La casa Gucci. Lady Gaga, magnética, reina sobre los claroscuros de una familia rocambolesca
P.V. P.
LA CASA GUCCI
(HOUSE OF GUCCI, ESTADOS UNIDOSCANADÁ/2021). DIRECCIÓN: Ridley Scott. GUION: Becky Johnston, Roberto Bentivegna, Sara Gay Forden. FOTOGRAFÍA: Dariusz Wolski. EDICIÓN: Claire Simpson. ELENCO: Lady Gaga, Adam Driver, Al Pacino, Jared Leto, Jeremy Irons, Salma Hayek. DISTRIBUIDORA: UIP. DURACIÓN: 157 minutos. CALIFICACIÓN: apta para mayores de 16 años.
Ridley Scott ha logrado convertir la trágica caída de la casa Gucci en las mieles de una ópera bufa sin privarse de nada: personajes rimbombantes, maquillajes y prótesis estrafalarias, un inglés con acento italiano y el mejor sentido del espectáculo. Lógicamente, Lady Gaga le abre los brazos a su Patrizia Reggiani para convertirla en el corazón ardiente de la película, exuberante y magnífica, dispuesta a defender ese apellido conquistado con la sangre fresca de su vendetta.
Si Scott demostró que podía convertir la épica de la Edad Media en la verdad de su trasfondo económico en El último duelo, estrenada hace pocas semanas, ahora explora la historia familiar de una de las casas de moda más legendarias de Italia con los excesos de un melodrama de la realeza. Una realeza inventada al ritmo infernal del siglo XX, confeccionando zapatos para las estrellas de Hollywood, oscilando entre el cuero de la Toscana y los rascacielos de Nueva York, destinada a erigir su imperio en una era en la que el arte y la alta costura todavía no cotizaban en bolsa. Scott entiende desde el comienzo que el crimen por encargo es apenas una anécdota, una costura final en un tejido de estafas y traiciones, heredero de los tonos ocres de la Sicilia de los Corleone y de la opulencia de los Borgia en aquel Vaticano del Renacimiento.
La historia comienza con la inconfundible voz de Patrizia (Lady Gaga), soñadora como en los cuentos de hadas, para llevarnos a la Milán de 1978 donde conoce al joven Maurizio Gucci (Adam Driver) en una fiesta. Gaga escalona la progresiva transformación de su personaje a través de actos concretos: la seducción de un tímido Maurizio en la pista de baile y con un trazo de lápiz labial en un parabrisas; los cambios de vestuario y cortes de pelo; una corporalidad segura y dominante sobre la escena. Pero sobre todo la ilumina con la percepción de las duplicidades de ese entorno que disfraza sus oscuras raíces con el oro del despilfarro, tanto el pragmático Aldo (Al Pacino) y sus réplicas de Gucci para amas de casa, como el cadavérico Rodolfo (Jeremy Irons) y sus ataduras a los fantasmas que sellarán su destino. Impulsada por la ambición, por el mismo hechizo que Gucci consagró para la moda italiana, Patrizia habita en un mundo que reclama como propio, pintado como una opereta barata, doloroso como una tragedia griega.
El cine de Ridley Scott a menudo se vio prisionero de una pesada seriedad, una galería de solemnes ejercicios de arqueología de género –Gángster americano (2007)–, de ridícula reconstrucción histórica –Robin Hood (2010)– o de pomposa ciencia ficción –Prometeo (2012)–, que dejaban para Tony Scott la vertiente kitsch de esa hermandad original. Pero La casa Gucci no puede ser más disfrutable, tan desenfadada como lo permite el mainstream, con Pacino gesticulando como Michael en el abrazo a Fredo de El padrino II, con Jared Leto bailoteando con su calva plástica y sus pucheros impostados.
Con esa misma osadía filma un casamiento al ritmo de “Faith” de George Michael y la codicia en las notas de “Sweet Dreams” de Eurythmics, imagina las correspondencias más grotescas con envidiable soltura, el sexo como el clímax de una ópera. Scott se sacude las exigencias de la historia real, la trasciende haciendo conscientes a sus criaturas de su condición de títeres del destino, mostrando sus mayores miserias como el eco necesario de sus anteriores grandezas.
“Gucci no es Tiffany’s. Gucci es una empresa familiar y por lo tanto supone problemas familiares”, declara uno de los inversores dispuestos a salvar a la marca de sus turbulencias financieras e impulsarla a una nueva era de ganancias y modernidad. La película encuentra quizás su única meseta en la bisagra que divide el relato entre los 80 y los 90, que coincide con la breve salida de Patrizia del centro de la escena. Lo que se descubre en esa instancia es que esas astucias corporativas que intentan arrebatar a Gucci del griterío familiar son también aquellas cuyo protagonismo socava la potencia del melodrama y revela que Scott se mueve mejor en los alaridos de la desolación que en las pasarelas de los desfiles.
Toda esa amalgama impensable que resulta la película adquiere vida en las más rocambolescas traiciones, las vacas del matadero de Toscana, la bóveda fantasmal en la que Rodolfo Gucci pasa sus días, las extravagancias de Aldo, la tontería irremediable de Paolo, la letal cobardía de Maurizio. Y en el corazón, la combustión perfecta que ofrece Patrizia, la maestría de Gaga en cada una de sus apariciones. Scott consigue hacer de la casa Gucci el cielo y el infierno, la gloria de su creación y la sangre de su caída, dioses y monstruos dormidos para siempre en el panteón.
LA CASA GUCCI |
(HOUSE OF GUCCI, ESTADOS UNIDOSCANADÁ/2021). DIRECCIÓN: Ridley Scott. GUION: Becky Johnston, Roberto Bentivegna, Sara Gay Forden. FOTOGRAFÍA: Dariusz Wolski. EDICIÓN: Claire Simpson. ELENCO: Lady Gaga, Adam Driver, Al Pacino, Jared Leto, Jeremy Irons, Salma Hayek. DISTRIBUIDORA: UIP. DURACIÓN: 157 minutos. CALIFICACIÓN: apta para mayores de 16 años.
Ridley Scott ha logrado convertir la trágica caída de la casa Gucci en las mieles de una ópera bufa sin privarse de nada: personajes rimbombantes, maquillajes y prótesis estrafalarias, un inglés con acento italiano y el mejor sentido del espectáculo. Lógicamente, Lady Gaga le abre los brazos a su Patrizia Reggiani para convertirla en el corazón ardiente de la película, exuberante y magnífica, dispuesta a defender ese apellido conquistado con la sangre fresca de su vendetta.
Si Scott demostró que podía convertir la épica de la Edad Media en la verdad de su trasfondo económico en El último duelo, estrenada hace pocas semanas, ahora explora la historia familiar de una de las casas de moda más legendarias de Italia con los excesos de un melodrama de la realeza. Una realeza inventada al ritmo infernal del siglo XX, confeccionando zapatos para las estrellas de Hollywood, oscilando entre el cuero de la Toscana y los rascacielos de Nueva York, destinada a erigir su imperio en una era en la que el arte y la alta costura todavía no cotizaban en bolsa. Scott entiende desde el comienzo que el crimen por encargo es apenas una anécdota, una costura final en un tejido de estafas y traiciones, heredero de los tonos ocres de la Sicilia de los Corleone y de la opulencia de los Borgia en aquel Vaticano del Renacimiento.
La historia comienza con la inconfundible voz de Patrizia (Lady Gaga), soñadora como en los cuentos de hadas, para llevarnos a la Milán de 1978 donde conoce al joven Maurizio Gucci (Adam Driver) en una fiesta. Gaga escalona la progresiva transformación de su personaje a través de actos concretos: la seducción de un tímido Maurizio en la pista de baile y con un trazo de lápiz labial en un parabrisas; los cambios de vestuario y cortes de pelo; una corporalidad segura y dominante sobre la escena. Pero sobre todo la ilumina con la percepción de las duplicidades de ese entorno que disfraza sus oscuras raíces con el oro del despilfarro, tanto el pragmático Aldo (Al Pacino) y sus réplicas de Gucci para amas de casa, como el cadavérico Rodolfo (Jeremy Irons) y sus ataduras a los fantasmas que sellarán su destino. Impulsada por la ambición, por el mismo hechizo que Gucci consagró para la moda italiana, Patrizia habita en un mundo que reclama como propio, pintado como una opereta barata, doloroso como una tragedia griega.
El cine de Ridley Scott a menudo se vio prisionero de una pesada seriedad, una galería de solemnes ejercicios de arqueología de género –Gángster americano (2007)–, de ridícula reconstrucción histórica –Robin Hood (2010)– o de pomposa ciencia ficción –Prometeo (2012)–, que dejaban para Tony Scott la vertiente kitsch de esa hermandad original. Pero La casa Gucci no puede ser más disfrutable, tan desenfadada como lo permite el mainstream, con Pacino gesticulando como Michael en el abrazo a Fredo de El padrino II, con Jared Leto bailoteando con su calva plástica y sus pucheros impostados.
Con esa misma osadía filma un casamiento al ritmo de “Faith” de George Michael y la codicia en las notas de “Sweet Dreams” de Eurythmics, imagina las correspondencias más grotescas con envidiable soltura, el sexo como el clímax de una ópera. Scott se sacude las exigencias de la historia real, la trasciende haciendo conscientes a sus criaturas de su condición de títeres del destino, mostrando sus mayores miserias como el eco necesario de sus anteriores grandezas.
“Gucci no es Tiffany’s. Gucci es una empresa familiar y por lo tanto supone problemas familiares”, declara uno de los inversores dispuestos a salvar a la marca de sus turbulencias financieras e impulsarla a una nueva era de ganancias y modernidad. La película encuentra quizás su única meseta en la bisagra que divide el relato entre los 80 y los 90, que coincide con la breve salida de Patrizia del centro de la escena. Lo que se descubre en esa instancia es que esas astucias corporativas que intentan arrebatar a Gucci del griterío familiar son también aquellas cuyo protagonismo socava la potencia del melodrama y revela que Scott se mueve mejor en los alaridos de la desolación que en las pasarelas de los desfiles.
Toda esa amalgama impensable que resulta la película adquiere vida en las más rocambolescas traiciones, las vacas del matadero de Toscana, la bóveda fantasmal en la que Rodolfo Gucci pasa sus días, las extravagancias de Aldo, la tontería irremediable de Paolo, la letal cobardía de Maurizio. Y en el corazón, la combustión perfecta que ofrece Patrizia, la maestría de Gaga en cada una de sus apariciones. Scott consigue hacer de la casa Gucci el cielo y el infierno, la gloria de su creación y la sangre de su caída, dioses y monstruos dormidos para siempre en el panteón.
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Encanto tiene energía, colorido, animación prodigiosa y más de una confusión
La exuberancia de las imágenes y los colores de esta historia ambientada en las montañas de Colombia, centrada en una familia con dones sobrenaturales, en la que solo ha quedado profundamente humana su protagonista alcanzan para sostener el relato cuando flaquea en sus motivaciones.
M. S.
Encanto (EE. UU./2021). Dirección: Jared Bush, Byron Howard y Charise Castro Smith. Guion: Jared Bush y Charise Castro Smith, sobre una historia de Jason Hand, Nancy Kruse y Lin-Manuel Miranda. Fotografía: Alessandro Jacomini, Daniel Rice y Nathan Detroit Warner. Música: Germaine Franco y Lin-Manuel Miranda (canciones originales). Edición: Jeremy Milton. Voces: Stephanie Beatriz, María Cecilia Botero, John Leguizamo, Angie Cepeda, Mauro Castillo, Jessica Darrow, Diane Guerrero, Carolina Gaitán, Wilmer Valderrama. Duración: 99 minutos. Distribuidora: Buena Vista. Calificación: apta para todo público.
Encanto, el largometraje animado número 60 en la historia de los estudios Disney, entra inmediatamente por los ojos. La exuberancia de las imágenes, los colores y la vitalidad de los personajes le otorgan un marco visual casi irresistible a un relato que idealiza la vida de un pequeño poblado enclavado en la fértil región montañosa de Colombia.
La animación propiamente dicha también deslumbra nuestra vista. A esta altura no debería sorprender, de tan repetida, esta nueva demostración de talento de los mejores animadores digitales del planeta. Pero aquí no le podemos sacar los ojos de encima a todo lo que Encanto consigue cada vez que un personaje animado consigue una armonía perfecta, casi prodigiosa, entre los movimientos faciales y las voces originales.
Lo que en cambio provocará entre nosotros alguna perplejidad es la aplicación al relato del título elegido por Disney. Cuando usamos el término “encanto” siempre nos referimos a las características y atributos que nos agradan de una persona o una cosa. Aquí se utiliza como traducción de la palabra inglesa enchantment, que no es otra cosa que encantamiento, sortilegio, hechizo.
Encanto alude aquí al resultado de un pase de magia, el que envuelve la vida de la familia Madrigal después del sacrificio que uno de los personajes hizo en su juventud, allá lejos y hace tiempo, para salvar al resto. Su viuda, la imponente Abuela, se ocupa de mantener a lo largo del tiempo los beneficios de ese conjuro. Gracias a él, cada uno de los nuevos integrantes de la familia posee un don que se parece mucho a un superpoder.
En ese entorno aislado, amable y bucólico, los Madrigal funcionan como una curiosa mezcla entre los Eternals y los X-Men. Con una excepción: la inquieta y vivaz Maribel, a quien le pone voz en las copias habladas en inglés la argentina Stephanie Beatriz. Llevada por esa condición a una existencia más reconcentrada y menos alegre, Maribel busca todo el tiempo explicaciones. Quiere entender por qué le tocó un destino de sufrimiento.
Las encontrará en un momento a través de la oveja negra familiar, el primo Bruno, que de un día para el otro decidió tomar distancia del resto de los Madrigal. Entender lo que pasó con Bruno lleva a Maribel a poner en peligro el legado y la identidad familiar, planteada a través de las pegadizas y enérgicas canciones originales de Lin-Manuel Miranda.
Cuando las cosas se le complican a Maribel y a su familia, más todavía se complica la trama del relato. Nunca queda claro si los dones concedidos a estos personajes nacen de una gracia que los hace mejores o revelan una condición más cercana al egoísmo y la arrogancia. Este dilema nunca logra resolverse y la peripecia se encamina hacia un desenlace confuso, apenas disimulado por la luminosa energía del entorno. Antes de la película se exhibe el excelente corto animado Far for the Tree (Lejos del árbol), al que le alcanzan siete minutos para dejar en claro el sentido y las motivaciones de los personajes en una historia de aprendizajes y descubrimientos.
Encanto (EE. UU./2021). Dirección: Jared Bush, Byron Howard y Charise Castro Smith. Guion: Jared Bush y Charise Castro Smith, sobre una historia de Jason Hand, Nancy Kruse y Lin-Manuel Miranda. Fotografía: Alessandro Jacomini, Daniel Rice y Nathan Detroit Warner. Música: Germaine Franco y Lin-Manuel Miranda (canciones originales). Edición: Jeremy Milton. Voces: Stephanie Beatriz, María Cecilia Botero, John Leguizamo, Angie Cepeda, Mauro Castillo, Jessica Darrow, Diane Guerrero, Carolina Gaitán, Wilmer Valderrama. Duración: 99 minutos. Distribuidora: Buena Vista. Calificación: apta para todo público.
Encanto, el largometraje animado número 60 en la historia de los estudios Disney, entra inmediatamente por los ojos. La exuberancia de las imágenes, los colores y la vitalidad de los personajes le otorgan un marco visual casi irresistible a un relato que idealiza la vida de un pequeño poblado enclavado en la fértil región montañosa de Colombia.
La animación propiamente dicha también deslumbra nuestra vista. A esta altura no debería sorprender, de tan repetida, esta nueva demostración de talento de los mejores animadores digitales del planeta. Pero aquí no le podemos sacar los ojos de encima a todo lo que Encanto consigue cada vez que un personaje animado consigue una armonía perfecta, casi prodigiosa, entre los movimientos faciales y las voces originales.
Lo que en cambio provocará entre nosotros alguna perplejidad es la aplicación al relato del título elegido por Disney. Cuando usamos el término “encanto” siempre nos referimos a las características y atributos que nos agradan de una persona o una cosa. Aquí se utiliza como traducción de la palabra inglesa enchantment, que no es otra cosa que encantamiento, sortilegio, hechizo.
Encanto alude aquí al resultado de un pase de magia, el que envuelve la vida de la familia Madrigal después del sacrificio que uno de los personajes hizo en su juventud, allá lejos y hace tiempo, para salvar al resto. Su viuda, la imponente Abuela, se ocupa de mantener a lo largo del tiempo los beneficios de ese conjuro. Gracias a él, cada uno de los nuevos integrantes de la familia posee un don que se parece mucho a un superpoder.
En ese entorno aislado, amable y bucólico, los Madrigal funcionan como una curiosa mezcla entre los Eternals y los X-Men. Con una excepción: la inquieta y vivaz Maribel, a quien le pone voz en las copias habladas en inglés la argentina Stephanie Beatriz. Llevada por esa condición a una existencia más reconcentrada y menos alegre, Maribel busca todo el tiempo explicaciones. Quiere entender por qué le tocó un destino de sufrimiento.
Las encontrará en un momento a través de la oveja negra familiar, el primo Bruno, que de un día para el otro decidió tomar distancia del resto de los Madrigal. Entender lo que pasó con Bruno lleva a Maribel a poner en peligro el legado y la identidad familiar, planteada a través de las pegadizas y enérgicas canciones originales de Lin-Manuel Miranda.
Cuando las cosas se le complican a Maribel y a su familia, más todavía se complica la trama del relato. Nunca queda claro si los dones concedidos a estos personajes nacen de una gracia que los hace mejores o revelan una condición más cercana al egoísmo y la arrogancia. Este dilema nunca logra resolverse y la peripecia se encamina hacia un desenlace confuso, apenas disimulado por la luminosa energía del entorno. Antes de la película se exhibe el excelente corto animado Far for the Tree (Lejos del árbol), al que le alcanzan siete minutos para dejar en claro el sentido y las motivaciones de los personajes en una historia de aprendizajes y descubrimientos.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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