jueves, 22 de noviembre de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ, ,



Cambió el viento y todos estamos en peligro
“Tenemos un gobierno de izquierda estúpido y demagogo, y una sociedad apática, cobarde, incapaz de reaccionar -se queja el comandante Verdier-. Solo la fortaleza de las ideas nuevas podrá regenerar Europa. Las democracias están podridas. Disciplina y mano dura, cauterizando las partes enfermas: esa es la receta”.
Parece una diatriba de la semana pasada, pero Verdier la pronuncia en 1937: el comandante pertenece a La Cagoule, una organización clandestina de extrema derecha, y Pérez-Reverte la incluye en su novela Sabotaje para recrear los conceptos ideológicos que imperaban en aquellos tiempos cuando la democracia representativa era despreciada y los nacionalismos virulentos surgían en “auxilio de los pueblos”.
Aquella rebelión, como sabemos, no terminó nada bien, puesto que los antídotos resultaron muchísimo más tóxicos que los venenos, y porque una cosa llevó a la otra, y porque a las grietas armadas las carga el diablo.
A pesar de las diferencias, pocos momentos históricos tienen tantas resonancias actuales: las élites y las comunidades, entonces como ahora, responsabilizan al sistema republicano por un declive que era y es esencialmente económico.
Hoy la Unión Europea está sumida en un profundo malestar, no por culpa de la democracia, como se pregona, sino porque es víctima silenciosa de una gigantesca migración de recursos comerciales y tecnológicos hacia las naciones asiáticas.
Los efectos de la globalización en las naciones poderosas son también la principal causa del surgimiento de Trump, cuyo ideólogo Steve Bannon reivindica el “populismo de derecha”, el nacionalismo económico y los movimientos “soberanistas”.
Está feliz, por supuesto, con Jair Bolsonaro, que sin tres años de recesión profunda no hubiera obtenido un triunfo tan arrasador.
Esta moda inquietante hizo escribir al articulista español Antonio Caño: “A cualquier lado al que miremos, casi sin excepción, vemos un similar escenario de odio, enfrentamiento, extremismo, polarización, brutal lucha partidista.
Los radicales se imponen sobre los moderados, el centro pierde espacio, el pacto y la negociación dejan de ser una opción apreciada por la sociedad, que premia a los que prometen destruir al adversario político sin miramientos”.
De manera arrogante e insistente, intelectuales del progresismo internacional nos advertían hasta hace cinco minutos que la globalización era la nueva forma del imperialismo y que había sido astutamente montada con el objetivo de sojuzgar una vez más a los países subdesarrollados.
Resulta que sucedió exactamente lo opuesto -las grandes perjudicadas fueron las potencias del hemisferio norte-, y nadie pidió perdón por semejante yerro.
Todo lo contrario, los mismos cachivaches de la politología pasan a profetizar ahora, en libros y columnas y con renovada infalibilidad, la defunción democrática.
Como en 1937. Estos sepultureros prematuros, que les hacen el juego a los autócratas, son incapaces de reconocer incluso que su apreciada corrección política es precisamente una de las mayores culpables de estas convulsiones en cadena.
Además de castigar la mishiadura, los brasileños votaron contra una izquierda corrupta que negaba un tema decisivo: la inseguridad.
Es cierto que las democracias modernas, siempre con la mejor de las intenciones, han impulsado una serie de acciones políticamente correctas, pero este proceso virtuoso a favor de las minorías étnicas y sociales, el lenguaje voluntarista y la agenda de género conllevan problemas colaterales y mordazas psicológicas y colectivas que bloquean la discusión abierta de algunas problemáticas. Cuando por miedo, prejuicio o militancia esos asuntos espinosos no pueden ser expresados de viva voz, acaban luego explotando como un volcán y algún demagogo los aprovecha para reindustrializarlos desde su tribuna.
Si combatir el fascismo de gatillo con que los delincuentes azotan principalmente a las clases más desprotegidas resulta para las “almas bellas” una intragable “temática de derecha”, y esos espíritus sensibles son por paradoja indiferentes a, por ejemplo, 65.000 asesinatos por año en las calles de Brasil, no puede asombrar que una rústica arenga militarista obtenga de pronto una fuerte aceptación popular. Esa indiferencia progre es profundamente reaccionaria, puesto que desatiende a los más humildes y entrega la política de seguridad a los más retrógrados.
El fenómeno conceptual resiste una analogía. Es como si dentro de un grupo familiar, el padre fuera un administrador negligente, y cada dos por tres no llegaran a fin de mes, se convirtieran en morosos crónicos con el banco y la escuela, pasaran sobresaltos y, sin embargo, nadie pudiera mencionar el hecho en la mesa.
Porque además allí gobierna la madre castradora, que no permite hablar de finanzas, pero tampoco de sexualidad, bullying ni drogas en esa casa tan “armoniosa”.
En algún momento, previsiblemente, este clan disfuncional se desfonda, explotan todo tipo de calamidades, y los intelectuales sacan la peregrina conclusión de que la familia como organización universal ha fracasado.
Cuando lo que ha fracasado es esa familia específica e inepta. Con la democracia sucede algo similar: no solo le achacan a ella las imperfecciones del capitalismo, últimamente también la responsabilizan por los accidentes del azar, y las crueldades y perversiones de la naturaleza humana.
Sus críticos, ciegos de bonanza y de libertad, ya no le dan importancia al centro (donde se tejen los acuerdos y la convivencia); incluso se permiten el lujo de hostigar a la democracia con frívola ferocidad.
Hasta que, por supuesto, la pierdan, como ocurrió en los años que describe Pérez-Reverte. Comprobarán entonces, una vez más, cómo sin esos acuerdos mediocres y ya invisibles, el planeta se transforma en una guerra verbal que irá
in crescendo, y que terminará fatalmente en una orgía de rencor y de sangre derramada.
Las secuelas argentinas de este fenómeno global son curiosas. Aquí durante nuestra larga decadencia solo practicamos el canibalismo antisistema, y recién ahora buscamos un republicanismo normal.
El historiador económico Pablo Gerchunoff escribió esta semana: “Las novedades políticas del mundo están colocando a Macri como un líder moderado de centroizquierda”.
Pero tanto a Pichetto como a Massa, Bolsonaro les muestra una posible salida del laberinto; tal vez ese peronismo no logre atacar a Cambiemos por izquierda, donde está bien posicionada Cristina, pero pueda herirlo por derecha.
Y hacerlo de un modo fulminante, dado que hoy las redes sociales permiten “fabricar” en tres meses un candidato ganador.
El oficialismo parece mover a Patricia Bullrich para bloquear ese andarivel, no sin los riesgos de perder la línea. Sería mejor que concentrara todos sus esfuerzos en sanear a tiempo la economía, que socava día a día sus chances.
Es increíble, no obstante, que una administración dedicada durante tres años a pagar la hipoteca y a darle malas noticias a la clase media siga siendo la favorita para las elecciones fundamentales del año próximo.
Solo si, a pesar de tantos disgustos, lograra el milagro de no ser derrotada, podríamos admitir que existe un verdadero cambio cultural en la sociedad argentina.
Un cambio a contramano del mundo: el país del populismo eterno lo abandona justo cuando los demás deciden adoptarlo.
Justo cuando vastos dirigentes y pensadores vuelven a pensar como el siniestro comandante Verdier. Que la democracia está podrida y que la receta es la mano dura.

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