Mientras caminaba sobre la tierra seca y dura, cargando canastos, pensaba en sus años de botas de goma, cuando cada paso era un pequeño esfuerzo. Entonces, el pasto parecía estar siempre mojado, y al andar se hundía en la tierra fértil; en el agua, en los juncales, a los bordes de las turberas. Hacía muchos años que no volvía a su tierra, pero la pensaba memoriosamente cada día.
Estaba en las montañas del Norte, muy alto, cosechando cuaresmillos. La seca del verano no había logrado marchitarlos; es más, parecían tener más gusto, más jugo que otros años, una concentración de dulzor. Sabían un poco a almendras, al aliento de ella. La piel de los damascos también se le parecía. Le gustaba llevar las canastas al arroyo y lavarlos, quedaban lustrosos, una piel de seda con colores ámbar y amarillos, como la de ella.
Eran tan pequeños y concentrados que una gota de jugo que cayó sobre su camisa dejó una mancha que parecía sangre, sangre naranja. Todos los años subía por quince días a esta chacra para la cosecha, los frutales eran muy viejos, el chacarero, los regaba en invierno y primavera, rebasando la acequia. Así daban flor, y siempre, cuando el fruto comenzaba a formarse, el río perdía tanto caudal que dejaba de dar agua. Los árboles, sintiendo la seca, enviaban todos sus esfuerzos a los frutos, porque en ellos estaban los carozos; la esperanza, la posible continuidad de vida, en la semilla.
Siempre se decía a sí mismo durante las semanas de cosecha, que eran los días más lindos del año. Aunque pensaba lo mismo en cada lugar que paraba. Amaba su vida, su hacer errante. Era dulcero de oficio y recorría el país haciéndolos. Cada región tenía su temporada y pasaba de las guindas a las frambuesas, ciruelas, grosellas, parrillas, corintos, calafates, membrillos. Un gitano dulcero. Había logrado tener una red de chacareros que además, lo dejaban cosechar, no le gustaba comprar fruta, cada fruto era elegido por él. Esa certitud lo dejaba conocer su exacto punto de maduración. Algunos de los frutos grandes quedaban a veces esparcidos sobre enormes lonas a la sombra de los árboles, antes de lavarlos, esperando el punto para cocinarlos. Era un erudito en maduración, le gustaba cuando sus dulces sabían a sol.
Llegaba con dos grandes bolsas de azúcar, su enorme paila de cobre y un soporte de hierro para ponerla sobre el fuego. Al atardecer, todos los días los cocinaba. Comenzaba haciendo un fuego pequeño e iba desgajando con las manos los cuaresmillos en dos, tirándolos en la paila, con piel y carozo. Luego el azúcar, nunca demasiada. Con una enorme cuchara de radal revolvía con obsesivo cuidado para que se cocinara muy despacio. Con el correr de las horas, el dulce comenzaba a tomar un brillo dorado. Los enfrascaba prolijamente con un cucharón y luego hervía los frascos para esterizarlos.
El año terminaba con la cosecha de los membrillos en otoño, haciendo jalea traslúcida, cada fruto elegido con esmero. En invierno se dedicaba a etiquetar los frascos y en primavera, cuando los frutales revivían, el comenzaba su recorrida de entregas. Tenía listas de espera. Los dulces nunca alcanzaban, durante esa época se vestía con un viejo saco de lino grueso marrón y un sombrero de fieltro. Su camioncito era una casa ambulante. Había aprendido, ya de grande, que la vida haciendo dulces le sentaba bien.
No tenía amigos, pero la gente lo quería mucho, siempre esperando más frascos.
Tenía un camastro que se acomodaba a cada noche: bajo la luna, debajo de un ceibo o dentro del camión cuando llovía.
Su amor ya no estaba, aunque la nombraba en los labios cada vez que cerraba un frasco. Los hacía para ella; su memoria de brisas, sombras, canastos, de abrazos frutales y estrellas.
F. M
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