIEN


La magia del bien
La maldad individual nos ensucia a todos, pero no hay que olvidar que la humanidad sigue viva y en pie por la solidaridad de la especie.


ESTOY PASANDO unos días de vacaciones fuera de España. Desde la ventana de mi apartamento veo la piscina de la comunidad. Todos los días, una mujer gordita de unos 65 años baja a bañarse con su hijo. El chico ya debe de haber cumplido los 40 y obviamente tiene alguna discapacidad psíquica. Lo primero que hace la mujer es ayudarle a ponerse el flotador, maniobra no exenta de dificultades porque al hijo parece costarle entender que debe levantar ambos brazos por encima de la cabeza para poder meter la rueda de goma. Al fin los alza, con una inocencia de movimientos que resulta chocante para su edad y muy conmovedora. Ya abrazado a su flotador, indefenso y niño, la madre lo mete en la piscina y se pasa por lo menos una hora dentro, dando vueltas por la pileta, llevándolo de aquí para allá, salpicándole juguetonamente con paciencia infinita. Me imagino que cuando salen del agua están los dos arrugaditos como pasas. Y felices. Un par de veces me he encontrado a esa mujer a la entrada de la urbanización, sacando a su hijo a pasear. Siempre sola (¿qué habrá sido del padre, se murió, se borró?), siempre con una sonrisa en los labios, como si la vida fuera maravillosa.

Leo en el último y aterrador informe de Amnistía Internacional que 300 presos mueren por torturas al mes en las cárceles sirias. Les infligen espeluznantes tormentos porque sí, ni siquiera para extraerles información, sólo con sádica crueldad. Pero, claro, como ahora estamos sobrecogidos por el miedo a los integristas, ya no nos acordamos de la dictadura siria. Todo ese dolor y ese horror con el que convivimos (está sucediendo ahora, en este mismo momento) nos mancha el corazón, nos ensucia el karma, nos condena como humanidad a un destino nefasto. Creo o más bien siento que la especie se toca, que somos como un cardumen de peces de movimientos sincronizados y nerviosos, que existe una interacción profunda entre los individuos. Es una intuición poética, digamos, que algunos científicos como Jung o el biólogo Sheldrake han intentado desarrollar en diversos niveles, pero que de alguna manera está en nuestra conciencia desde siempre. Recordemos la leyenda de Sodoma y Gomorra de la Biblia: Dios estaba dispuesto a salvar las ciudades si Abraham encontraba a 10 justos. Esto es, el contrapeso de la bondad de una decena de humanos hubiera servido para salvarlos a todos. Como ese Dios primitivo, yo presiento que la maldad individual nos ensucia a todos, pero también que la bondad personal puede rescatarnos.
Y hay tanta bondad, en realidad. La humanidad sigue viva y en pie por la solidaridad de la especie. Estoy convencida de que, dentro de las estrategias evolucionistas de supervivencia, hay muchas más basadas en la empatía y la colaboración que en la depredación. Kant se admiraba de que el ser humano no se dejara llevar siempre por la ley del más fuerte. Le extrañaba, por ejemplo, que un soldado no matara a toda anciana desvalida que encontrara para robarle el dinero. De esa constatación de que el mal no triunfa siempre, ni mucho menos, terminó sacando su idea del imperativo moral. Y es cierto, actuamos bien casi siempre. Ayudamos a los demás, cuidamos, protegemos. Todo ello fomenta la perdurabilidad de la especie. El hecho mismo de que nos horrorice tanto el mal y de que sucesos como las torturas de las cáceles sirias nos espanten indica que estamos fundamentalmente dirigidos hacia el bien. Si fuéramos intrínsecamente malvados, esas noticias nos dejarían indiferentes.

En España hay unos cuatro millones de personas que invierten unas cinco horas semanales en labores de voluntariado. Pero eso no es más que la punta del iceberg. Mi asistenta Julia, de 64 años, dedica sus domingos a tomar varios autobuses y, tras dos horas de viaje, visitar a una anciana para la que antaño trabajó y que ahora está internada en una residencia en Guadalajara. Sé que la generosidad de Julia también me alcanza de rebote a mí. Al igual que la de esa madre que baña cada día a su hijo: su amor tan puro compensa muchos horrores. Cuando llegan a la piscina, se ilumina el mundo. Es la magia poderosa del bien, que nos protege.

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