domingo, 26 de marzo de 2017

DR. ABEL ALBINO; CREADOR DE CONIN....COLABORÁ

De chico, el fundador de Conin pensaba que la lapicera de su padre tenía poderes mágicos; hoy, convertida en un símbolo, la guarda bajo siete llaves
Muchos sueñan con imposibles. Son pocos, sin embargo, los que dan los pasos necesarios para alcanzarlos. ¿Qué fuerza mueve a alguien que se propone acabar, no con el hambre, que es síntoma, sino con la enfermedad social de la desnutrición? ¿De dónde saca De chico, el fundador de Conin pensaba que la lapicera de su padre tenía poderes mágicos; hoy, convertida en un símbolo, la guarda bajo siete llaves
Muchos sueñan con imposibles. Son pocos, sin embargo, los que dan los pasos necesarios para alcanzarlos. ¿Qué fuerza mueve a alguien que se propone acabar, no con el hambre, que es síntoma, sino con la enfermedad social de la desnutrición? ¿De dónde saca Abel Albino la perseverancia que lo llevó a abrir, con Conin, 85 centros que atienden 5000 chicos en todo el país? Pretender revelar el secreto sería una imprudencia. Sólo decimos que en el fondo de esta historia hay una lapicera a fuente marca Parker que Abel jamás se atrevió a usar y guarda en una caja de seguridad.




Albino pasó su infancia en Godoy Cruz, Mendoza. En aquella casa había cosas que eran intocables. Estaban en el estudio de su padre, un ámbito al que se ingresaba bajando la voz. Sobre el escritorio descansaba una máquina de escribir Remington en la que el padre, un industrial que amaba la historia, pasaba en limpio lo que antes apuntaba en hojas oficio con una Parker negra de capuchón dorado a la que sus hijos atribuían poderes mágicos. "Mi padre había estudiado con los dominicos y tenía una caligrafía de lujo -dice Abel-. De chicos, mis hermanas y yo pensábamos que esa letra hermosa estaba en la lapicera. La mirábamos con reverencia y no nos atrevíamos a tocarla."
En el estudio había una gran biblioteca. Abel tenía permitido tomar los libros, pero no podía llevarlos fuera de allí. De modo que se encaramaba a un sillón de cuero y leía. Su padre, también llamado Abel, le acercó los clásicos: Shakespeare, Cervantes, Víctor Hugo, Dante. A los 14 años, el hijo ya los había leído a todos. También tuvo que aprender el Martín Fierro. "Verso 3012 al 3024", indicaba su padre, y Abel recitaba de memoria. "Era muy exigente, empezando por él mismo. No me podía ver acostado. ¿No tenés nada que hacer?, me preguntaba un domingo a las 8 de la mañana."
El industrial quería que su hijo fuera médico. Y ese hijo, para evitar lo que sentía como una imposición, se inscribió en la facultad de Derecho. A los dos años, aprovechó un viaje de trabajo que su padre hizo a Montevideo para pasarse a Medicina por decisión propia. Aun así, durante sus años de estudio en Tucumán recibía cartas de Godoy Cruz que eran verdaderas arengas: "Esforzate, apuntá más arriba, más lejos." En esas líneas escritas con la lapicera Parker llegaban intercalados versos de Almafuerte: "Ten el tesón del clavo enmohecido que ya viejo y ruin/ vuelve a ser clavo". Con imágenes como ésa el concepto se grababa en el alma.
Convertido en médico, en pediatra, en doctor, a los 30 años Abel volvió a Godoy Cruz y anunció que se iba a Italia a hacer estudios en terapia intensiva. Si creyó que iba a recibir el aval paterno, se equivocó: "En Italia te vas a encandilar con espejitos de colores, como los indios -escuchó-. Te vas a olvidar de tu país, que te dio todo, y aquí hay mucha pobreza". Albino canceló el viaje. Y al fin se fue a estudiar a Chile, donde conoció al doctor Fernando Mönckeberg, que le enseñó mucho de lo que sabe sobre desnutrición infantil y algo quizá más importante: cómo poner manos a la obra.



Un día de 1992, mientras estudiaba biología molecular en Navarra, llamó a su esposa y le dijo: "No estoy en paz". En su camino del locutorio a la Universidad, en medio de su desasosiego, recogió un diario tirado junto al cordón. Encontró allí una entrevista a la Madre Teresa. Cuando terminó de leerla, sabía lo que debía hacer. Y lo hizo.Había recibido la Parker en 1982, tras la muerte de su padre. La tinta de esa lapicera de algún modo inspiró su historia y esa pluma es para él un símbolo, el legado de un hombre que dio en vida su mejor herencia: el tiempo que le dedicó a los hijos. El mismo que hoy le entrega Abel a sus chicos de Conin. Es decir, todo. Alcanzar los imposibles lleva la vida entera. la perseverancia que lo llevó a abrir, con Conin, 85 centros que atienden 5000 chicos en todo el país? Pretender revelar el secreto sería una imprudencia. Sólo decimos que en el fondo de esta historia hay una lapicera a fuente marca Parker que Abel jamás se atrevió a usar y guarda en una caja de seguridad.
Albino pasó su infancia en Godoy Cruz, Mendoza. En aquella casa había cosas que eran intocables. Estaban en el estudio de su padre, un ámbito al que se ingresaba bajando la voz. Sobre el escritorio descansaba una máquina de escribir Remington en la que el padre, un industrial que amaba la historia, pasaba en limpio lo que antes apuntaba en hojas oficio con una Parker negra de capuchón dorado a la que sus hijos atribuían poderes mágicos. "Mi padre había estudiado con los dominicos y tenía una caligrafía de lujo -dice Abel-. De chicos, mis hermanas y yo pensábamos que esa letra hermosa estaba en la lapicera. La mirábamos con reverencia y no nos atrevíamos a tocarla."
En el estudio había una gran biblioteca. Abel tenía permitido tomar los libros, pero no podía llevarlos fuera de allí. De modo que se encaramaba a un sillón de cuero y leía. Su padre, también llamado Abel, le acercó los clásicos: Shakespeare, Cervantes, Víctor Hugo, Dante. A los 14 años, el hijo ya los había leído a todos. También tuvo que aprender el Martín Fierro. "Verso 3012 al 3024", indicaba su padre, y Abel recitaba de memoria. "Era muy exigente, empezando por él mismo. No me podía ver acostado. ¿No tenés nada que hacer?, me preguntaba un domingo a las 8 de la mañana."
El industrial quería que su hijo fuera médico. Y ese hijo, para evitar lo que sentía como una imposición, se inscribió en la facultad de Derecho. A los dos años, aprovechó un viaje de trabajo que su padre hizo a Montevideo para pasarse a Medicina por decisión propia. Aun así, durante sus años de estudio en Tucumán recibía cartas de Godoy Cruz que eran verdaderas arengas: "Esforzate, apuntá más arriba, más lejos." En esas líneas escritas con la lapicera Parker llegaban intercalados versos de Almafuerte: "Ten el tesón del clavo enmohecido que ya viejo y ruin/ vuelve a ser clavo". Con imágenes como ésa el concepto se grababa en el alma.
Convertido en médico, en pediatra, en doctor, a los 30 años Abel volvió a Godoy Cruz y anunció que se iba a Italia a hacer estudios en terapia intensiva. Si creyó que iba a recibir el aval paterno, se equivocó: "En Italia te vas a encandilar con espejitos de colores, como los indios -escuchó-. Te vas a olvidar de tu país, que te dio todo, y aquí hay mucha pobreza". Albino canceló el viaje. Y al fin se fue a estudiar a Chile, donde conoció al doctor Fernando Mönckeberg, que le enseñó mucho de lo que sabe sobre desnutrición infantil y algo quizá más importante: cómo poner manos a la obra.
Un día de 1992, mientras estudiaba biología molecular en Navarra, llamó a su esposa y le dijo: "No estoy en paz". En su camino del locutorio a la Universidad, en medio de su desasosiego, recogió un diario tirado junto al cordón. Encontró allí una entrevista a la Madre Teresa. Cuando terminó de leerla, sabía lo que debía hacer. Y lo hizo.
Había recibido la Parker en 1982, tras la muerte de su padre. La tinta de esa lapicera de algún modo inspiró su historia y esa pluma es para él un símbolo, el legado de un hombre que dio en vida su mejor herencia: el tiempo que le dedicó a los hijos. El mismo que hoy le entrega Abel a sus chicos de Conin. Es decir, todo. Alcanzar los imposibles lleva la vida entera.
H. M. G. 

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