jueves, 22 de junio de 2017
LECTURA RECOMENDADA
La parte soñada, de Rodrigo Fresán
Desmesuras sobre la creación
Algunos años atrás, Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) señalaba que para él la escritura periodística y la literaria se hallaban cada vez más entrelazadas; ya no había diferencias sustanciales entre uno y otro tipo de narración, uno y otro proyecto. Cualquiera que haya seguido con cierta atención el devenir de su pluma en ambos campos durante todo este tiempo habrá comprobado que el autodiagnóstico resulta preciso: no se trata sólo de la cercanía entre la obra de ficción y la que ha desarrollado en diversos medios periodísticos, sino que en ese híbrido fresaniano, tan personal y a veces tan extremo, habría que incluir su papel como prologuista, antólogo y -nada menor- sus intervenciones constantes como difusor de la cultura contemporánea, en particular la norteamericana. Fresán obligó a no olvidar a John Cheever antes que ningún otro, pidió el Nobel para Dylan antes que nadie, escribió sobre David Lynch hasta que no le quedó nada más que decir, nos atiborró de nombres y referencias como si se hubiese propuesto ver y oír y leer todo.
Desde allí habría entonces que encuadrar esta trilogía, que comenzó -en palabras del autor, sin saber que iba a serlo- con La parte inventada, continúa ahora con La parte soñada y se convertirá, con un tercer y futuro volumen ya bastante desarrollado, en una suerte de plataforma total, un ensayo desmesurado y deforme sobre la creación, sobre los motores primarios de la poesía, al margen del género en que ésta se manifieste: primero la invención, ahora el sueño y luego -en proceso- el recuerdo.
La parte soñada, al igual que su predecesor, es sobre todo el libro de un fan, no en un sentido ingenuo sino en clave borgeana: el libro de alguien que es, antes que nada, un lector (y un espectador, y un escucha). ¿Hay una historia? Hay historias, episodios que de algún modo se relacionan entre sí. Y hay personajes, en un sentido del término no demasiado estricto. Pero esta "novela" es otra cosa: una máquina referencial, un mundo en el que entra casi todo. Por momentos, se parece al diario caótico de un insomne, alguien que elige no dormir porque -como denunciaba una remera con la que el propio Fresán se fotografió hace un par de décadas- hay demasiado para leer y poquísimo tiempo. Acaso las cuatro páginas finales de agradecimientos -incluido Shakespeare, disculpa mediante- reflejen como nada ese conflicto, esa tensión constante del álter ego narrativo del autor de Jardines de Kensington: incluir allí aquello que casi seiscientas carillas previas no terminaron de contener, y que sin duda tampoco agotará el próximo libro.
"Nadie sabe de dónde vienen y para qué sirven", se dice de los sueños en las primeras páginas, bastante antes de una diatriba amable contra Jung y -desde luego- Freud. El libro entero es entonces un intento radical de bucear en sus mecanismos, un diálogo siempre incompleto. El modo que Fresán elige para perderse en las arenas movedizas del sueño es, con toda lógica, hipertextual: la digresión acerca de un libro lleva a otro, éste a un personaje o una reflexión, luego a una canción, y así interminablemente, retornando de a ratos a una suerte de línea argumental -un conjunto de ellas- que en esencia permite que el texto no se desmadre por completo. A partir de esa "desestructura", la prosa característica de Fresán, hecha de síncopas, retoma a cada instante la idea previa para dar un paso más allá y cristalizar una frase que de inmediato será reelaborada, deshilvanada, multiplicada.
Ese huracán de referencias, microepisodios y dispersiones es tal vez el logro mayor de la novela, su singularidad, y, al mismo tiempo, su mayor riesgo. Se exige del lector una rendición absoluta, un trance continuo, una fe inquebrantable en que las aguas en algún momento se abrirán y podrá pisar algo así como tierra firme. Cierto es que cada texto elige a sus lectores, y nunca viene mal perder a algunos infieles en el camino.
LA PARTE SOÑADA
Por Rodrigo Fresán
Random House. 587 págs., $ 349
J. M. B.
Descubrí que estaba muerto, de J.P. Cuenca
Un irónico policial sobre la identidad
"Descubrí que estaba muerto el día que intentaba escribir un libro. Todavía no era este libro." Así empieza esta contundente novela del brasileño J.P. Cuenca (Río de Janeiro, 1978). El episodio de partida es real. En 2008, a raíz de un conflicto con vecinos que terminó en una denuncia policial -el tema de la convivencia en Río de Janeiro va a ser fundamental en Descubrí que estaba muerto-, Cuenca se encontró con una sorpresa: la policía tenía un acta de defunción fechada en 2011 con su mismo nombre.
Lo que sigue es, en parte un policial, un juego de dobles que comienza con el del autor (Cuenca, y el narrador Cuenca), una búsqueda por conocer los detalles de esa muerte, por desentrañar la propia identidad y un recorrido alucinado por el barrio de Lapa en Río. Además del libro, Cuenca escribió y protagonizó la película La muerte de J.P. Cuenca. Ambas instancias permiten pensar la obra como una performance que tiene en el centro la figura del escritor.
J. P. Cuenca es, según el Hay Festival Bogotá 39 o la versión en español de la revista Granta, uno de los mejores narradores latinoamericanos actuales, pero la novela pone en cuestión ese sistema de legitimación. Muestra con humor y patetismo la hipocresía del mundo editorial, sus lugares comunes, la farsa del joven escritor que viaja de festival en festival, el culto a la propia personalidad.
El narrador descree del humanismo y, sobre todo, de la capacidad imitativa del lenguaje. Durante una fiesta repleta de excesos, sus amigos le piden que escriba una novela de quinientas páginas que cuente una buena historia. Pero a medida que avanza el narrador escribe, en su descenso, otra, mucho más arriesgada y brutal.
Si bien el puntapié inicial parece responder a la máxima según la cual el policial muchas veces está en el límite con lo fantástico: mientras más misteriosa una muerte, más interesante su investigación. Descubrí que estaba muerto va más allá. Plantea una idea de novela ligada a la no ficción -se presentan los certificados de defunción, la ficha de la autopsia- pero también, como sucedía en Cuerpo presente, otra de sus novelas publicadas en la Argentina, a la desmesura del lenguaje. Cuenca percibe la realidad de manera siempre distorsionada. Lo que narra parece provenir de un universo paralelo, aislado, que sólo él conoce. En ese desborde se mueve por parlamentos abigarrados -cabe destacar la traducción de Martín Caamaño, que lleva con naturalidad la prosa de Cuenca-, diálogos llenos de humor e ironía sobre el mundillo intelectual.
La novela, también, forma parte de los relatos de desplazamiento. Recuerda a Budapest, de Chico Buarque o a algunas de las narraciones del argentino Sergio Chejfec, donde el lugar resulta central. Aquí se trata de Río, la ciudad emblema de Brasil que no es, sin embargo, centro económico ni ciudad capital. A la postal del Cristo Redentor, Cuenca le superpone otra, la del barrio de Lapa y sus edificios a medio terminar. Esqueletos de una ciudad que se prepara para los Juegos Olímpicos pero que parece no poder escapar a la tragedia de sus históricos enfrentamientos de clase. Hay una fuerza centrífuga que le nace de las entrañas -la ciudad tiene inmensos huecos, está en constante cambio-, capaz de gestar y devorar a sus habitantes en un mismo movimiento.
Así, Descubrí que estaba muerto poco a poco destruye cualquier noción clásica en torno del género. Las coordenadas de tiempo y espacio se pierden, la idea del cuerpo como centro primero -del placer, del terror- se desvanece. Tal vez, lo que queda en pie pero sólo como esbozo, como dibujo a medio hacer, es la idea de viaje, de transformación del personaje principal que, desde aquel viaje de Don Quijote, y antes todavía, desde el viaje de Ulises, nutre al género.
DESCUBRÍ QUE ESTABA MUERTO
Por J.P. Cuenca
Tusquets. Trad.: M. Caamaño. 207 páginas, $ 319
C. E.
Tebas Land, de Sergio Blanco
Puesta en abismo teatral
Escrita hace cinco años, Tebas Land, del dramaturgo franco-uruguayo Sergio Blanco (Montevideo, 1971), fue publicada recientemente y llevada al escenario con la lúcida dirección de Corina Fiorillo. En torno al tema del parricidio, la obra se plantea como una puesta en abismo en la cual se entrecruzan múltiples planos de representación. S., el protagonista, parece ser un avatar del propio Sergio Blanco. En clave de autoficción, escribe una obra que narra el proceso de escribir una obra.
Además de S., el dramaturgo de nombre kafkiano que, para replicar significantes, viste una remera con la S de Superman, hay otros dos personajes, representados por un mismo actor: Martín y Federico. Martín es un parricida a quien S. va a visitar a la cárcel con el objetivo de obtener material para una obra de teatro. Federico es el actor que hace de Martín en los ensayos de dicha obra. Se alternan los encuentros en la cancha de básquet del centro penitenciario y los ensayos en el teatro, en una sucesión de reflejos que vuelve problemático su vínculo conceptual. El original actúa sobre la copia y viceversa. Lo verdadero y lo falso buscan volverse indiscernibles. Es por eso que el cuaderno de notas en el que S. apunta ideas después de cada encuentro con el parricida está incluido, con la fidelidad del facsimilar, al final de la obra, como documento que testificaría la realidad de la historia narrada.
A través de la representación, S. practica un desplazamiento del plano ético del parricidio hacia un plano estético. Compara las fotografías del expediente jurídico del preso con cuadros de la escuela flamenca, aprecia la técnica del fotógrafo forense, observa la evidencia criminal como un ready-made. No por eso, sin embargo, disminuye la carga dramática del relato en primera persona del preso al referirse a los abusos que sufría por parte de su padre.
El dispositivo escénico es descripto como "un escenario de ensayo que representa a su vez la cancha de básquetbol de una prisión". Como señala Federico Irazábal en el prólogo, esta indicación resulta reveladora de la estrategia que elige Blanco para superponer niveles de representación, en una tensión que no busca resolverse. Tanto el escenario como la cárcel configuran espacios de vigilancia: siempre hay guardias que supervisan los encuentros y cámaras de seguridad, mientras que la mirada del público agrega otro mecanismo de observación.
Autorreferencial, Tebas Land opta por una multiplicación de miradas y explora las paradojas que eso suscita, mientras cuestiona, con el protagonista, las fronteras de la escritura, con una pregunta que sólo puede responderse retrospectivamente: "¿Cuándo se empieza a escribir realmente un texto?"
TEBAS LAND
Por Sergio Blanco
DocumentA/Escénicas. 188 págs., $ 250
G. C.
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