viernes, 25 de enero de 2019

LECTURA RECOMENDADA,


En el estanque
(Diario de un nadador)
Al Alvarez
288 páginas; 20x13 cm.

Al Alvarez es poeta, crítico literario y autor de una decena de ensayos, pero también ex atleta, fanático del póquer, escalador y adicto a la adrenalina en todas sus manifestaciones. A sus sesenta y tres años, sin embargo, y con un tobillo ya sin cartílago luego de décadas de uso intensivo, se ve obligado a abandonar el montañismo, muy a su pesar. Pero descubre, casi con sorpresa, que la vejez no implica llevar necesariamente “una existencia póstuma”, y retoma una actividad que lo ha acompañado desde la infancia: la natación en los estanques de Hampstead Heath, imprevistos oasis agrestes en medio de Londres, donde se zambulle varias veces por semana, sea primavera, otoño o el más inclemente invierno.

El resultado de esas visitas es En el estanque, un diario que comienza como el detallado inventario de la relación entre el poeta y la naturaleza –el cambio que traen las estaciones, las modulaciones del follaje, el vuelo de los pájaros–, pero que se va transformando progresivamente en una crónica sobre el trance de envejecer: un relato íntimo, divertido, impiadoso y al mismo tiempo conmovedor sobre los achaques físicos, los impedimentos del cuerpo y las dificultades de la vida cotidiana. Contra esto, Alvarez se refugia en las palabras, la buena compañía y la natación en las aguas ambarinas y vigorizantes del estanque. Ese sitio que le recuerda que sigue “plenamente vivo”. Una evidencia que no necesitarán quienes se asomen a este libro para conocer –o redescubrir– a un autor vital y cautivante.
Contratapa
Fragmentos

Martes 7 de enero, 1,5ºC

Los del pronóstico dijeron que hoy iba a ser el día más frío del invierno, y puede que esta vez hayan acertado: una capa fina de nieve sobre las calles, los vidrios del auto cubiertos de hielo, cielo oscuro, viento cortante. Cuando llegué al estanque nevaba otra vez –no muy fuerte, pero sí lo suficiente como para no quedarse de más–. El agua estaba bastante fría; al salir había un poco de hielo en el primer peldaño de la escalera, y el muelle estaba espolvoreado de nieve. Me vestí lo más rápido que pude; tenía los dedos tan congelados que le tuve que pedir a uno de los guardavidas que me atara los cordones. Me encantan estas heladas de invierno: se llevan los dolores corporales y la bruma mental, y están a tono con lo invernal de mi edad. O, mejor dicho, me hacen sentir joven otra vez: a la intemperie y casi en buen estado. Llevé a lavar el auto, me comí un sándwich de panceta en el bodegón y volví a casa sintiéndome excelente. Después se disiparon las nubes y salió el sol. Los árboles sin hojas que hay frente a mi ventana se sacuden con el viento.



Jueves 4 de noviembre, 11,5ºC

Un misterio. El día está oscuro y lluvioso, las gaviotas de siempre vuelan bajo o se posan en las barandas y los trampolines; también hay un par de cormoranes melancólicos sobre las boyas. Salgo en diagonal hacia la izquierda, nadando rápido, y cuando emerjo en la otra punta para girar, ahí mismo, a unos veinte metros, sobre la boya que hay pasando la soga, está la garza: brillante, nítida, como iluminada por un reflector –gris y plateada, con una franja negra bajo el pecho y el pico de un amarillo intenso–. Me mira. Cuando vuelvo al muelle ya no está, y no hay ni rastros de ella en sus dominios habituales, las orillas más remotas del estanque. Una aparición que se desvanece sin dejar huella –ahora la ves, ahora no la ves–, como si me estuviera diciendo algo que no consigo entender.



Viernes 7 de marzo, 3,5ºC

Otra de esas mañanas tempestuosas de marzo que desde la ventana de una habitación tibia parecen espléndidas pero que te congelan ni bien ponés un pie en la calle. Es por el viento helado: hace que las nubes y las sombras corran carreras, lanza a los cuervos de acá para allá como si fueran piedritas y convierte la superficie del estanque en una retícula deslumbrante de olas. Aunque el agua sigue en tres grados y medio, cada día parece más tibia, y siento que debería nadar un poco más: tal vez en diagonal, y no en línea recta hasta la soga y de ahí directo al muelle. Elijo, en cambio, demorarme un rato en la vuelta: estudio cómo se van hinchando muy despacio las puntas de las ramas en los árboles que asoman sobre el estanque. Hacia la hora de almorzar ya no había sol, llovía y los árboles pelados frente a la ventana de mi estudio se sacudían como posesos.



Sábado 10 de mayo, 14ºC

Cuando me estaba subiendo al auto para ir al estanque pasaron David Storey (el escritor) y su señora. Es un tipo alto, corpulento; fue jugador profesional de rugby antes de entrar en Bellas Artes, y después cambió la pintura por la literatura. A pesar del rugby es afable y tiene una voz muy delicada. Me gusta mucho su humor melancólico. De hecho me cae muy bien, y creo que yo a él también. Últimamente nos vemos sólo al pasar, en la calle, aunque vive cerca (acá a la vuelta, sobre Gardnor Road). Pero para nuestra amistad distante ese dato es demasiado invasivo, y no lo mencionamos nunca, no sea cosa que alguno se sienta forzado a invitar al otro. Todo muy inglés. Hoy charlamos un segundo, más que nada sobre las humillaciones de la vejez –el tema de siempre–. Y lo cierto es que por primera vez lo vi como a un viejo. No por la panza y las canas –que tiene hace años y sobrelleva muy bien con esa contextura tan robusta–, sino por cierto temblor difuso que lo rodeaba, una vibración en el aire, un halo tenue de vacilación –no mental: física–, como si no estuviera completamente en foco. Es lo que sucede “cuando empiezan a separarse cuerpo y alma”, que es supongo lo que me está pasando a mí. Así que manejé hasta el estacionamiento, llegué rengueando al estanque y nadé casi hasta la soga –emprendí la vuelta unos diez metros antes–, como para demostrarme que todavía más o menos sigo en carrera.
Autor

Al Alvarez (Londres, 1929) es poeta, narrador, crítico y ensayista –además de ex atleta, escalador y aficionado al póquer–. Como editor de poesía del diario The Observer difundió entre el público británico la obra de escritores como John Berryman, Robert Lowell y Sylvia Plath. Es autor de varios estudios literarios y también de una decena de títulos de no ficción sobre temas tan dispares como el suicidio, el divorcio, la noche, el montañismo y el póquer, entre los que se destacan El dios salvaje y Crónica de un gran juego. En el estanque (Diario de un nadador), publicado en inglés en 2013, es su último libro.
Reseñas
Revista Ñ
(Matías Serra Bradford)
Entrevistas
The Telegraph
(Christian House)
Granta
(Ted Hodgkinson)
[Revista Ñ]
Brazadas de un diarista
Por Matías Serra Bradford
Los agrestes parques de Hampstead Heath, un oasis abstraído en medio de Londres, se jactan de un espacio desmedido y oculto a la vez, puntuado con arboledas encorvadas, de recia melancolía. Al Alvarezempezó a nadar en sus estanques a los 11 años, en las treguas de la Segunda Guerra. En la otra punta de su vida, en 2002, decidió llevar un diario de sus ejercicios matutinos de natación: cinco minutos de brazadas bastan para un renacimiento.
El negocio era redondo: tener que redactar su diario era una forma de obligarse a nadar; ir a nadar era una forma de obligarse a escribir. Mantener en forma el cuerpo y la voz. (Sobre este asunto escribió el espléndido The Writer’s Voice). Una tarea y otra tal vez soltaran, de repente, el secreto de la dinámica de un estilo (en natación, en prosa). Entrenar la resistencia y la percepción: Alvarez fue un crítico feroz pero un poeta suave. Una de las preguntas esenciales de un escritor, y que un diario busca responder y cubrir, es cuánto debe trabajar por día para darse por conforme.
Adicto al montañismo y al póquer, Alvarez siempre prefirió cortejar lo extremo (escribió delicadamente en El dios salvaje sobre el suicidio de su amiga Sylvia Plath). “Nadar solo se vuelve un tema sobre el cual escribir cuando cae la temperatura y se vuelve un desafío”, anota en En el estanque. Mientras cruza el agua en diagonal, lo sobrevuelan garzas, gaviotas, cisnes. Los cormoranes son “tantos que algunos se paran de a dos en una boya, todo un coro trágico anunciando el invierno”. Otro día, ”estiraron sus alas para secarlas. Parecían un conjunto de blasones ducales”.
Su alerta constante por los detalles es lo que mantiene en el diarista un hilo de identidad. Es su modo, de paso, de esquivar la locura (y no sólo para esto nadar es una medida precautoria bastante eficaz). Son ciertas observaciones las que rayan el cristal inmóvil de la rutina, como lo hace un nadador con el espejo de agua, y algo heroico se alza en la monotonía de un diario como este (una manera serena y valerosa de alejar y admitir un fin no lejano).
Un género como el diario íntimo, legítimamente practicado –no pensando de antemano en su publicación–, merece mantener su independencia de la literatura, en cuanto a que el criterio para juzgarlo debiera ser otro. Uno se vuelve impaciente con la prosa o la pereza propias –eso un diario lo escenifica bien– y hay cosas que se anotan en un diario porque se supone que el lugar –ese terreno ganado al mar– tolera una escritura “peor”.
Es raro un diario en que el escritor no se muestre vulnerable. Alvarez emprende esta eventualidad con elocuencia y sutileza, y hay que darle la razón, otra vez, a Frank Kermode, que sobre él dijo: “Tiene un modo de pronunciar la palabra ‘inteligente’ que de inmediato te hace sentir estúpido”. Sin ánimo de devolver favores (no fue práctica habitual en ninguno de los dos), a su vez Alvarez aseguró algo sobre Kermode que resulta inmejorable para definirse a sí mismo: "Está demasiado involucrado con la literatura como para darse aires".
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[The Telegraph]
Poesía, adrenalina, vejez
Por Christian House
“Al está en el jardín de invierno, pase”, me dice Anne Alvarez con una sonrisa “radiante como un amanecer”; así la definió alguna vez su marido. Y es una descripción perfecta. Y es que hace ya más de medio siglo que Alvarez –poeta, crítico, novelista, escalador, aficionado al póquer– viene capturando la esencia de las cosas bellas de manera simple y elegante.
Serpenteo por los pasillos en penumbras de la casa de los Alvarez –una vivienda angosta ubicada en el barrio de Hampstead–, mientras los destellos de la mañana invernal se abren paso hasta los marcos de los cuadros, y salgo a las hojas y a la luz donde Alvarez suele sentarse a contemplar sus plantas. Anne me ofrece un café en el momento en que Al despide galantemente a la fotógrafa de The Telegraph.
A sus 83 años, Alvarez conserva todavía cierto aire de mosquetero –amplios pectorales, bigote fino y blanco–, y aún impone una presencia vital y masculina a pesar de que hace cuatro años un ACV lo dejó literalmente por el suelo. “Los indicios estaban ahí, pero elegí no verlos”, cuenta en su nuevo libro. “Tomé un par de cucharadas de sopa, me incliné hacia adelante para cargar una tercera pero me deslicé de costado, me caí de la silla y no pude volver a levantarme.”
En el estanque es una incorporación muy acertada en un corpus literario ecléctico que incluye libros sobre poetas, escaladores y tahúres –toda gente que ha investigado, de una forma u otra, la importancia de la técnica–. Ya se trate de la métrica de un poema o la cadencia de un relato, de una soga durante una escalada o el modo de revelar una mano de póquer, Alvarez comprende la importancia del ritmo y sabe cómo usarlo oportunamente. En este caso, y utilizando como prisma narrativo una década de chapuzones en los estanques de Hampstead Heath, se concentra en el modo en que la vejez va ralentizando el tempo de la vida. En el estanque –un diario de natación que comienza en 2002– está salpicado de charlas, apuntes sobre los cambios que traen las estaciones, un coro griego de gallaretas y la aristocrática presencia de una garza de lentísimos aleteos.
“No pasa nada, y esa es la gracia”, asegura Alvarez, y estalla en una carcajada. El libro revolotea entre sus chapuzones en el Estanque Mixto, lleno de sauces que se asoman sobre el agua, y los espacios abiertos del Estanque de Hombres. “Lo mejor sucede en el de Hombres”, dice. De hecho la amistad masculina es una suerte de estribillo recurrente en este relato fragmentario. “Es un gran lugar. Está lleno de conocidos. Y tal vez una de las cosas más interesantes es que se trata de gente que jamás veo fuera de ese ámbito.”
Los hombres del estanque conforman una pandilla variopinta: están los guardavidas, capitaneados por el paternal Terry, y los habitués a los que deben cuidar, entre los que se cuentan Chris Ruocco, sastre de Kentish Town, y Mike King, ex estrella pop que alguna vez supo ser telonero de Sinatra. “Se parece bastante a un club”, dice Alvarez.
La natación en los estanques de Hampstead quedará ligada por siempre a la temperatura y la resistencia. “Me encanta. Y el hielo es parte del placer. La natación de verano no cuenta”, se ríe. Su desconfianza sobre la temperatura que marca el termómetro de los guardavidas es de hecho uno de los chistes recurrentes en el libro. Y en tanto el montañismo ha sido su otra pasión extrema, la natación es algo que lo acompaña desde los once años, cuando se dio su primer chapuzón en la pileta pública de Finchley Road, durante los bombardeos alemanes a Londres.
“Ver las cosas a vuelo de pájaro es mucho más difícil que verlas desde el nivel del agua. Se puede seguir nadando en la vejez, algo que no sucede con el montañismo”, explica. “Tengo amigos que todavía esquían, Dios me libre. ¿Pero alguno que siga escalando? Eso se acaba a los sesenta, más o menos, a partir de esa edad la cosa se complica”.
Las dificultades que trae la vejez es uno de los temas centrales en esta crónica. Y su frustración por verse obligado a ceder ante lo inevitable es evidente (hace ya veinte años que Alvarez no escala). “Es agobiante. Pero es algo que sucede, es así. Ahora tengo ochenta y pico. De hecho soy tan viejo que casi no recuerdo lo viejo que soy. Envejecer tanto es una cosa sumamente extraña. Y también sucede que uno empieza a cerrarse un poco.”
Hace rato ya que su amor por la poesía y la adrenalina deja un tanto perplejo al establishment literario. “Tal vez no soy más que un viejo anticuado que viene haciendo esto mismo hace muchísimo tiempo. No veo la necesidad de diferenciar una cosa de la otra”, dice. “Auden tenía un hermano que escalaba muy bien. Auden jamás escaló, pero su hermano sí, y me acuerdo que leí eso con una sensación de: ah, sí, entiendo de dónde viene”.
Alvarez conoce de poesía y de poetas tal como un maestro vinícola entiende de cepas y viñedos. Y es un tema que aún lo convoca, aunque de un modo un poco lúgubre. Los poetas contemporáneos, cree, son casi todos “de segunda mano”. Y cuando le sugiero que el único poeta vivo en la conciencia pública actual es Seamus Heaney, suspira. “Eso también es cierto, y últimamente ya no es tan bueno, ¿no?”, se ríe. “Tienen una vida útil acotada. Yo, por ejemplo, soy mucho menos inteligente que antes”.
Su exitosa carrera empezó a mediados de la década de 1950 como crítico de poesía y editor de The Observer, donde trabajó diez años. Era un momento crucial en el desarrollo de la escena literaria británica: la batuta aún estaba en manos de escritores más grandes, como Edith Sitwell, pero ya a punto de ser arrebatada por los autores de “El movimiento”, entre ellos Kingsley Amis y Philip Larkin. Dos acólitos de la escena, Ted Hughes y Sylvia Plath, llegarían a ser amigos íntimos de Alvarez.
“Me parece que me tocó vivir un momento muy importante para la poesía inglesa, cuando Ted, Sylvia y algunos otros estaban cambiando el panorama”, dice. Las reflexiones sobre la mortalidad que emergen en el libro son muy oportunas. Este invierno se cumplen cincuenta años del suicidio de Plath, un hecho que Alvarez narró en El dios salvaje. La musa de Plath era la muerte, explica. “Una ironía espantosa. Sylvia alcanzó su mejor momento recién en su último año de vida, más o menos. Pero después de su muerte la obra de Ted fue casi íntegramente un homenaje a Sylvia. Se dio cuenta de había hecho algo tremendo al abandonarla”.
En el corazón de la escritura de Alvarez no anida el machismo ni una búsqueda por la mera emoción, sino más bien el deseo de vivir la vida con convicción. De hecho En el estanque describe la natación de agua fría casi en términos divinos. “En Londres es muy difícil encontrarse con manifestaciones celestiales, así que entre los gaviotines, el canto de los pájaros y este día radiante vuelvo a casa con un sentimiento de bendición”.
Ya incapaz de nadar por culpa de una pierna dañada, ahora visita el estanque casi como un adolescente enamorado. “Voy un rato, contemplo el agua y me pregunto por qué no estoy ahí”, dice Alvarez. Y mientras termino el café me sugiere que haga lo mismo. De modo que dejo en paz a los Alvarez para que puedan almorzar y parto hacia un helado Hampstead Heath.
Cuando cruzo la entrada al Estanque de Hombres me saluda un guardavidas alto y afable. Le explico que vengo por recomendación de Al. La pizarra anuncia una cifra gélida, y abajo una aclaración: “Frío según cualquier manual”. Sonrío y pienso en la desconfianza de Alvarez respecto de esos números garabateados en tiza banca. “Bueno, se supone que ayuda a forjar el carácter”, dice el guardavidas cuando uno de los nadadores sale del agua y pasa temblando frenéticamente al lado nuestro. “Ahí tenés: su carácter quedó irreconocible de tan forjado”.
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[Granta]
"Es lindo saber que hay cormoranes cerca"
Por Ted Hodgkinson
Al Alvarez es crítico, ensayista y poeta; entre sus muchos libros cabe destacar El dios salvaje —un estudio sobre el suicidio que explora también su relación con Sylvia Plath y Ted Hughes, así como su propio intento de suicidio—, Crónica de un gran juego —sobre su pasión por el póquer—, Feeding the Rat —sobre montañismo—, Where Did All Go Right? —su autobiografía—, y el más reciente En el estanque (Diario de un nadador). Este último libro es un relato luminoso y divertido acerca de sus visitas diarias a los estanques de Hampstead Heath, y de cómo el agua fría logra detener milagrosamente —aunque más no sea por un rato— el envejecimiento.
—Este libro se encarga de recordarnos que incluso en una ciudad como Londres nunca estamos tan lejos de la naturaleza como podríamos creer (o al menos no tan lejos de un cormorán). ¿Diría que esta cercanía con lo agreste le resultó una especie de fuente de vida?
—Es lindo saber que hay cormoranes cerca, ¿no? Y sí, la naturaleza me resulta definitivamente una fuente vital. No sé bien qué habría hecho sin todo eso. Vivo en Hampstead, así que tengo la naturaleza acá nomás. Por otra parte es un lugar en el que suceden muchas cosas, y también está lleno de gente interesante. Los personajes con los que comparto el estanque son una inmensa fuente de vida y de historias.
—¿Sería correcto afirmar, como el propio diario sugiere, que los baños helados que le obligaban a darse en Oundle, donde estudió como pupilo, le inculcaron el gusto por el agua fría?
—Sí, me gustaban bastante esos baños con agua fría que me daba en Oundle, aunque en aquella época hacían una cosa insólita: llenaban las bañeras la noche anterior y las dejaban hasta el día siguiente para que se enfriaran un poco más. Y eso era así todo el año, verano o pleno invierno, y siempre dejaban abiertas la ventanas. No sé bien cómo sobrevivimos, ¡pero lo logramos! Cuando volvimos con mi esposa, hará unos siete u ocho años, el lugar parecía un hotel de lujo.
—En el estanque también postula que ese tratamiento con agua helada, por llamarlo de alguna manera, le generó el deseo de enfrentarse a lo extremo, a lo desconocido, desde un momento muy temprano de su vida. Y que luego esto lo condujo a su amor por el montañismo, el póquer y, desde luego, por la poesía. ¿La poesía supone enfrentarse a lo desconocido?
—La poesía consiste efectivamente en enfrentarse a lo desconocido. Porque además no alcanza con que un poema esté bien: tiene que estar todo bien. Basta una sola palabra equivocada para que todo falle. No importa si el poema tiene quinientos versos o cinco. Si hay una sola palabra fallida, todo se traba, y uno sabe que no va a poder terminarlo hasta que cada parte encaje en el lugar correcto. Es una especie de amalgama rarísima. Aunque parecería que yo ya dejé de escribir poesía.
—Sin embargo algo que resulta muy estimulante es que este diario es una forma de no detenerse. Está lleno de poesía y de alegría. Y por momentos también tiene una irreverencia maravillosa: cuestiona a escritores como Beckett, por ejemplo.
—Lo que pasa con Beckett es que es escritor maravilloso, pero tiene una visión muy pesimista de las cosas, ¿no? Sus obras tienen esos diálogos geniales, siempre elusivos, y esas contradicciones que no llegan del todo a ser contradicciones, pero aun así cada tanto se equivocó. ¡Y sin embargo Beckett puede tener razón y estar equivocado al mismo tiempo!
—A lo largo del libro aparecen reiteradamente varios escritores, en particular Sylvia Plath y Ted Hughes. Haber reflexionado acerca de su vínculo con estos dos poetas, ahora que pasó cierto tiempo, ¿cambió su perspectiva respecto de ellos?
—Sí, cambió. El otro día estaba releyendo a Plath y es francamente una poeta excelente, inteligente. De hecho creo que terminó siendo mucho mejor que Hughes. Por supuesto que él ganó todos los premios, y tiene una placa en el Rincón de los Poetas, en Westminster... Sí, ok, es muy bueno, pero no es tan bueno, mientras que ella es cada vez mejor. Lo cual me resulta curioso, porque antes no lo veía de esa manera. Hace poco estuve en Estados Unidos y conocí a muchos fanáticos de Plath, de los cuales muy pocos habían leído a Ted. Y cuando volví a Inglaterra y vi que era él el que estaba en Westminster pensé: ay, cómo nos equivocamos. Cuando empezaron a estar juntos ella le leía sus cosas, y él le hizo pasar momentos bastante duros, por decirlo de alguna manera. Sus primeros poemas no eran muy buenos, pero los que escribió cuando lo dejó —o tal vez sea más acertado decir: cuando lo echó— son extraordinarios. Cuando pienso en aquella época descubro algo curioso: estaban estos dos poetas jóvenes, y los dos me gustaban, pero en determinado momento en esos últimos años, algo cambió para Sylvia. En realidad lo que sucedió es que Ted había seguido haciendo lo que sabía hacer, de un modo un poco automático, en tanto que ella tuvo ese año extraordinario en el que escribió sin pausa. Y en ese momento dio un salto notable. En sus comienzos era una poeta más bien aburrida. Leí su primer libro, y no estaba mal. Te dejaba con la sensación de que podía dispararse para cualquier lado; pero sus poemas tardíos, durante ese última año de vida, fueron una cosa fenomenal e inesperada. Lo que pasó, lisa y llanamente, es que Ted se fue, y ella de pronto se dio cuenta de que se había quedado con esa especie de pozo de ira del cual echar mano, y logró escribir sobre eso. En ese momento todo lo demás quedó en segundo plano.
Ya separada de Ted, Sylvia me empezó a mostrar esos poemas a mí. Sentía que yo sabía cómo leerlos, lo cual es cierto. Lo que sospecho ahora, pensándolo bien, es que cuando ella escribía un poema luego con Ted se ocupaban de desmontarlo por completo, y viceversa. Eran muy intensos, hablaban mucho sobre ellos. Cuando se separó, me vino a ver. En esa época yo vivía muy cerca, y ella venía a casa a leérmelos. Creo que el mero hecho de que yo estuviera ahí ya le resultaba una ayuda. Me parece que era lo que necesitaba. Entonces le hacía algunos comentarios. Sabía que yo era del bando de Ted, que admiraba su poesía. Pero las cosas que ella produjo en esos meses eran infinitamente superiores.
—¿Cree que en ese último año Plath estaba escribiendo para Ted o en contra de Ted?
—Creo que estaba escribiendo para hacerse escuchar. Y eso es lo más importante. Quería dejar registro de todo eso, y lo hizo admirablemente. Cuando se conocieron él era muy, muy bueno, pero creo que ella terminó superándolo. Todo lo que escribió en ese último año de vida es absolutamente extraordinario. Hay poetas así... Keats, por ejemplo, y también Yeats, porque es capaz de cambiar súbitamente.
—Shakespeare aparece un par de veces en el diario, sobre todo con King Lear. El libro me recordó algo que dice el bufón en cierto momento: “¡Es una noche espantosa para nadar, tío!”.
—No había pensado en ese verso. ¡Muy bueno! El bufón y Lear son dos personajes que se complementan maravillosamente. Nadie fue tan bueno como Shakespeare, ni remotamente. Y esa tal vez sea la obra más triste.
—Parece sentirse muy a gusto con los otros nadadores del estanque. Muchos de ellos son ex atletas, o bien gente que ha corrido grandes riesgos en su vida. ¿Qué le atrae de personajes así?
—El hecho de que yo mismo hice ese tipo de cosas. Escalé mucho, y jugué un montón al póquer. El estanque es un lugar muy divertido, nos reímos mucho. Creo que todo lo que te haga reír es bueno.
—En un momento de En el estanque se refiere al agua helada como un elemento hostil, “casi tan hostil” como su primer matrimonio.
—Ja. ¿Dije eso? Es acertadísimo. Mi primer matrimonio fue un desastre absoluto. El segundo fue maravilloso.
—¿De cuál de todos los aspectos de su vida le habría gustado tener un poco más?
—Me habría gustado que hubiera más poesía, pero hice lo que pude. De todos modos tuve una vida maravillosa. Y no me arrepiento de nada.
—¿Qué consejo le daría a un escritor joven?
—Que se divierta.
—¿En qué momento se dio cuenta de que el diario que estaba llevando era en realidad el libro sobre el trance de envejecer que tenía ganas de escribir?
—Qué curioso que lo menciones. Fue idea de mi esposa. Yo tenía intenciones de escribir un libro sobre la vejez, pero me enfermé un poco, y parece que eso le dio el impulso para hacerse un poco cargo del trabajo.
—¿Así que acá también hizo su aporte una Vera Nabokov?
—Sí, muchísimo.
—¿Todavía cada tanto va al estanque?
—El año pasado estuve pésimo de salud, pero estoy tratando de recuperarme como para poder volver a nadar. Todo ese año sin natación me enloqueció. Lo que hago ahora es lo que hacen los que no nadan: me meto al agua y salgo de inmediato. Necesito curarme del todo y poder retomar como corresponde.

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