Máximo desprecio por la realidad
Fernando Laborda
El jefe de bloque oficialista de diputados, Máximo Kirchner, junto al ministro del Interior, Eduardo de Pedro
El gobierno de Alberto Fernández comprobó en carne propia su debilidad parlamentaria. Su principal enemigo, sin embargo, no es la oposición, sino su incapacidad para el diálogo y la terquedad, la altanería y la soberbia de algunos integrantes de la coalición oficialista, con Máximo Kirchner a la cabeza, características de regímenes seudodemocráticos con rasgos autoritarios. La derrota legislativa en el tratamiento del presupuesto 2022 fue el resultado del desconocimiento de que gobernar en minoría exige escuchar al adversario, negociar y consensuar.
El empeño del hijo de la vicepresidenta de la Nación y jefe del bloque de diputados del Frente de Todos por negar la realidad derivada de las urnas podría encontrar una explicación si releemos una obra del recientemente fallecido filósofo José Pablo Feinmann, que data de 2011. En El flaco, su autor sostenía que Néstor Kirchner creía que toda realidad puede ser creada, si la creamos nosotros como fruto de nuestro triunfo, y que toda realidad, si es adversa, puede ser vencida, porque nuestra voluntad de vencerla es más fuerte que ella. “La realidad es un cascote en el camino invencible de la voluntad. La realidad es reaccionaria. La voluntad, revolucionaria”, escribió Feinmann, intentando sintetizar el pensamiento del expresidente.
En el citado libro, donde recopila sus irreverentes diálogos con Kirchner, Feinmann plantea que la frase “la única verdad es la realidad”, acuñada por Juan Domingo Perón en sus clases de Conducción política, “fue transformada por la generación revolucionaria de los setenta en: la única realidad es la voluntad”. Añade que “Kirchner se forma en esa generación y esa frase se le transforma casi en un grito de batalla: vamos por todo”. Y lo fundamenta así: “La única verdad no es la realidad, porque esa realidad nos niega, no es la nuestra, existe para nuestro sometimiento, para nuestra dominación y hasta para nuestra humillación. O sea, tenemos que derribarla”.
Solo resta saber cuántas veces más seguirán Cristina y Máximo actuando como el escorpión que, según la conocida fábula, pica a la rana en medio del río
Pero cuando la voluntad de transformar la realidad reniega de los principios y procedimientos básicos que exige una república democrática, como la división de poderes, la independencia del Poder Judicial, la búsqueda de consensos políticos o el respeto por la libertad de prensa, inevitablemente sobrevienen serios conflictos. La tensión será incluso mayor si el voluntarismo y la obstinación se adueñan de quienes tienen el deber de gobernar y estos quedan prisioneros de las redes del odio y de las huellas del rencor, pretendiendo desconocer que, en las últimas elecciones, el 67% de los argentinos votó por opciones opositoras, al tiempo que 15 de los 24 distritos del país le dieron la espalda al Gobierno.
Los mecanismos negacionistas de la realidad, que Cristina Kirchner llevó en 2015 al extremo cuando se negó a entregarle la banda y los atributos presidenciales a Mauricio Macri, volvieron a aflorar en el discurso de Máximo Kirchner durante el debate sobre el presupuesto nacional. Así como se quiso negar el traspié electoral del 14 de noviembre, se pretendió negar que el kirchnerismo perdió en el Congreso la posición predominante que ostentaba. Y fue así como, con un mensaje incendiario, el hijo de la vicepresidenta terminó dinamitando la posibilidad de un acuerdo parlamentario para llegar a un consenso sobre la llamada ley de leyes.
El voluntarismo y la impericia que exhibió el oficialismo horas atrás en la Cámara de Diputados se advierten también frente a la renegociación de la deuda con el FMI. Hay quienes pretenden persuadir al resto de que, de no llegarse a un acuerdo, será el Fondo Monetario el que tendrá más para perder. Alegan, en tal sentido, que la Argentina es el mayor deudor del organismo internacional. Pero ese razonamiento oficial es por lo menos dudoso.
Un default con el FMI tendría consecuencias infernales para el país:
* Aumentaría aún más la desconfianza en la moneda nacional y la presión sobre el dólar se tornaría intolerable.
* Los depósitos en dólares que hoy conservan los bancos sufrirían masivos retiros por parte del público. Así, no solo caería dramáticamente el nivel de reservas del Banco Central, sino que también se perdería un medio para la prefinanciación de exportaciones.
* El Estado nacional dejaría de tener por mucho más tiempo acceso al crédito y dependería exclusivamente de la emisión monetaria para financiar el déficit fiscal.
* También el sector privado seguiría viendo más dificultado aún su acceso al crédito externo, a menos que esté dispuesto a consentir tasas descomunales con garantías infrecuentes.
* El crecimiento del riesgo país disuadiría a cualquier inversor normal de aportar capital para actividades productivas.
* Se dificultaría y encarecería la llegada de insumos y piezas importados para el sector industrial, dado que se suspenderían las líneas de crédito para los importadores, que deberían pagar por anticipado cualquier compra en el exterior.
* Podría dificultarse el uso en el exterior de tarjetas de crédito emitidas por bancos argentinos, y hasta las operadoras de telefonía argentinas hallarían inconvenientes para garantizar a sus clientes locales la utilización de servicios de roaming en países extranjeros.
Como ha señalado Carlos Melconian, “un acuerdo con el FMI no va a excitar, pero si no lo firmamos nos iremos a los caños”.
Especialmente tras la reciente derrota legislativa del Gobierno, volvieron a ganar terreno las versiones sobre la posibilidad de que el esperado acuerdo de facilidades extendidas con el FMI, que refinanciaría a diez años nuestra deuda, ceda paso a un acuerdo blando que evite el default, pero no solucione el problema más que en el cortísimo plazo y quede lejos de despejar la enorme incertidumbre e impida sentar las bases para un crecimiento económico sostenido. Si no es factible alcanzar un entendimiento antes de marzo próximo, podría firmarse un waiver temporario o un programa stand by ad hoc para que la Argentina no tenga que hacer pagos netos de capital por los próximos dos años.
Inmediatamente después del traspié parlamentario, Alberto Fernández se comunicó con Kristalina Georgieva para iniciar un control de daños y frenar la hemorragia de desconfianza en el país. La directora gerente del FMI reaccionó positivamente y buscó llevar tranquilidad con un tuit en el que señaló que sus equipos “están plenamente comprometidos a seguir trabajando hacia un programa”. Paralelamente, el Gobierno procuró unificar su discurso, acusando a la oposición por su “falta de responsabilidad colectiva, que crea incertidumbres cuando lo que necesitamos es seguir construyendo certezas”, como afirmó Martín Guzmán.
Tal actitud pretende negar otra dolorosa realidad para el gobierno argentino. Para el FMI el mayor obstáculo hacia un acuerdo no pasa tanto por la oposición como por las diferencias dentro del propio oficialismo y por su incapacidad para congeniar un plan fiscal y monetario serio. En tal sentido, los 56 artículos añadidos entre gallos y medianoche al proyecto de presupuesto para aumentar el gasto público no fueron impulsados desde la oposición, sino desde la propia coalición gobernante.
Cuando el relato es más importante que la gestión no cabe esperar milagros. Solo resta saber cuántas veces más seguirán Cristina y Máximo actuando como el escorpión que, según la conocida fábula, pica a la rana en medio del río, sin importarle las consecuencias de su acto ni dañarse a sí mismo. Está en su naturaleza.
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