Caballo de Troya del kirchnerismo, la fórmula presidencial en 2019 fue un ardid tan eficaz como póstumo
Marcelo Gioffré
Una bomba con varios kilos de trotyl derrumbó los nueve pisos del edificio de la calle Gelly y Obes donde vivía en los años 70 un conspicuo empresario. Poco tiempo después llegó a las oficinas de ese empresario, en la calle San Martín, una caja con libros clásicos de la editorial Aguilar, en papel biblia. Su secretaria sospechó y llamó a la policía: llegó un equipo especial para desactivar explosivos, pusieron el paquete dentro de un cubo hermético y produjeron la detonación. Como todo en la Argentina funciona de modo aproximado, una de las paredes del cubo estaba fallada, por allí se fugó la onda expansiva, atravesó las ventanas y llegó hasta el Banco Central, que era el edificio vecino. No pasó demasiado tiempo de ese segundo episodio cuando sobrevino el tercero: en misión de trabajo, habían salido desde Buenos Aires en caravana dos autos, uno con el empresario, que iba más rezagado, y otro con un gerente de la compañía, un ingeniero. A cierta altura del camino el primer automóvil fue interceptado y el ingeniero, a quien tal vez confundieron con su jefe, acribillado a balazos.
Tres atentados era mucho. No podía seguir confiando en su suerte, de modo tal que el empresario fue a ver a un conocido en Coordinación Federal, en la calle Moreno, cerca del Departamento Central de Policía, un organismo que era heredero de aquella siniestra “Sección Especial” de la Comisaría 8ª que Perón había instalado frente al Hospital Ramos Mejía. En Coordinación Federal lo atendieron como si se tratara de un cliente: le sirvieron café y le dijeron que la solución era relativamente sencilla: tenía que reunirse con un enlace entre la policía y los terroristas. Le anotaron en un papelito el sobrenombre, el apellido y ciertas coordenadas. Se celebró la reunión y el enlace estableció un plan de pagos. Cuotas. Después de un regateo, hubo acuerdo. Se cumplió lo pactado y nunca más lo molestaron.
Treinta años después, ya avanzado el gobierno kirchnerista, el empresario estacionó su auto en el garaje de la recova de Posadas, se bajó y se dirigió hacia la salida que da a los restaurantes. Fue entonces cuando alguien lo llamó por su apellido. Se dio vuelta y vio una enorme camioneta Porsche de la que emergió, envejecido pero aún atlético, el enlace. “Me fue bien en estos años. Ahora coordino negocios entre el gobierno y empresas brasileñas”, se justificó. En la entretela de esa declaración resonaban contraseñas inequívocas: obra pública, comisiones. El hombre era coherente en su oficio. Pero faltaba aún la mayor sorpresa: ya despidiéndose, como quien cuenta una travesura prodigiosa, acotó: “Vivo en tu casa”. El empresario había vivido un tiempo en un country de Pilar y terminó vendiéndole le casa a una diva de la televisión. Por esos pasadizos porosos de la familia peronista de los 70, el perpetuo intermediario terminó alojándose allí. “¿A vos no te quedó algún amigo para que me acepten como socio?”, le preguntó.
En esta anécdota se cifra gran parte de nuestra decadencia: la asociación entre Estado, negocios y delito. En su libro Political Order and Political Decay, Francis Fukuyama estudia el caso de un país con vicios análogos: Nigeria. En el período 1976/2003, pese a disponer de los ingresos del boom del petróleo, aumentó la pobreza del 28% al 70%. La política se usa para que los políticos y sus secuaces se enriquezcan, como Aliko Dangote, a quien se sindica como uno de los hombres más ricos del mundo. Reinan la corrupción, los fraudes, los secuestros y los desastres ecológicos. El derecho de propiedad frecuentemente queda en suspenso. A pesar de que desde 1999 hay formalmente una democracia, las redes de clientelismo son tan densas como cuando había gobiernos militares. Un corresponsal inglés cuenta la experiencia de un empresario llamado Robert, que se casó con una nigeriana y quiso hacer un emprendimiento de soja. Cuando lograron poner la planta en funcionamiento, un oficial municipal se presentó y, acusándolo falsamente de haber violado ciertas reglas, le pidió el 10% de los ingresos. Como se negó, unos matones le destrozaron el auto, con lo cual lo convencieron de pagar el diezmo. No bien el negocio prosperó, contratando a doscientos empleados, el gobernador del Estado le exigió también un aporte para él; rehusó, e inmediatamente lo arrestaron. Robert pagó la suma que le exigieron, salió en libertad, cerró el negocio y huyó a Alemania.
La Argentina –análogamente– ha ido gestando una espesa red mafiosa en la cual desde la seguridad personal hasta los negocios han quedado en manos de agentes paraestatales, ante los que hay que negociar y caer rendidos. ¿Es de extrañar, entonces, que con la soja récord a 600 dólares la pobreza ronde el 50%? Se ha disuelto el Estado como legitimador moral. Si es verdad que el secuestro del general Aramburu no fue como lo contó la prensa montonera en 1974 (versión que calcó la historiografía oficial), sino que fue una operación combinada del ministro del Interior Francisco Imaz con los jóvenes montoneros, y que no murió baleado en Timote, sino por un infarto en el Hospital Militar, como atestiguó ante amigos y en sordina el médico Jimmy Pérez Loredo, y como lo convalida un nutrido delta de indicios, el acto bautismal de la generación setentista habría sido no solo un montaje teatral, con disparos decorativos aplicados a un cadáver, sino también un ensamble criminal entre una dictadura y terroristas privados. Símbolos.
Pese a ser manipulada y estilizada por todo el imaginario posterior, esa impronta mafiosa de la generación encuentra corroboraciones. En un programa de televisión le pregunté a Horacio González, un emblema del setentismo cultural, si era verdad que las armas que entraron a su unidad básica de Flores, en el baúl de un auto enviado por el gobernador montonero de la provincia de Buenos Aires, habían sido usadas para asesinar a Rucci. Me contestó: “Compañero, en los 70 los que queríamos hacer política teníamos que ver pasar armas”. Justificación discursiva del terrorismo de Estado.
Desde que esa generación ocupó el poder en la Argentina casi no hay medianos negocios que no pasen por la criba golosa de sindicalistas, punteros, dirigentes sociales o funcionarios municipales. Y casi no hay grandes negocios que no requieran el visado usurero de algún ministro, tal como dan cuenta los cuadernos de Centeno y el tan certero título del libro de Cabot y Olivera Hablen con Julio. ¿No viajó Cristina a Angola, uno de los países más corruptos del mundo, llevando en su comitiva a productores textiles de la feria ilegal más grande de Sudamérica, La Salada? Gran parte del empresariado argentino ha caído así en el parasitarismo: sus herramientas de trabajo son el contubernio y el soborno. Hoy en día Rosario se parece al México que describe Roberto Bolaño en su inabarcable 2666: una ciudad alambrada por el narcotráfico en un opaco entramado con políticos y policías.
Infinidad de analistas han visto en la postulación de Alberto Fernández en 2019, funcionando como un caballo de Troya para camuflar al kirchnerismo, un operativo para desmantelar las causas judiciales de Cristina Kirchner y sus acólitos. Fue un truco tan eficaz como póstumo: parecería que la falsificación produjo una epifanía, una develación en la clientela electoral. Esa generación de los 70 que desde el día cero ensució y traficó las instituciones en su propio beneficio dilapidó sus activos: la credulidad tiene un límite.
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