sábado, 24 de junio de 2017
HABÍA UNA VEZ....ROBERTO BONARDA
El primer golpe que recibió en su vida fue cuando encontró muerta a la jirafa. Él era uno de los cuidadores más jóvenes y la tenía a su cuidado, pero no había notado dolencias o signos de enfermedad.
Los animales no muestran sus dolores internos, están programados para ocultarlos y evitar así ser blanco fácil de los depredadores, que se ensañan en la jungla al oler la debilidad de cualquiera.
Cuando entró en el corral y la vio tumbada se dio cuenta de inmediato que había muerto. Se agachó junto al cadáver con tristeza y asombro, y después avisó a su padre con el corazón en la boca.
El padre de Daniel Bonada se llama Roberto, y en ese momento era el jefe de cuidadores del Zoológico de Buenos Aires y el hombre que le había enseñado todo. Al encontrarlo tan compungido, Roberto le puso una mano sobre el hombro y le dijo:
Tranquilo, hijo, vas a tener alegrías en los partos y en las curaciones, y también cuando te devuelvan el cariño que les das. Pero como contrapartida vas a sentir estos dolores de vez en cuando. Es parte de la vida y de este oficio.
Los veterinarios practicaron la necropsia y descubrieron en el intestino del animal metros y metros de nylon.
El nylon de las bolsas de comida que le arrojaban desaprensivamente los visitantes, quizá sin saber que con ese simple descuido la estaban asesinando.
Bonada tiene ahora 41 años y ocupa el mismo cargo que tenía su padre durante aquel lejano episodio.
Estamos sentados en un bar ubicado en el centro del Zoológico y un impresionante pavo real despliega sus alas a metros de nosotros, como si le estuviera haciendo gracias majestuosas al jefe de todos los cuidadores.
Le pido que hablemos de jirafas. Me cuenta que hace poco tuvo que planificar al detalle un viaje a Santiago de Chile para traer una.
Por lo general, los animales provienen de reservas naturales o del intercambio que se realizan entre los zoológicos del mundo. Tenían una hembra madura en Buenos Aires y necesitaban a un macho joven que la preñara.
Pero trasladar a un animal de gran altura por las carreteras latinoamericanas no resulta tarea sencilla.
Revisaron antes el camino y detectaron muchos puentes bajos en la ruta, de modo que se vieron obligados a adaptar una jaula con techo móvil.
Cruzaron la cordillera, subieron la jirafa al camión y regresaron lentamente, atravesando aduanas y peligros nocturnos.
Cada vez que llegaban a un puente, bajaban el techo obligando a que el animal se reclinara, y luego volvían a elevarlo para seguir viaje. Esa maniobra duró casi dos días, y los dejó de cama.
Colocaron por fin al macho en una pieza con división ciega: podía olfatear y escuchar a la hembra, pero no podía verla. A los pocos días quitaron la medianera para que se encontraran cara a cara.
Y como los acercamientos no eran hostiles, después de un lapso prudencial los sacaron a un predio común con dos comederos. Al principio, la hembra adoptó como hijo al macho.
Con el correr del tiempo, lo fue reconociendo como una pareja, aunque por alguna razón ella todavía no es receptiva, como si intuyera que el macho aún es demasiado joven para la cópula.
Le pido a Bonada que regresemos a su padre, aquel empleado municipal grandote y forzudo que fue elegido para trabajar con los animales. En aquellos tiempos todo era más rústico.
No había, como ahora, drogas con tranquilizantes ni cerbatanas ni rifles de dardos. Había que atrapar y reducir a mano, con lazo o cogotera, a las fieras para revisarlas.
Roberto empezó dominando a los guanacos y pasó a confraternizar con los osos pardos y los polares, y se hizo amigo de los caballos y los felinos.
Su hijo iba a verlo siempre al Zoológico. Se recuerda a sí mismo en una baranda mirando cómo su padre trabajaba con los osos: Papá transmitía tanta seguridad que yo no sentía miedo, me dice.
Ya hacía rato que a Roberto lo habían nombrado líder de los cuidadores cuando Daniel se anotó en la Municipalidad y lo destinaron al predio de Sarmiento y Las Heras.
El mentor se ocupó de mostrarle a su discípulo todos los secretos de ese micromundo, y de guiarlo animal por animal, explicándole cómo se comportaban y cómo había que crear con ellos un vínculo.
Acá hay que dejar los problemas afuera —le aconsejaba—. Hay que tomar a los animales como partes de tu familia.
Esto es mucho más que un trabajo. No es un oficio mecánico sino humano. Esto va más allá de la plata. Te tenés que ganar el respeto de los animales.
El alumno siguió al pie de la letra esa filosofía.
Aunque recuerda, sin embargo, que cuando alguna vez lo azotaban maremotos personales e iba a trabajar simulando que no estaba triste, los animales percibían de alguna manera esa angustia secreta e intentaban consolarlo.
Durante una determinada semana de penas y desdichas, algunas aves cambiaban de actitud y se le posaban en el hombro.
Marcos, el tigre de Bengala, se le acostaba cerca para acompañarlo en las tareas. Los monos se pegaban a los barrotes para acariciarlo.
Son más humanos que nosotros—me dice—.Te lo pueden contar los viejos cuidadores. Todos saben que hay un sexto sentido en los animales, una sensibilidad particular que desarrollan con quienes los protegemos.
Bonada hizo cursos de cuidador enfermero de animales, y de conservación de la fauna silvestre. Y hoy comanda un equipo de 38 personas.
El Zoológico funciona como un hotel y como un hospital: hay más de 2.500 animales y un seguimiento sanitario minucioso y sistemático de cada uno de ellos.
Algunas aves son traídas para su recuperación con picos dañados, alas rotas, mutilaciones o heridas.
Algunos lobos marinos de poca edad y desarrollo se pierden en las tempestades y derivan hacia las costas del río: los cuidadores los curan y muchas veces los envían a Mar del Plata para devolverlos al mar.
Su equipo también funciona como ambulancia de emergencias. Hay personas que compran en las provincias del Norte animales silvestres y luego intentan hacerlos convivir en un departamento del centro de la ciudad.
Unos años atrás Daniel tuvo que capturar a un mono carayá en el barrio de Flores.
Unos turistas lo habían comprado de buena fe en la ruta cuando no medía más de siete centímetros y se habían tragado el cuento de que esos monos no crecían.
Pero el mono creció cuarenta y cinco centímetros, y comenzó a revolucionar al vecindario cuando escapó o fue liberado, y apareció huyendo por los cables de la luz y el teléfono.
Bonada tomó una camioneta y se armó con una bolsa y una vara con aro. La policía y los curiosos se amontonaban en la vereda.
Daniel ganó una azotea y comenzó a perseguirlo saltando de terraza en terraza para escándalo y divertimento del público. Finalmente, lo arrinconó y pudo atraparlo. Parecía una hilarante comedia de acción.
La multitud aplaudía. El mono pasó una temporada en el Zoológico, lo metieron en un plan de liberación y lo largaron de nuevo en el Chaco.
Me cuenta ahora una situación más delicada: por orden de un juez había que rescatar a un león. Fue en los años noventa. Un fotógrafo lo había adquirido de cachorro y lo había criado en los fondos de su casa.
Para ese entonces, la bestia era tan grande como el león de la Metro Goldwyn Mayer, y yacía encadenada en los patios traseros con un fin comercial: el fotógrafo le tomaba imágenes junto a modelos o personas con gusto por las emociones fuertes.
Un vecino había escuchado los rugidos y se había asustado mucho. Un magistrado de la Justicia le había ordenado a la policía que procediera a la incautación de la criatura.
Bonada y sus hombres viajaron con un camión y una jaula, pero el fotógrafo se resistía.
Finalmente, ante lo inevitable, cedió y él mismo condujo al león hasta la caja y permitió que se lo llevaran. A los pocos meses, soltaron al animal en una reserva.
El león es manso, pero no deja de ser un león —me advierte el cuidador—. El instinto de cazador de estos mamíferos no se pierde por haber crecido en un hogar de humanos.
Hay dos clases de leones en el Zoológico: los colorados del África, que están en el foso, y los blancos, que viven en las jaulas.
Hace cuatro años, un chico de veinte trepó el muro, pasó los alambrados, se descolgó del borde y cayó en la leonera.
El león estaba echado y perezoso, y por supuesto bien alimentado, de modo que al comienzo lo miró con cierta indiferencia. Pero el chico se le aproximó azuzándolo con vehemencia y se quitó la remera como si fuera a torearlo.
Luego se acercó más y le pasó la remera por el hocico, la nariz y los ojos. Fue entonces que el león se paró en cuatro patas para hacerle frente, mientras arriba pegaban gritos de pánico.
El chico decía una y otra vez: El león me llamó, el león me llamó. Pero el león no se movía y después de un rato el chico trepó el muro y fue apresado por paramédicos y llevado a una guardia, y al final a un neurosiquiátrico.
La memoria del jefe de los cuidadores es pródiga en escenas fuertes, pero su tono desbarata la grandilocuencia: sustantivos prolíficos y potentes, pero adjetivos económicos. El lenguaje de un parco hombre de acción.
Estoy explorando los intersticios de sus recuerdos y lo veo limando las uñas de las tres elefantas, como si fuera su manicura.
Dos elefantas son de la India y la tercera viene del África y es famosa: se llama Mara y era la estrella del circo Rodas. También lo veo asistiendo al primer parto.
Cuando el cachorro asomaba las manos y la cabeza pero no podía salir, y la cierva corría histéricamente de un lado a otro con su hijo colgando y bamboleándose afuera de su vientre.
Daniel y sus compañeros tuvieron que alcanzarla, acorralarla con cuidado puesto que se defendía, sostenerla con fuerza y permitirle al veterinario que destrabara y sacara al cervatillo.
Ese día Daniel, que no ha tenido hijos, sintió una emoción indescriptible. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba completamente manchado de sangre y placenta.
Desde entonces ha asistido cientos de partos. Algunos de ellos protagonizados por panteras y jaguares, o tigres de 150 kilos que tienen crías de 400 gramos. Los felinos son inquietantes.
Como a todos, de vez en cuando hay que tomarlos, examinarlos, extraerles sangre y salir vivo de todas esas experiencias humanitarias. Cuando lo pusieron a cargo de la nueva felinera, sus compañeros le decían a cada rato:
Cuídate, Daniel, no te apures, cerrá bien la puerta, revisá dos veces los cerrojos.
Y en esos días Bonada soñaba vívidamente que se equivocaba y que los felinos escapaban y se perdían por los laberintos del jardín. Algo que, por suerte y pericia, jamás sucedió.
Me habla de yacarés de Santa Fe que hospedan y que luego regresan a sus lugares de origen.
Y de huevos de cóndores andinos incubados en el Zoológico, crías alimentadas, y luego de cómo los liberan, ya adultos, cinematográficamente en los cielos y cumbres de la Patagonia.
Me explica que tienen un sistema de rotación y en grupos de tres cuidadores para formar el vínculo con cada animal pero a la vez para que eso no se convierta en una dependencia.
En 1991 él mismo se hizo cargo de un panda rojo, y fue tal la comunicación y afinidad que cuando se tomó vacaciones, el animal cayó en una depresión notoria.
Ahora estamos caminando por la zona sur del Zoológico. Es un día de semana, hay pocos visitantes, y el cielo está límpido luego de las tormentas de los días anteriores.
Había algo extraño esos días en el aire porque las tres elefantas emitían barritos de susto y excitación, recuerda.
Dice sin pestañear que hay ciertos visitantes que vienen seguido, una vez por mes, y que sólo se interesan por estar un rato con “su” animal. Hay fanáticos del zorrino, del jaguar y del tigre.
De la contemplación de esos extraños dioses de la naturaleza. Me los imagino a esas mujeres y a esos hombres solitarios y taciturnos manteniendo diálogos telepáticos con sus “mascotas” inalcanzables.
Le confieso que hace unas semanas narré la historia de un cazador profesional en el África y que no pude sino sentirme perturbado frente a ese arte amado por unos y aborrecido por tantos.
Acá no sentimos simpatía por los cazadores—apunta con una sonrisa cansada—. Si quieren cazar a un animal peligroso yo les diría que se metan en la selva armados únicamente con un cuchillo. Así sería una lucha justa, ¿no?
Muchos fines de semana Daniel Bonada almuerza con su padre y en la sobremesa, con un tono melancólico, el maestro le pregunta al discípulo: ¿Y cómo está Pancho?
Entonces Daniel dice: Viejo, papá, se nota que está viejo. Pancho es un chimpancé anciano: tiene 40 años. Un amigo que los acompañó siempre y que está cerca del final.
Los dos hombres se quedan en silencio, asintiendo en mitad de los ruidos de la tardecita, mientras el domingo se deshace en el aire.
Artículo extraído del portal ZendaLibros
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