sábado, 15 de junio de 2019

LECTURA MUY RECOMENDADA,


Una Cristina que se decidió a mostrar su verdadero rostro
En el libro
Cristinamente, su autor, con la ironía que despliega en sus columnas sabatinas, imagina aquello que la expresidenta diría si asumiera la franqueza que ella invoca en su libro Sinceramente.
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Carlos M. Reymundo Roberts 
Lo que sigue es un extracto del prefacio de Cristinamente, libro que acaba de aparecer, en el que el autor ficciona un desopilante reencuentro con la expresidenta
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Hace tres jueves me sonó el celular a las seis y media de la mañana. Cada vez que pasa eso, tiemblo. ¿Un accidente? ¿Un problema con alguna nota que publiqué? ¿Una radio que quiere sacarme al aire sin las neuronas conectadas y con voz de ultratumba?
Nada de eso: era algo peor.
A tientas en la oscuridad, manoteé el teléfono y en la pantalla llegué a leer PP. Así lo tengo identificado a Oscar Parrilli. La primera P es, obviamente, de "pelotudo", el cariñoso apelativo con que lo distingue Cristina.
"Che, te está buscando la jefa -me dijo PP, él también con voz de recién despertado-. Es urgente".
Hasta unos segundos antes yo dormía. Ahora creía estar viviendo una pesadilla. Para qué corno querría verme, y con urgencia, Cristina, con la que en los últimos tres años había hablado poco y nada.
Ya saben: trabajé para ella prácticamente desde la muerte de Néstor, el 27 de octubre de 2010, hasta meses después de que dejara la Presidencia. Aunque ideológicamente muy distante del kirchnerismo, empecé a sentir por "la señora" -así me gustaba llamarla- conmiseración, ternura. Viuda en lo personal, viuda política, viuda joven, viuda del hombre que había convertido a aquella sencilla muchachita de Tolosa en reina del país, viuda de un extraordinario recaudador, viuda del que le manejaba la economía, esta desgracia no podía haberle llegado en peor momento: en medio del río.
Desde el conflicto con el campo por la fatídica resolución 125, en 2008, el gobierno de CFK andaba a los saltos, peleándose con todo el mundo -las empresas, los medios, la oposición, la Corte, la Iglesia, Estados Unidos?-, al punto de parecer perdido y sin rumbo. Con el destino del país en juego, ¿podía yo permanecer ajeno, refugiado en la comodidad de mi trabajo periodístico?
No era lo único. Por un lado, la reacción de la Presidenta a la súbita desaparición de su marido había sido sorprendente: sus primeras medidas, apenas volvió a Buenos Aires tras las exequias en Río Gallegos, fueron todas de una gran racionalidad. Básicamente estaban orientadas a llevar calma a los mercados, que vivían esas horas con inocultables temores. Por ejemplo, invitó a una misión del Fondo Monetario, con el que desde hacía años se había cortado el diálogo, a visitar el país. La que había encabezado la cruzada contra "las patronales del agro" y prometía dar su vida por una revolución nacional y popular ahora se mostraba dispuesta a tomarse un tecito en tazas de porcelana con la representación más odiosa del capitalismo salvaje. Wow. ¿Esta señal explícita de ortodoxia económica no era una excelente oportunidad para que yo, consumado liberal y miembro del staff de un diario tan mercado- friendlycomo la nacion, hiciera un aporte?
Por otro lado, Cristina venía acentuando hasta niveles jamás vistos en el país la utilización de lo que terminó convirtiéndose en la principal arma de su gobierno: su palabra. Las cadenas nacionales ya constituían el núcleo de la estrategia para enfrentar las corridas cambiarias, el aumento de la inflación o de la pobreza, los conflictos internacionales, los crecientes escándalos de corrupción? ¿Trepaba el dólar? Discurso. ¿Aparecían pruebas de enriquecimientos ilícitos de su familia? Discurso, en el que hablaba de cualquier cosa menos de la acusación. ¿Aumentaba el precio de la carne vacuna? Discurso para exaltar los poderes afrodisíacos de la carne de cerdo. Cuanto más problemas, más necesidad de elaborar un relato que justificara todo.
Con esto quiero decir que, desde lo personal, no dejaba de resultarme desafiante la posibilidad de darle una mano a una presidenta que le asignaba a la comunicación un papel tan estratégico. Dije: nunca más se me va a dar la oportunidad de que mi pluma y mis conocimientos sobre el fenómeno de la comunicación de masas vayan a ser tan valorados. Nunca más mi instrumento de trabajo diario, la palabra, va a tener rango de política de Estado.
La última razón -¿o habrá sido la primera?- que me hizo acercar al gobierno de Cristina es que pagaban muy bien. Si querés hacer la diferencia, trabajá para los K. Yo tenía más de 50 años: era hora de pensar en el futuro de mis hijos y mis nietos. Lo primero que me hicieron ver es la necesidad de abrir una cuenta en el exterior, no con mi nombre, por supuesto. "Nosotros nos ocupamos de todo porque el mecanismo ya está armado, despreocupate", me dijo el funcionario de Presidencia -santacruceño, para más datos- encargado del papeleo administrativo.
Fueron años inolvidables. Tuve el privilegio de estar en los pliegues más íntimos de ese aluvión que fue, o es, el cristinismo. Escribí discursos, preparé informes, dirigí media training para funcionarios de todos los niveles (al pedo, porque tenían prácticamente prohibido hablar con la prensa), hice unos pocos retoques a la técnica expositiva de Cristina (por ejemplo, logré desterrarle el tic de agarrar los micrófonos mientras hablaba), puse mi columna de los sábados al servicio de la causa, fui un diligente buchón de la señora.
¿Si vi bolsos? Claro que sí: bolsos, bolsitos y bolsones. Por momentos, la Casa Rosada y el departamento de Juncal y Uruguay parecían el depósito de una marroquinería. Pero trataba de no concentrarme en eso. Mi problema no era tentarme, sino que me veía en menesteres más intelectuales: producción de contenidos, elaboración de estrategias, jugarle a la Play a Máximo.
No me arrepiento de nada. Como dije, fueron años gloriosos. Pero, claro, todo tiene un final, todo termina. Tras la llegada de Macri a la Presidencia seguí un tiempito más con los Kirchner, para disimular. Un día me le presenté a Cristina y le dije: "Señora, ya no me necesita. No puedo más que agradecerle". Me devolvió una mirada gélida e hizo un gesto con la cabeza que no logré descifrar. No era para mí. A mis espaldas, una empleada doméstica abría la puerta para que me retirara.
"Evidentemente, no fue la mejor despedida", pensé mientras caminaba por las calles, entre aturdido y aliviado. No sabía por entonces que solo iba a empezar a recuperarme de la experiencia aleccionadora pero traumática de haber estado a las órdenes de Cristina después de dos años y medio de una terapia que incluyó internaciones, aislamientos, curas de sueño y administración intensiva de psicofármacos. Literalmente, Cristina me dejó de cama.
Lo bueno de ella es que es una genia: sabe disimular sus deficiencias y explotar al máximo sus atributos, que no son pocos. Lo malo: puede llegar a ser malísima. Digo, si se propone ser presuntuosa, desagradecida, elitista, arbitraria, mezquina, cruel?, lo consigue sin ningún esfuerzo. Y se lo propone muy seguido. Contar, como hace en Sinceramente, que Macri "estuvo un buen rato en el baño" de la residencia de Olivos cuando fue a verla para acordar el traspaso del mando es de muy mala leche.
Alejarme de ella fue una extraordinaria decisión. Volví a vivir. En estos últimos años hemos tenido algunos intercambios fugaces, la mayoría por WhatsApp, y en una ocasión, cuando la cosa se prolongó un poco, sentí que el pavimento se movía debajo de mis pies. Su nivel de toxicidad en sangre es más alto del que yo estoy en condiciones de tolerar.
Por eso, cuando aquel jueves recibí la llamada de PP volví a sentir escalofríos y temblores. "¿Que me está buscando Cristina? ¿Estás seguro?" Me contestó que me iba a proponer algo interesante, que me iba a gustar. "Vas a hacerte famoso y, lo más importante, te vas a ganar unos buenos mangos", agregó. La dimensión pecuniaria jamás está ausente en el universo kirchnerista.
Tres horas después estaba entrando en el departamento de Juncal. Tomé la precaución de pasar antes por el baño del bar Melody, que está enfrente, cosa de no aparecer después escrachado como Macri. Cristina me recibió sin maquillaje y sin saludo. "Mirá -dijo-, no me quedé conforme conSinceramente. No fui del todo sincera, me dejé llevar por Alberto [Fernández], que me rompió para que diera una imagen más light. Le hice caso y ahora me quiero matar. Esa no soy yo. Quiero que aparezca la verdadera Cristina. Vení hoy a la tarde para empezar a laburar. La idea es que el nuevo libro esté en la calle en veinte días. Le vamos a dar la forma de una larga conversación entre los dos, aunque tu mayor aporte será quedarte callado".
Cuando estaba a punto de irse, otra vez sin saludarme, atiné a preguntarle: "¿Por qué yo? ¿Por qué pensó en mí?". Me contestó: "Tantos años al lado mío y no aprendiste nada, Roberts. Estoy en campaña. Con vos, un gorila neoliberal, me aseguro llegar a la gran clase media. Tenemos que hacer que parezca un libro tuyo hablando sobre mí, pero en realidad la única que voy a hablar soy yo. A lo sumo voy a permitir que hagas tu prólogo".
Este libro es el fruto de seis entrevistas, en las que, en efecto, me dejó intervenir muy poco. De todos modos, pude colar mi impronta. Ya lo verán.
¿Cómo la vi a ella? Es la misma de siempre, pero recargada. Fueron monólogos autorreferenciales de punta a punta. Habló -nada que sorprenda- descaradamente. Impunemente.
Cristinamente.

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