Mi compañera de trabajo me dice que su padre está enfermo. Es un hombre de 72 años, ha sido un ejemplo de fortaleza física, un toro. El tiempo ha ido arrumbándolo en la casa que comparte con su esposa desde hace casi 50 años, y él ha alcanzado un grado de obesidad que le impide desplazarse con naturalidad: sus dominios privados no se extienden ahora mucho más allá de un sillón y la cama desde donde observa el futuro con fatiga y abatimiento. Mi compañera está angustiada, ahora es ella quien debe cuidar de su padre, arroparlo, ayudarlo a asearse, brindarle su hombro como apoyo para que pueda dar pequeños pasos dentro de la casa y de ese modo su vida no se reduzca a dejarse apagar mientras recuerda tiempos remotos con melancolía. De un modo casi imperceptible, el humor del padre vencido ha ido ensombreciéndose, y también ha ido crispándose la relación con su mujer: son dos personas en el final de sus vidas hostigándose una a la otra mucho más de lo que ambas (y el vínculo que las ha unido desde que eran jóvenes) se merecen.
Alguna vez se amaron, y acaso sigan amándose de ese modo secreto, distante y algo hosco en que suelen amarse los mayores, en apariencia desinteresados el uno del otro, hundidos en sus silencios, vencidos por la rutina y ajados por el paso del tiempo, y, sin embargo, secretamente enamorados, quizá sin saberlo del todo, súbitamente conmovidos cuando una noche, casi sin quererlo y al descuido, uno de ellos posa tibiamente su mano añosa sobre la mano del otro, mano compañera, refugio y certeza, como esas parejas milenarias cuyos fósiles son cada tanto descubiertos por arqueólogos de rostros atónitos y estremecidos cada vez que exhuman dos esqueletos cuyas manos están entrelazadas desde hace miles de años. Hasta que la muerte nos separe, y también después.
Mi compañera está angustiada porque ve cómo mengua esa vida, la vida de su padre, sin presentar batalla, desentendido del mundo y de las pequeñas cosas que lo acompañaron toda su vida: un disco de tango, el encuentro en el barrio con los vecinos de siempre, un paseo por la plaza o simplemente la conversación con su hija, una hija llena de preguntas, como todos los hijos de esta tierra, aunque el pudor o quizá el miedo le hayan impedido hacer esas preguntas esenciales y entonces la conversación haya sido sobre cosas en apariencia insustanciales, naderías, zonceras que en la voz de un padre pueden alcanzar resonancias maravillosas, y que ahora son embellecidas por la distancia y la memoria y por la certidumbre de que en poco tiempo se perderán para siempre. Extraña ya la voz de su padre, y como le sucedía al hijo de Edward Bloom en El gran pez, añora las historias que él le contaba durante atardeceres largos o en las noches junto a la cama, historias inverosímiles que eran un modo de escapar de una vida sin heroísmos.
Mi compañera está angustiada porque ese mundo que alguna vez fue su abrigo le ha estallado en las manos, porque su padre envejece y su voz y su cuerpo se apagan, se retiran lentamente de este mundo y sobre todo se alejan de ella, la dejan a la intemperie, a solas consigo misma y con sus recuerdos. Es una hija que ama a su padre, pero no es ya su pequeña sino una mujer adulta que lo consuela y lo protege, y empieza a llorar esa lejanía que pronto será sólo recuerdo. Recuesta a su padre en la cama, acomoda las almohadas, le da un beso en la frente. Recuerda de pronto el momento en que su escritor favorito, Philip Roth, se despide de su padre en Patrimonio: "Voy a tener que dejarte ir, papá".
Mi compañera está angustiada porque ese mundo que alguna vez fue su abrigo le ha estallado en las manos, porque su padre envejece y su voz y su cuerpo se apagan, se retiran lentamente de este mundo y sobre todo se alejan de ella, la dejan a la intemperie, a solas consigo misma y con sus recuerdos. Es una hija que ama a su padre, pero no es ya su pequeña sino una mujer adulta que lo consuela y lo protege, y empieza a llorar esa lejanía que pronto será sólo recuerdo. Recuesta a su padre en la cama, acomoda las almohadas, le da un beso en la frente. Recuerda de pronto el momento en que su escritor favorito, Philip Roth, se despide de su padre en Patrimonio: "Voy a tener que dejarte ir, papá".
Observa la casa en penumbras, y en la bruma que trae el crepúsculo nota las formas imprecisas y, sin embargo, tan familiares de los pequeños objetos que ya evocan a su padre moribundo. Se reencuentra con el olor de su padre, olor a naranjas y a canela, el olor azucarado del tabaco de su pipa; evoca el crujido de la madera del cuarto cuando su padre venía a darle el beso de las buenas noches, la llama azulada gigante en la cocina cuando le preparaba el desayuno, los malhumores impensados que lo ponían a kilómetros de distancia, ese modo de estar en ausencia que enloquecía tanto a su madre, pero que ella, su hija, le sabía perdonar en cuanto él volvía como si nada hubiese sucedido, la miraba en una complicidad secreta y entonces todo volvía a ser refugio y certeza.
La miro en el fondo de los ojos. Está sola. Es desamparo, furia, melancolía. Sola en la despedida del hombre al que ha amado toda una vida.
La miro en el fondo de los ojos. Está sola. Es desamparo, furia, melancolía. Sola en la despedida del hombre al que ha amado toda una vida.
V. H. G.
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