viernes, 31 de marzo de 2017

MALVINAS


Todos vivimos a orillas del océano. Ese océano es el cosmos. Carl Sagan nos lo enseñó primero. Es el más insondable, el más vasto. Los que hemos pasado una vida observándolo sabemos que, dada su inconcebible profundidad de años luz, nunca conoceremos sus últimos confines. Es probable que, en sus honduras relativistas, ni siquiera existan tales confines. Acaso el universo, como sospechó Stanislav Lem, no sea sino una ilusión creada por civilizaciones más sabias y más antiguas para contentar nuestras tempranas, ávidas y violentas consciencias.
Anclados al pequeño planeta azul, debemos resignarnos a observar el océano desde su orilla. La orilla del cosmos es el cielo. En él leemos durante horas el inquieto lenguaje de las nubes. En la rompiente del universo, en la delgada ribera de la atmósfera, se ofrece a diario un espectáculo inagotable. Nunca es el mismo, nunca ha sido el mismo, nunca volverá a serlo. Existe quizás, en la historia de todos los mundos posibles, un instante en el que las nubes vuelven a exhibir una cierta, exacta configuración. Imagino que tal circunstancia daría origen a un millón de prodigios.
Pero, de suyo, el cielo prefiere no repetirse. Pasará, en una misma jornada, de la claridad más diáfana a la amenaza de tormenta, con sus torres ciclópeas que avanzan con pasos atronadores y zarpazos relampagueantes, iluminadas por el último sol, enrojecidas de furia, pero a la vez con un núcleo reconcentrado de profundo gris azulino que promete lluvias vehementes. En el verano, tras la tempestad, la lenta y silenciosa peregrinación de fantasmas nos traerá un poco de esperanza y de alivio.
Artista sin igual, el cielo -la playa terrenal del océano celeste- será capaz de inspirarnos la euforia del día soleado en invierno, la tristeza de la tarde encapotada de otoño y el horror de los crepúsculos radiantes cuando se nos da por recordar tiempos mejores. Pero, inexorablemente, llegará la noche, y entonces la tentación del vacío volverá a hincarnos su puñal. Contaremos de nuevo, hipnotizados, las constelaciones, y saludaremos a los soles más conspicuos. Así, desde las primeras horas tras el crepúsculo, vigila a sus presas Orión, el cazador, evidente por las magníficas Rigel y Betelgeuse, y por su cinturón incrustado de Alnitak, Alnilam y Mintaka, a las que de niños llamábamos Las Tres Marías. Cerca del cenit, relumbra la altiva Sirio. Allá, Achernar y Canopus. Y la Cruz del Sur. Hacia el otro lado, Cástor y Pólux. Luego de mudarme, he descubierto que a la madrugada, a la hora de los desvelos, reinan en mi dormitorio Arturo y Vega.


No es raro pedirle respuestas al cielo. Durante la Guerra de Malvinas, cuando se acercaba la fecha en la que se suponía que nos enviarían al frente, me obsesionaba la idea, que tenía por cierta, de que en la batalla, igual que en la vida, el peor enemigo es el miedo. Debía liberarme de esa carga, de alguna forma, de cualquier forma, a cualquier precio.
Una noche me recosté boca arriba en el ajetreado césped de Campo de Mayo y alcé la vista. El vivac estaba a oscuras y en silencio, y la Vía Láctea se veía inmensa. Tuve en ese instante una revelación. Entendí que, si caía en combate, esas estrellas seguirían ahí, inmutables, que nada cambiaría en el océano cósmico. Entendí, en consecuencia, que mi muerte no sólo sería insignificante, sino que posiblemente sería también ilusoria.
A 35 años del 2 de abril de 1982, me doy cuenta de que aquél fue un consuelo vano y desesperado.

 Si hubiera ido al frente, tendría que haber dominado el miedo, no liberarme de él. Me doy cuenta, tantos años después, de que las estrellas estaban equivocadas. Que ninguno de nuestros caídos es insignificante, que no hay nada de ilusorio en la muerte de un hombre y que en nuestra efímera existencia no debe haber cosa más sensata que aferrarse a la vida con uñas y dientes.
A. T. 

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