La Argentina de la posverdad
El reflejo autoritario de imponer la realidad según las conveniencias, la ideología y los intereses de cada uno se ha enquistado en la sociedad y se ha consolidado como una cultura
Luciano Román
Alberto Fernández en el acto del Día de la militancia
Se acaba de romper un pacto tácito y elemental. Es un pacto que antecede a cualquier constitución y a cualquier código y que organiza, sin embargo, la conversación civilizada. Si se le quisiera dar un nombre pretencioso, se lo podría llamar “el pacto de Pitágoras”, en homenaje al padre de la matemática. Consiste en aceptar que 2 + 2 es 4. Al calificar y festejar como un triunfo la derrota electoral, el Gobierno ha quebrado ese consenso. Ahora 2 + 2 es lo que el poder quiere que sea. Es una fase superior del relato hueco y autoritario. Si el principio del absolutismo lo resumió Luis XIV en su célebre frase “el Estado soy yo”, el populismo de cabotaje intenta una audacia mayor: “La realidad soy yo”. No importan los hechos; importa lo que yo diga.
Más allá de ironías e interpretaciones, en el llamado del Presidente a festejar “el triunfo” (cuando en verdad acaba de sufrir una de las peores derrotas electorales en la historia de su partido), subyace algo más profundo que la anécdota: al romper el consenso elemental sobre los hechos, se quiebra cualquier posibilidad de diálogo y, mucho más, la capacidad de alcanzar acuerdos. ¿A qué conversación se puede aspirar cuando una de las partes pone en duda que 2 + 2 sea 4? ¿Qué diálogo se puede proponer cuando al ganador de una elección se lo convoca en calidad de derrotado? Tal vez haya otra pregunta que nos debamos hacer: ¿cómo es posible que el poder altere las cosas de una manera tan burda sin que esto provoque un escándalo? La respuesta quizá nos incomode, pero habría que aceptar que este reflejo autoritario de imponer la realidad según las conveniencias, la ideología y los intereses de cada uno se ha enquistado en la sociedad. Esa imposibilidad de dialogar, de admitir los hechos más elementales y de medir todo con una doble vara se ha consolidado como una cultura en la Argentina. Basta mirar las redes sociales y la conversación pública para advertir la facilidad con la que se construyen realidades paralelas y discursos que niegan lo evidente. Las cosas están bien o mal según estén o no de mi lado.
Es un fenómeno que excede el clima político, social y cultural de la Argentina. Se conecta con una tendencia global y muy compleja, que llevó a que en 2016 el Diccionario de Oxford eligiera “posverdad” palabra del año. Es un término que alude precisamente a eso: a la imposición de relatos por encima de los hechos; a la manipulación de los discursos para incentivar los fanatismos; a la prescindencia de los datos para exacerbar los prejuicios, estimular los resentimientos y encrespar las emociones. En nuestro país esa tendencia se ha acentuado, estimulada desde influyentes estamentos del poder. Ahora, frente a una realidad cada vez más adversa, se extrema la voluntad de imponer mitos y creencias por encima de hechos y de datos.
El Presidente ha podido calificar la derrota como un triunfo, en un país que ha hecho del eufemismo una bandera. El gran acierto del populismo vernáculo quizás haya sido explotar esa tendencia a dejar de llamar a las cosas por su nombre. Es un fenómeno en el que se cruzan al menos tres corrientes socioculturales: un germen de autoritarismo que nos lleva a creer que podemos acomodar la realidad a nuestra conveniencia; cierta tendencia a negar e ignorar nuestros problemas, y un pseudoprogresismo enquistado en estamentos intelectuales que todo el tiempo inventa neologismos para igualar hacia abajo y distorsionar la escala de premios y castigos.
No hemos llegado de un día para otro a relativizar el resultado de 2 + 2. Antes de que el Gobierno diera este paso, el establishment judicial dejó de llamar delincuentes juveniles a los adolescentes que cometen delitos para llamarlos “menores en conflicto con la ley”; el poder dejó de hablar de inflación para hablar de “adecuación de precios”; el trabajo “en negro” y la evasión pasaron a definirse como “economía informal”. La raíz, como casi siempre, está en la educación. Las escuelas dejaron de poner aplazos para poner siglas; un alumno que no aprueba puede quedarse tranquilo: en el boletín, que ya no se llama boletín, verá que dice TEP (Trayectoria Educativa en Proceso). El pseuodoprogresismo también ha inventado nombres para calmar las conciencias de sectores biempensantes: en lugar de “villas de emergencia” se los llama barrios populares, como si el eufemismo atenuara la tragedia. Medir la pobreza –dijo el gobernador Kicillof– “es estigmatizante”. La inclusión ha dejado de pasar por el esfuerzo y el trabajo: ahora se garantiza hablando con la “e”. Todo conduce a negar los problemas y encubrir fracasos colectivos.
Un país que confunde evaluar con estigmatizar está a un milímetro de considerar “estigmatizante” la derrota. Por eso lo del Presidente no parece una audacia ni un exabrupto, sino un paso más en un sistema cultural que no se atiene a la verdad, sino que la dibuja. Es el imperio de la “autopercepción”: está cada vez más cuestionado someterse al juicio ecuánime de otro; mucho más, subordinarse a las evidencias. ¿Quién es el profesor para calificar al alumno? Por esa vía llegamos, sin muchas vueltas, a que el poder se pregunte ¿quién es la sociedad para derrotar a un gobierno? Las alteraciones en el lenguaje traducen una alteración en los valores. La distorsión de la realidad pasa de la palabra a los hechos: el adversario es “basura y dictadura”, entonces no se le entregan los atributos del mando. Y no se pasa a la oposición, sino a “la resistencia”. Está claro: las tergiversaciones discursivas encubren peligrosos desvíos totalitarios.
En las redes sociales, convertidas en termómetro de la conversación pública, esta cultura de negar los hechos y desconocer al otro se expone sin disimulos. Para el fanatismo militante, los bolsos de López son un montaje y la muerte de Maldonado, “una desaparición forzada”. No importan las evidencias; solo importa lo que uno quiera creer. La política invierte el principio básico del periodismo: las opiniones son sagradas; los hechos son libres. Por eso, la portavoz de la Presidencia puede plantarse frente a un micrófono y decir que “en la provincia hubo empate” o que el video que registró la opinión del Presidente sobre los cordobeses “es una fake news”. Las palabras se bastardean y se utilizan según los intereses y conveniencias: ¿cómo podríamos acordar lo que es falso o verdadero si no acordamos que 2 + 2 es 4?
En este contexto, es natural que vuelva a acentuarse la hostilidad contra la prensa independiente. Última barrera contra la manipulación de la realidad y la imposición de un relato ficticio, los medios deben ser regulados, como dijo Capitanich, o atacados desde los atriles del poder, o confrontados, como vuelve a intentar 6,7,8 (ahora 6,7,9 porque los números no importan). En el paraíso de la posverdad, los periodistas no existen. ¿Qué sentido tiene verificar los hechos si los hechos no importan, o buscar la verdad si la verdad es la que dicta el poder?
Hay que aclarar lo obvio: en el terreno de la política y la ideología, no hay verdades absolutas ni rige la tabla del dos. El relato no es, en sí mismo, una mala palabra. Está claro que cada fuerza política debe crear una narrativa y una dialéctica propias. Un buen gobierno, además de hacer, debe convencer, explicar y dotar a las cosas de sentido. Por supuesto que hay derecho a interpretar los datos, a poner el énfasis allá o acá, a levantar la moral de la tropa en la derrota; es lícito, incluso, recurrir a frases de autoayuda (“no es derrotado el que pierde, sino el que deja de luchar”). No hay derecho, sin embargo, a tergiversar y negar la realidad. No hay derecho –al menos en la democracia– a desconocer el triunfo del adversario ni a cuestionar arbitrariamente su legitimidad. Eso ya entra en el peligroso campo de la mala fe, que siempre conduce a distorsiones peores.
Frente a una tergiversación tan burda de los hechos, tal vez debamos preguntarnos por qué, después de todo, “el truco” funciona y puede dar resultado. Quizás, al mirarnos en el espejo, veamos que el poder se siente autorizado a ese extravío en una sociedad que ha roto el “pacto de Pitágoras” y ha inventado un diccionario extravagante para dejar de llamar a las cosas por su nombre. Lo han hecho minorías intensas, facciones fanatizadas e ideólogos dogmáticos. Hay que reconocer que en muchos niveles han tenido éxito. Pero no es una batalla perdida: también da señales una mayoría silenciosa dispuesta a reivindicar el sentido común.
Puede sonar voluntarista, pero si empezamos por la mesa familiar y por nuestra propia conversación cotidiana, tal vez podamos, aunque sea de a poco, reconstruir los acuerdos básicos. Las opiniones son libres y el debate siempre es bueno, pero nunca deberíamos renunciar a la buena fe de aceptar que 2 + 2 es 4.
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