viernes, 23 de septiembre de 2016

HABÍA UNA VEZ...



Recuerdo el amplio campo con su frondosa arboleda a lo lejos, el olor del césped humedecido por el rocío las tardes de invierno, las asperezas en pies y manos tras el duro entrenamiento. Recuerdo el furioso movimiento de brazos cuando corría, el mareo que producía en mí un vértigo delicioso cada vez que me elevaba al cielo, la arena mojada que nos empapaba cuando caícamos en el cajón de salto. Recuerdo, también, las figuras cimbreantes de mis compañeras de clase, que se hacían más gráciles -o eso me parecía- con sus hombros desnudos y sus piernas ligeramente insinuantes que espiábamos con torpeza mientras el sol nos daba en la cara. Una de estas noches, cuando vi algunas imágenes de la cita olímpica pasada, me asaltó otra vez esa ese recuerdo de mis años de estudiante en mi escuela bilingüe dedicados al atletismo.



En esas tardes -siempre los jueves- yo alcanzaba estados de plenitud que no conseguía disfrutar en otros órdenes de la vida. Era un muchachito dado a la introspección, inhibido, con dificultades para hacer contacto con los demás. Pertenecía a esa clase de chicos a los que suele calificarse como "raros", sea por sus ideas poco frecuentes en los de su edad o por cierto gesto distante que a veces puede confundirse con la hostilidad. En los años del despertar sexual (la niñez tardía o la primera adolescencia), el vínculo con las muchachas era cercano a la catástrofe y mi desempeño escolar tendía, pese a ser poseedor de una inteligencia por encima de la media, según se empeñaban en señalarlo con cierta amargura mis maestras, era más bien modesto. Con esa economía de recursos, sin embargo, apenas pisaba el césped del campo de deportes me transformaba. De súbito sentía dentro de mí una fortaleza no ya física, sino el impulso de una inesperada autoestima. Era un sentimiento parecido al de la libertad. Me lucía en casi todas las disciplinas del atletismo, del lanzamiento de la bala al de la jabalina y del salto en largo o en alto a las carreras de fondo. Las pruebas más cortas, sin embargo, eran mi especialidad: 100 metros, 200 metros y aun 400 metros. No siempre ganaba, pero estaba entre los mejores.



En estos días me quise reunir con uno de aquellos compañeros con los que compartíamos esos entrenamientos agobiantes. Pensábamos tomar un café breve, pero conversamos durante cuatro horas. Tan sólo sentarnos a la mesa en un bar, me detuve en el celeste inolvidable de sus ojos, que a veces se tornaba levemente verdoso por algún reflejo de la luz: en el fondo de esa mirada estaba la infancia. 

Gustavo tocaba el piano, y no era raro que yo fuese a estudiar a su casa. En esos años cultivamos algo parecido a la amistad. Cuarenta años después, conmovidos los dos por el reencuentro, evocamos aquellas tardes memorables y, sobre todo, a quien fue nuestro profesor, o acaso más que eso: Mr. Raymond Topping. Apuesto, jovencísimo, de carácter fuerte y enorme personalidad, Ray nos inculcó el amor por el deporte y nos legó la idea del esfuerzo. 
Descendía de su Escarabajo azul (un Volkswagen que le añadía una nota de bohemia a su encanto natural), y a poco de ingresar en el campo de entrenamiento tomaba su cronómetro y una serie de planillas en las que anotaba minuciosamente el récord de cada alumno. Podía ser temible hasta la extravagancia, al punto de amonestar a quienes a su juicio no se sacrificaban lo suficiente haciéndoles comer un puñado de pasto. Pero si, en cambio, otro estudiante ponía denuedo en la tarea, aun cuando no estuviese entre los físicamente más favorecidos, lo alentaba con una vehemencia inusitada. Cierta mañana nos despertamos todos estremecidos: Ray se había suicidado pegándose un tiro. Todavía hoy siento un pinchazo en el corazón cuando vuelvo a ese momento.

A fin de año todos nos reuníamos en una justa deportiva. Yo era capitán de la casa roja. Durante toda una jornada competíamos hasta que los cuerpos quedaban felizmente exhaustos. El cierre de esa fiesta memorable era una carrera muy corta de padres, 60 metros electrizantes que los chicos observábamos con la respiración entrecortada y la boca abierta de asombro. 

Yo seguía esa competencia con un dolor en el pecho: mi padre (de nuevo mi padre) jamás corría con los de mis compañeros por razones que aún ignoro. Hubiera dado una parte de mi infancia por haberlo visto entre ellos, aun con sus limitaciones físicas, llegando el último del pelotón.
 Algunas noches, cuando regreso entre sueños a ese instante, puedo verlo a Ray corriendo a su lado y alentándolo. Y cuando llega a la meta, yo lo abrazo. Tan solo lo abrazo.
V. H. G

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