Un sosiego los unía. Ambos tenían casi 40 años y habían llegado a esa edad con enorme calma. Aguerridos en el sur del sur.
Ella, antes de salir, miró las montañas, que ya tenían un poco de los colores rojos-amarillos, otoñales de ñires y lengas. El cielo estaba gris plomizo con nubes muy altas. Todavía no había nevado. Había quedado en encontrarse con él, como siempre en el último valle, donde termina la vegetación, por debajo del enorme glaciar redondo que daba lugar a un arroyo rugiente. Allí guardaban, hacía años, dentro de una bolsa hermética, una enorme hamaca de colgar, que usaban entre dos agueridos y viejos ñires para dormir la siesta y leer, y una gruesa lona verde que ponían por debajo a modo de sábana, para protegerse de las brisas heladas. Siempre después del almuerzo se acostaban enfrentados para poder verse y hablar. En la misma posición, hacían el amor, aunque nunca se habían visto desnudos. La consumación del bello amor que los unía estaba tan ligado con el lugar de los encuentros como al erizado acto, debajo del glaciar, donde terminaba el bosque.
Nunca se habían encontrado en otro lugar. Cada uno tenía su familia e hijos y siempre pensaban que lo que los unía era una fidelidad a la vida y a las montañas, al silencio del sosiego andino.
Mantenían la rutina todo el año. En invierno llegaban con esquíes de fondo, cuando el buen clima lo permitía, y a veces hacían el amor con guantes y gorros. Una vieja pala los ayudaba a hacer un pozo en la nieve y lograr que la hamaca cuelgue; por lo general se acumulaban allí dos metros de nieve. Nunca tenían planes, y al despedirse lo hacían como si no fueran a verse más. Temperamentos idénticos de corazones heroicos.
Al vestirse, ella había elegido unas botas de montaña, arriba del tobillo, que sostenían muy bien sus pies para poder caminar con seguridad entre los arroyos con piedras y las partes escarpadas con arbustos.
Le gustaba preparar su mochila encima de la mesa del comedor, disponiendo todo lo necesario, antes de comenzar a hacerla. Tenía dos compartimentos estancos, en uno llevaba una muda de ropa, su linterna de cabeza y un botiquín. Una pequeñísima y bella pava enlozada que luego de cada día de montaña, se ocupaba de lavar con esmero, entraba en el mismo lugar. En el otro llevaba un poco de comida. Ese día, un pedazo de jamón y queso con un trozo de pan macizo de centeno que hacía ella misma, cocinándolo muy lentamente en un molde cuadrado con tapa.
Él salía más temprano, de un valle hacia el Oeste, en Chile, cruzando la frontera, usando las huellas hechas por el ganado, los huemules y los jabalíes. Estaban casi seguros que se encontraban en la Argentina, aunque los mapas de la zona no eran muy precisos.
Sí, un límite casi imaginario los separaba, dos países distintos; lo demás era sólo bosques, arroyos, rocas, turberas y pequeñas lagunas andinas.
Él tenía para subir un recorrido doblemente difícil y escarpado. Una vez que llegaba a la cima del paso hablaban por radio y eso les daba a ambos un cosquilleo que comenzaba a anticipar el encuentro. Él tenía en su mochila una sopa muy espesa de zapallo y trucha que calentó en el fuego mientras comían pan negro con jamón y queso y ella servía de su pavita un té de jengibre y miel. Eran muy puntuales a pesar de que ambos tenían casi cuatro horas de caminata para llegar.
Ese día, al despedirse, comenzaba a neviscar. Ambos regresaban con la cuesta abajo en menos de dos horas, ella se subía a un pequeño bote con motor para cruzar un brazo del lago y él llegaba a su viejo jeep, que dejaba en la parte más alta de un camino de tierra.
Sí, era un amor andino que ambos presentían cada mañana cuando miraban solos las montañas, entre alientos.
F. M.
Sí, un límite casi imaginario los separaba, dos países distintos; lo demás era sólo bosques, arroyos, rocas, turberas y pequeñas lagunas andinas.
Él tenía para subir un recorrido doblemente difícil y escarpado. Una vez que llegaba a la cima del paso hablaban por radio y eso les daba a ambos un cosquilleo que comenzaba a anticipar el encuentro. Él tenía en su mochila una sopa muy espesa de zapallo y trucha que calentó en el fuego mientras comían pan negro con jamón y queso y ella servía de su pavita un té de jengibre y miel. Eran muy puntuales a pesar de que ambos tenían casi cuatro horas de caminata para llegar.
Ese día, al despedirse, comenzaba a neviscar. Ambos regresaban con la cuesta abajo en menos de dos horas, ella se subía a un pequeño bote con motor para cruzar un brazo del lago y él llegaba a su viejo jeep, que dejaba en la parte más alta de un camino de tierra.
Sí, era un amor andino que ambos presentían cada mañana cuando miraban solos las montañas, entre alientos.
F. M.
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