domingo, 18 de septiembre de 2016

HABÍA UNA VEZ....


Caminábamos bajo una arboleda frondosa en el mediodía agobiante, con el paso manso y despreocupado de quienes se disponen a disfrutar de una buena conversación. Quise saber de pronto cuál era su situación sentimental. Estaba solo, pero acaso para vengarse de ese desamparo se detuvo y me miró con una sonrisa que no terminaba de disimular cierta jactancia. La atribuí sin remordimientos a su juventud.
-Yo viví un romance con la mujer más hermosa de la Tierra -dijo con énfasis apenas contenido. Sabía que ese comentario inauguraba un misterio. Ningún hombre sería capaz de resistirse a la tentación de averiguar quién era ella o en qué rasgos extraordinarios residía su hermosura.
-Quizá pueda resultar extraño -añadió-, pero ella sufría mucho a causa de su belleza. Siempre esperaba que los hombres la amaran no por sus atributos físicos, sino por su inteligencia y su sensibilidad.



Cuando nos separamos prometió enviarme una imagen de esa mujer a la que había amado tanto y cuyo recuerdo aún le quemaba el corazón. Esa noche demoré en dormirme aguardando a que me llegase la fotografía. Hice un intento de soñarla, procurando que tuviese rasgos deslumbrantes, pero cada tentativa traía a mi mente los atributos de mujeres bendecidas con la belleza de una extraña imperfección: narices prominentes, caderas abundantes, espaldas amplísimas, gruesas piernas...
Recordé de pronto la historia que cuenta Ettore Scola en Pasión de amor: el encuentro de Giorgio, un capitán del ejército italiano, con Fosca, la mujer más fea y enfermiza de un pequeño pueblo en el Piamonte de fines del siglo XIX. Me fui adormilando mientras me reía.
Días más tarde de aquella conversación, recibí la fotografía que mi compañero me había prometido. Era una muchacha mexicana de buenas proporciones y rostro muy amable, deseable e insinuante, pero observándola con detenimiento me sentí conmovido pensando en cómo el amor, a veces acicateado por el deseo, puede cegarnos a hombres y mujeres. La belleza reside siempre en la mirada de quien observa al ser amado.
Por la noche rememoré un cuento zen de autor anónimo con el que había dado en mi primera juventud. No termino aún de comprender del todo los lazos que unen ambas historias. Quizá la fábula refiere al modo en que el amor o el deseo nos encadenan para siempre a la mujer que nos conmueve. Cuenta la historia de dos monjes tibetanos que van atravesando un bosque de regreso a su monasterio. En cierto momento de la marcha, el curso de un río les cierra el paso. En cuanto se detienen, los dos monjes -muy viejo y de andar despacioso el primero, jovencísimo y más presuroso el otro- escuchan el débil sollozo de una muchacha. La doncella les dice entonces que su madre está muriéndose en el pueblo que está al otro lado del río. Cuando intentó atravesar el furioso torrente para llegar a despedirse de ella -añade-, las aguas estuvieron a punto de arrastrarla, y se detuvo.
-Quizá puedan ustedes ayudarme -arriesga con un hilo de voz.
-Ojalá pudiéramos hacerlo -responde el joven monje, muy afligido-. Pero el único modo posible sería cargarte sobre nuestros hombros a través del río y nuestros votos de castidad nos prohíben todo contacto con el sexo opuesto. Lo lamento, créeme.


El viejo maestro utiliza la breve pausa que sigue para reflexionar. Se inclina, de pronto, apoyando una rodilla en el suelo áspero.
-Ven aquí conmigo -le ofrece, mientras extiende sus brazos. Juntos cruzan el río turbulento, seguidos por el más joven de los religiosos. Cuando el anciano la estrecha en sus brazos se produce un roce inevitable de los cuerpos. Al cabo de la travesía, cuando ambos ya se han alejado de la costa, visiblemente inquieto, el más joven le dice al otro:
-Tendré que decírselo al maestro. Lo que has hecho está prohibido. Llevaste a esa hermosa mujer en tus brazos -le reprocha.
El anciano sonríe con ligera malicia antes de responderle:
-Es cierto, yo la llevé -empieza diciendo-. Pero la dejé en la orilla del río, muchas leguas atrás. Sin embargo, parece que tú todavía estás cargando con ella...V. H. G.

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