viernes, 30 de noviembre de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,


Un vecino cualquiera de una pequeña ciudad argentina, un navegador rutinario de internet, digamos un usuario normal de Facebook y de Google ya no tendrá ningún secreto que guardar. Ni siquiera podrá esconderse de sí mismo.
Programas informáticos detectarán sus emociones sobre la base del movimiento de sus ojos y músculos faciales; sabrán qué escenas de YouTube o de Netflix lo hicieron reír, entristecerse o aburrirse como una ostra.

Conectarán el algoritmo a sensores biométricos, y conocerán de qué modo cada fotograma ha influido en su ritmo cardíaco, su tensión sanguínea y su actividad cerebral.
Los prodigios de la inteligencia artificial lograrán desentrañar sus consumos diversos y sus actitudes secretas y vitales: sabrán qué demanda el vecino, pero sobre todo qué quiere en verdad; cuáles son sus sentimientos y sus odios, sus ideologías latentes, sus lujurias y sus fascinaciones más recónditas.
Detectarán, por ejemplo, que su centro de recompensa no puede resistirse a una zapatilla de diseño, y específicamente a una que tenga las formas y las texturas que calzan en su deseo profundo e inexplicable, y entonces le enviarán un catálogo específico armado por una tienda de la Quinta Avenida.
Y el vecino, acorralado por una tentación preparada exclusivamente para él, ingresará la tarjeta de crédito y comprará el artículo.
A cambio le mandarán únicamente un código de barras, y el vecino acudirá a un centro de impresoras 3D, a la vuelta de la esquina, y le fabricarán el par en unos minutos, mientras almuerza y lee su tablet.
Con el avance de esta tecnología, es posible que la impresora se instale incluso dentro de su propia casa, si es que el vecino tiene un empleo próspero en ese futuro incierto.
Porque la automatización destrozará la producción en serie, y los empleados de las fábricas de las principales mercancías perderán sus puestos; también los millones de personas que se emplean en servicios telefónicos de atención al cliente: robots sofisticados gestionarán las quejas.
Muchos de quienes producían los bienes, los trasladaban, los distribuían y los vendían in situ tendrán que dedicarse a otros menesteres, y nadie sabe muy bien todavía cuáles habrá a disposición en un mundo completamente nuevo. El trabajo manual cederá su lugar al intelectual y creativo, y aunque esta visión parece un cuento de Bradbury ya forma parte de los debates más serios en las naciones desarrolladas.
La alucinante descripción y sus secuelas sociales pueden leerse en “21 lecciones para el siglo XXI”, el inquietante ensayo del historiador israelí Yuval Noah Harari. Que hace unas semanas conversó con Mauricio Macri.
Combinar ese planeta inminente y ultramoderno con nuestra educación anquilosada, las 62 Organizaciones, los sindicatos de la Carta del Lavoro y los obispos que cantan “Patria sí, colonia no”, nos da una idea acabada de dónde nos encontramos: acabados. Varados en los años sesenta del siglo pasado, perdiendo todos los trenes y a punto de perder el último.
El interés de Harari por la Argentina no se relaciona precisamente con el carisma de su presidente, sino con una curiosidad compartida por muchos otros pensadores del hemisferio norte: ¿cómo funciona la difícil experiencia del pospopulismo?
Las librerías extranjeras se están llenando de textos acerca de los populistas de derecha e izquierda, pero no existe uno solo que explique cómo se deja atrás ese fenómeno, sin violencias ni cracs económicos ni convulsiones.
Mucho menos en sociedades infestadas por el odio, narcotizadas por un consumo insostenible, con stocks agotados y déficits fabulosos, conviviendo institucionalmente con sectores que apuestan a la destitución y que formaron redes mafiosas, y con la obligación de dar malas noticias durante años, manejarse con buenos modales, y soportando desde la debilidad los embates financieros que producen precisamente los neopopulismos de mayor peso.
El atractivo del pospopulismo es más fuerte que nunca tras el triunfo de Bolsonaro, puesto que Brasil decidió seguir la lógica de que “un clavo saca otro clavo”: así no hay forma de no clavarse.
De toda esta problemática hablaron también con Macri dos investigadores relevantes, el psicólogo y científico Steven Pinker, y el gran historiador inglés Timothy Garton Ash.
Pinker sostiene la contracultura del “optimismo realista” frente al falso prestigio del fatalismo intelectual. Y Garton Ash confirma que muchos ojos observan con aliento contenido este “experimento único”: un cambio de régimen en plena democracia. ¿Lo conseguirá?
Es posible pensar que muchos ciudadanos argentinos presientan lo mismo, y que acaso allí radique la persistencia en la adversidad, porque para vastos sectores de la comunidad no están en juego la recesión aguda ni la inflación corrosiva del momento, sino el sistema en el que quieren vivir las próximas décadas: una democracia representativa, moderna y virtuosa, o un país tomado por un nacionalismo decadente, excluyente y colérico.
Harari, junto a las neurociencias, asevera que el voto no se trata de lo que pensamos sino de lo que sentimos, y que el populismo siempre se impone en base a la nostalgia por “la grandeza perdida”.
Pero esa operación ya la realizaron los Kirchner hace muy poco, con las leyendas del 45 y del 73. ¿Cuál podría ser la nueva nostalgia: regresar a los paraísos perdidos de Kicillof y Moreno?
Tanto el ensayista israelí como el historiador inglés plantean tácitamente diferencias estratégicas con Cambiemos. Para el primero, las narrativas son fundamentales, porque desde el principio de los tiempos han logrado que el hombre coopere y progrese; el segundo plantea que el republicanismo no debe regalar la palabra “patria”, y que debería generar un “patriotismo liberal”. Una gesta. Durán Barba no parece creer en narrativas ni en patriotismos benignos.
Las metamorfosis que describe Harari relativizan, a propósito, muchos de los clichés del izquierdismo, embarcado en una militancia ruidosa contra la globalización.
Que terminó beneficiando a las repúblicas pobres y dañando a las ricas. El más enjundioso líder de esa “protesta progre” acabó siendo entonces Donald Trump, en una vuelta de tuerca humorística que todavía no ha sido procesada por los centros de pensamiento.
A esto se suma la automatización, para la que Marx no tiene respuestas: “El plan político comunista exigía una revolución de la clase trabajadora -remarca el autor-. ¿Cuán relevantes serán estas enseñanzas si las masas pierden su valor económico y, por lo tanto, necesitan luchar contra la irrelevancia en lugar de hacerlo contra la explotación? ¿Cómo se inicia una revolución de la clase obrera sin clase obrera?”
La Argentina tiene, sin embargo, dilemas particulares. Aquí, muchísimos nos batimos no únicamente en contra del extremismo endogámico de la “década ganada”, sino contra setenta años de hegemonía peronista.
Sarmiento, que poseía un sentido patriótico y una narración estructurada, fue el gran escritor del siglo XIX. No solo porque compuso libros memorables, sino porque escribió directamente sobre las conciencias e influyó durante años en otros políticos y estadistas.
“Sarmiento soñó un país y nosotros le creímos”, decía Martínez Estrada. El gran escritor que luego se levanta contra la concepción ideológica de Sarmiento es el propio Perón, que escribió directamente sobre el cuerpo social y creó el lenguaje, las reglas y el pensamiento dominante del siglo XX.
Resulta una obligación apasionante rebelarse hoy contra ese gran escritor vigente pero a la vez vetusto, y acometer por fin un parricidio simbólico y cultural, puesto que en mayor o en menor medida todos -incluso los más feroces antiperonistas- hemos sido personajes de la novela de Perón.
La batalla más interesante consiste en cuestionar a ese genial narrador omnisciente, confrontar a sus exégetas y desculpabilizar a quienes articulan sus refutaciones: hoy resistir los dictados literarios de Perón no es ser un “gorila del 55”, sino apenas un ciudadano del siglo XXI en busca de un nuevo horizonte.
La lectura de Harari demuestra, por contraste, que la Argentina está en el Pleistoceno, enamorada del pasado y del ombliguismo, dominada por corporaciones oxidadas y prejuicios regresistas. La revolución tecnológica dentro de una democracia tolerante puede darnos la última oportunidad, o terminar de hundirnos.

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