viernes, 23 de junio de 2017

HABÍA UNA VEZ...



Crónica de una periodista que no se rindió



La descubrí con un sobresalto en una breve noticia de la sección Cultura. En pocas líneas se decía que una periodista llamada Olga Cueto, que ejercía desde hacía más de veinte años el oficio en la ciudad de Ingeniero Lartigue, se encadenaba todas las mañanas a las rejas de la municipalidad y transmitía con ayuda de un micrófono, un amplificador y dos bafles su clásico programa radial frente a la plaza mayor y ante la atónita mirada de los paseantes y vecinos.
Utilizaba, al parecer, una mesita y una silla plegable, que también transportaba en su Volvo modelo 1980, y daba noticias y pasaba sus discos de folklore, mientras denunciaba una y otra vez que el intendente había movido los hilos para levantarle el programa y cerrarle la boca.
Un anónimo vocero municipal declaraba en aquel mismo suelto que esa administración pública de ninguna manera había ejercido censura y sugería que la mujer no estaba muy bien de la cabeza.
Este reportero había aprendido muchos secretos de la praxis periodística viendo en acción a aquella furibunda y alegre reina del teclado en la Patagonia, cuando ambos compartían la redacción de un diario sin destino.
Yo era joven, y ella ya era vieja. Una mujer arrugada que fumaba cuatro paquetes por día, que no se teñía el pelo, que tenía caderas rotundas y que parecía una solterona retirada para siempre del amor.
No escribía bien, aunque insólitamente se consideraba por encima de la media. Pero poseía un empuje sobrehumano y una decencia ingenua que nos admiraba y enternecía a todos.
Algunos años después de aquel atardecer en el que nos despedimos en el andén de la terminal de ómnibus, me escribió una carta para informarme que ella también se volvía a sus pagos y que había estado leyendo mis artículos.
No los elogiaba, pero al llenarme de fallidas recomendaciones técnicas y personales dejaba filtrar un enorme orgullo por mi trabajo.
La olvidé en medio de tantas borrascas de la vida y los periódicos, como olvidamos tantas cosas en esta cruel montaña rusa en la que vivimos, hasta que una tarde me llamó por teléfono.
Había leído mi colección de cuentos y quería sacarme al aire. Tenía la misma voz tabacal y varonil de antaño, pero se le notaba un cariño histórico irrefrenable y conmovedor.
Mientras charlábamos un rato y recordábamos ante el público antiguas aventuras patagónicas, Olga Cueto rompió a llorar y me dejó perplejo.
Luego supe que “Buenas tardes, Ingeniero Lartigue” era el programa que más se escuchaba en su pueblo y los alrededores.
Olga difundía música, hacía entrevistas, criticaba a los políticos y recomendaba libros desde el mediodía hasta las siete de la noche. Por fin se había convertido en lo que merecía ser: una líder de opinión, una cariñosa diva menor de aquella ciudad olvidada en el sur de Santa Fe.
Ingeniero Lartigue tenía cinco mil habitantes y una única librería: “La Olga”, que mezclaba novedades con libros usados, y con la que Susana, la hija adoptiva de Cueto, paraba la olla y daba de comer a sus tres hijos sin padre.
La larga entrevista telefónica que me hizo aquella vez entraba en pausa cada diez minutos para una tanda comercial durante la que se destacaban el único supermercado de la zona, el municipio, un consignatario de hacienda, una cooperativa agrícola y varios polirrubros.
Olga pasaba todo tipo de mensajes, desde elogios y críticas a los invitados, hasta avisos de parientes y paisanos, y pedidos de localización de mascotas perdidas.
Le juré públicamente que alguna vez la visitaría presumiendo que jamás cumpliría esa promesa, y no volví a saber de ella hasta quince años más tarde, cuando la encontré encadenada a las rejas de la municipalidad de Ingeniero Lartigue en una noticia breve y conmocionante.
Ensimismado en mi rutina traté durante algunas horas de eludir la obligación, pero me fue imposible: la noticia me picoteaba la conciencia y no me dejaba concentrar.
Al llegar a la redacción hice tres o cuatro llamados y conseguí el número de aquella librería.
Me atendió una mujer de voz vacilante, y no tuve más que darle mi nombre para que me advirtiera, completamente alarmada, que no necesitaba más líos de los que ya le llovían.
Susana me cortó en seco y yo me quedé paralizado, sentado en mi escritorio, frente a mi computadora prendida. Puse “Olga Cueto” en Google para ver si podía enterarme qué estaba sucediendo, pero no había nada de nada.
Durante el almuerzo les conté a mis jefes quién era realmente aquella mujer y la intriga que me provocaba todo el asunto. ¿Querés ir a ver si hay una historia?, me preguntaron.
Tomé un micro a las diez de la noche en Retiro y viajé sin dormir ocho horas hasta una localidad cercana.
Un remisero de acento cordobés me llevó a través de la madrugada, las rutas vacías y los sembradíos hasta Ingeniero Lartigue, que se estaba desperezando.
La ciudad era pequeña e idéntica a cientos de pintorescos y melancólicos pueblos del interior. Encontré fácilmente “La Olga” pero Susana todavía no había abierto.
Me tomé un café con leche en el bar de la esquina y le pregunté al mozo por la señorita Cueto. Hizo un gesto como si no supiera o no le tocara saber.
Anoté en mi cuaderno de tapas duras varias osadías históricas de mi amiga. Y pensé, mientras lo hacía, que Olga Cueto merecía al menos una novela. El mozo me avisó, como a las nueve, que habían levantado las persianas de la librería.
Eran los bajos de una casona. El local había sido, alguna vez, un garaje para coches o carruajes; un salón rectangular tapizado de anaqueles con volúmenes de lomos sobados. Parecía una castigada biblioteca obrera.
Solo una mesa presentaba los libros de esos meses y aún así estaban llenos de polvo. Susana era una cuarentona desvaída y quejumbrosa que pensaba en susurros inaudibles.
Estaba completamente abstraída en unas cuentas que hacía con una calculadora de la era del hielo. Elegí una nouvelle de Bernardo Kordon y se la llevé hasta el mostrador.
Me cobró sin mirarme y recién entonces le dije quién era y a qué había venido. Revoleó los ojos e hizo un movimiento como si el esqueleto dejara de sostenerla. Luego suspiró largamente, como un animal rabioso, y me encaró: ¿Quiere verla?
Tenía ahora una voz desafiante, irritada y a la vez exhausta. Me miró unos segundos e hizo un movimiento con la cabeza: Es arriba, dijo de manera cortante. Tenía que salir y subir una escalera.
Susana alcanzó la calle, apurando el trámite, y me señaló el camino. Empecé a subir los escalones con su vista clavada en la nuca. Al llegar arriba me di vuelta.
Acá lo que menos necesitamos es que vengan a convertirla a la mami en una heroína, me dijo con los brazos cruzados. Se comía la cutícula del pulgar; no pude sostenerle la mirada. Seguí subiendo y toqué a una puerta. Oí que Olga tosía y tosía.
Batí palmas y la llamé. Se hizo un silencio de tumba. Me quedé tieso, esperándola, y en ese suspenso estaba cuando comenzaron a escucharse los ruidos de la cerradura.
Se movió el picaporte, se abrió la puerta y apareció Olga Cueto, infinitamente vieja, por la rendija. Ay, Dios mío –decía franqueándome el paso–. Ay, Dios mío. Me palpitaba fuerte el corazón: Olguita, tanto tiempo. Nos abrazamos. Me tomó la cara entre las dos manos para verme mejor, como si yo fuera un soldado desaparecido en la guerra y ella una madre que se había marchitado esperándome.
Al cabo de unas palabras y unas cortas vacilaciones, entré en su departamento: un living comedor, una cocina, un baño, una pieza y poco más. Los muebles eran de la década del sesenta. Me llevó hasta una pared llena de fotos.
Había una, entre todas, donde ella y yo cubríamos un crimen en las márgenes del río Limay.
Tenía pegada, con chinches, una muy posterior reseña amarillenta donde se afirmaba que yo tenía mucho futuro en la literatura. La profecía no se había cumplido.
Olga rengueaba envuelta en un batón y me explicaba que tenía problemas de várices y lumbago y que un cardiólogo le había advertido que no forzara su corazón, pero que todos esos achaques no le importaban nada.
Sentate, sentate, qué sorpresa, ¿qué es de tu vida? Puso una pava en el fuego y preparó unos mates mientras me oía responder lo esencial: dos hijos grandes, un divorcio, mucho trabajo, vanos intentos de ser un gran novelista, amores encontrados en el camino.
De repente estábamos tomando mate y comiendo bizcochitos de grasa y conversando como si no nos hubiéramos separado nunca. Olga era una tremenda habladora: me pasó rápidamente por encima con anécdotas e informaciones vitales.
No tenía pareja, pero tampoco la extrañaba; Susana y los chicos eran su vida. Le había costado muchísimo comprar aquel edificio enclenque, y se había convertido en una voz importante del pueblo. El programa tenía mucha llegada.
Mercedes Sosa había salido por teléfono desde París para charlar con Olga. Los Nocheros habían estrenado una canción en sus estudios.
Desde la radio había iniciado campañas exitosas: una movida para que las abuelas les leyeran libros a los niños, premios para vecinos que fueran prolijos con las calles, cadena de solidaridad para que los más pobres no se quedaran sin un bocado en las fiestas, y denuncias concretas contra los que vendían paco en los barrios.
Tuve que pararle un poco el carro para que fuéramos al punto. ¿Y qué carajo está pasando con todo eso de las cadenas y la censura?, le pregunté. Se quedó quietísima y callada unos segundos, parpadeando, como regresando a la realidad.
Ah, eso, dijo y le pegó una sorbida a fondo a la bombilla. Me pareció que se le llenaban los ojos de lágrimas. Trataba de ver por dónde empezar. Vos sabés que yo nunca me metí en política, siempre fui periodista.
Olga había sido tenuemente radical en su juventud, pero luego había abrazado con tanto ahínco este oficio que jamás se apartaba del catecismo esencial: no casarse con nadie. Con nadie y bajo ninguna circunstancia.
–El viejo Lartigue, bisnieto del fundador, vivía en Buenos Aires y al principio la radio fue un capricho, te digo la verdad –empezó; lo único que no había envejecido durante aquellos años era su energía, seguía siendo una tromba–. El don decía que quería devolverle al pueblo todo el cariño bla, bla, blá. Pero en realidad fue el hijo mayor, Julito, el que después le puso plata y empeño, y entre todos la sacamos adelante. Cuando volví del sur me dieron la mañana y me fue bien. Y eso que era una época áspera, nos cargamos a varios funcionarios y a un concejal que metieron la mano en la lata. Tuvimos denuncias penales, pero zafamos de todas. Yo les daba palos a esos hijos de puta, porque eran unos inútiles y unos corruptos que se cagaban en la gente. A los años, Julito me ofreció la tarde, que no estaba consolidada, y le dejó la mañana a un chasirete que tenía un pasquín. Quique Rigal, ¿lo conocés?
Olga no vivía en la Argentina sino en ese país cerrado y minimalista llamado Ingeniero Lartigue. Me dieron ganas de fumar, y eso que no fumaba desde casi tres décadas.
–Quique Rigal –pronuncié para ver como sabía en la boca. Pero no sabía bien ni me sonaba de ningún lado.
–Te pregunto porque la va de amigo de los grandes periodistas porteños –dijo Olga y me ofreció otro mate–. A lo mejor eso también es un camelo, andá a saber. Rigal es un trucho, con más humos que sorete de invierno. Y bien metido a la derecha. En el pasquín, que era un semanario de mala muerte, él nada más que hacía fotos, porque escribía con los pies, pero vos vieras cómo pasaba la gorra. Cuando tuvo el micrófono, imaginate: la gorra se le llenó de avisadores. Sobre todo de la comuna, porque Rigal vendía protección, ¿viste? “Me ponés avisos y yo no te mando al fuego”. Una basura.
–¿Le contaste a Julito?
–Miles de veces, pero ni bolilla –dijo encogiéndose de hombros y alzando irónicamente las cejas–. Yo entonces, entre canción y canción, entre libro y libro, metía mis sablazos. Porque estamos para joder, ¿no?
Sonreí como si me pesara el alma rota. Se oyeron a lo lejos ofertas de verdura fresca formuladas desde un megáfono.
–La crisis económica, como a todos, nos castigó pero no nos borró del mapa –dijo Olga y se paró a buscar una botella de Tres Plumas. La renguera era tan pronunciada que me pegó en el corazón–. Después éstos ganaron las elecciones, y la verdad es que hicieron una buena gestión. Igual yo les seguía dando leña, para que no se durmieran.
–¿Quién es el intendente?
–El Tano Calotti, que pasó por todos los peronismos, pero que ahora parece que defendió Playa Girón.
–Está de moda inventarse una batalla.
–Nosotros tenemos más batallas que todos ellos, guachito, ¿no? –me dijo pegando una carcajada brusca que derivó en un catarro. Tenía un poco de artritis, pero se las arregló para recoger de una vitrina dos copas. Las trajo a la mesa en una bandeja–. Destapá que así echamos un traguito. Va a hacer frío hoy. Mucho frío.iraba para acer calor, pero no la quise contradecir. El mate amargo me había dejado un gusto feo en la boca, y además necesitaba echarme algo fuerte en el garguero. La noche en vela, el viaje y los presentimientos me tenían desangelado.
Destapé la botella y serví. Brindamos. Por los cagatintas, propuso ella. Volvimos a brindar. El alcohol me bajó por las entrañas como un fantasma elástico y helado que se me acomodaba en el interior del cuerpo.
Olga chasqueó la lengua y se sentó con cierta dificultad. La fuerza que tenía no armonizaba con esos huesos maltrechos ni con esa carne magullada por el tiempo.
–Nobleza obliga: a Calotti le tocaron años de vacas gordas, pero fue inteligente –dijo golpeando la mesa con los nudillos–. Hizo equilibrio cuando vino la guerra del campo para que sus patrones de Buenos Aires no lo pasaran a degüello y para que los votantes de acá no se lo comieran crudo. Y te digo que más o menos zafó. Con las arcas llenas empezó a hacer obra, y yo lo elogiaba a regañadientes, porque no quería aparecer como alcahueta. Pero prometió con pompa y todo que iba a construir un puente carretero, que ya tenía inversores, y pasaba el tiempo y nada, che. Nada de nada. Entonces todas las tardes yo agarraba el fierrito y decía: “Pasaron tres años, seis meses y dos días desde que prometió el puente. ¿Qué pasa, señor Calotti?”.
Me reí para festejarle la ocurrencia y ella me imitó, aunque los dos teníamos los ojos serios. Y opacos.
–Veo que la cosa se iba caldeando –dije.
–Empezó a hacer cosas que no me gustaban ni un poquito.
–¿Cómo qué?
–Billetera. Ponía guita en cualquiera y por cualquier motivo. Les daba plata a algunos chacareros para que no trabajaran. Conseguía chupamedias con desgravaciones fiscales. Anexaba con dineros públicos a vecinos influyentes. Callaba bocas. El Estado invertía en todo. Te digo la verdad: a mí eso no me parece del todo mal, pero éste se pasaba de rosca. Toda actividad humana le parecía que necesitaba apoyo municipal. Y como todo dios se cree que merece el cielo, acá nadie se le negaba. Eso no está bien, porque se va amasando un clima general como de empleado público, guachito. “Para qué me voy a romper el culo si viene el Barbudo de arriba a salvarme”. ¿Me entendés?
Asentí como si entendiera. De pronto tenía el desprecio bordado en los labios resecos.
–El asunto es que nadie le contaba a Calotti las costillas, y un día un albañil al que parece que le habían garpado mal un laburo contó que el intendente se estaba haciendo flor de mansión en Venado Tuerto, el muy culeado. Y era así nomás. Hubo mucho quilombo, imaginate. El Tano me empezó a acusar de trabajar para la oposición. “¿Qué oposición? –le contestaba yo–. Si acá oposición no hay”.
–¿Y la radio te bancaba?
–Julito Lartigue no decía ni mu, andaba siempre por Buenos Aires. Y el turro de Rigal se había vuelto oficialista. Un gran felpudo. Pero ojo al piojo, el municipio se lo reconocía. El municipio es buen pagador: le ponía avisos, lo mandaba de viaje, le pedía asesorías rentadas. Hasta le daba premios. ¿No es un escándalo?
–Progresó rápido.
–Rapidísimo: cambió cinco veces de auto en tres años –levantó la voz mostrando todos los dedos de su mano izquierda–. Cinco veces. Y después se compró una chacra que te tiembla el tujes. Este Rigal tiene más pasado que el Coliseo Romano, pero empezaron a buscarme roña a mí. ¡A mí, que nunca estuve con los milicos y que me cuidé hasta de dónde cagar!
Estaba, por fin, furiosa. Se levantó trabajosamente y rengueó hasta la cocina. Sin moverme vi que quería preparar café. Acercó un termo. En la plaza hace frío, ya vas a ver, repitió desde la mesada. Terminé los restos del coñac: me sentía como anestesiado. Un rayito de sol entraba por la ventana y me quemaba el pantalón. Me descalcé bajo la mesa, estiré las piernas y los brazos, y bostecé. Olga se apoyó en el hueco de la puerta, esperando la resolución de las hornallas, y dijo limpiándose con el dorso de la mano la espuma de la boca:
–Un día Calotti llamó a Susana y le informó que “La Olga” era un monumento al libro, y que quería nombrarla de interés municipal. Le daba cinco mil pesos de subsidio por mes de por vida, y la restauración de los ejemplares antiguos corría por cuenta de la comuna. ¿Te das cuenta? Tuvimos un gran disgusto con la Susana. Quería agarrar a toda costa. Yo entiendo, le cambiaba la vida. Pero era un soborno. Lo saqué carpiendo al Tano.
–Susana no te lo perdona.
–Todavía no me lo perdona.
–¿Y cómo reaccionó el señor intendente?
–El supermercado que me bancaba llamó para decirme que no podía seguir poniendo avisos. Lo habían apretado con los precios de las góndolas, y había negociado. Por la inflación, ¿viste? Me explicaban que, por el apriete, las ganancias eran muy chicas y que no les daba para hacer publicidad.
–Un verso –chisté.
–Después me enteré que en la negociación le habían pedido que no bancara a una destituyente como yo. Una destituyente, ¿te das cuenta? Yo no quería destituir nada, quería solamente decir la verdad.
Hubo un extraño silencio, donde los dos nos quedamos abstraídos en nuestros pensamientos. Cuando pitó la pava Olga la sacó del fuego, recogió una jarra de la alacena, colocó el filtro, vertió café y fue echándole agua mientras hablaba. Me paré para escucharla mejor. Me fui acercando a la cocina con la modorra de un gato.
–Pero me callé la boca y seguí adelante –estaba diciendo ella entre toses–. Pronto me avivé de que el consignatario de hacienda que me seguía desde joven ya no tenía plata. ¡Minga que no tenía! Andaba en una 4×4 que te cortaba el hipo. Ese sarnoso también había transado. Y después pasó lo mismo con la cooperativa y los polirrubros. Me dijeron que no rendía de tarde. Que a ellos les iba mejor de mañana, que el programa de Rigal tenía mayor penetración. Habían traído de Rosario a un tipo de una agencia de publicidad que los aconsejaba. Para mí que venía bancado por el Gobierno porque un día lo vi dando una charla en la municipalidad y siempre comía con el Tano Calotti. Mirá, no sé incluso si no es el mismo que le armó los afiches de campaña.
–Quedaste en manos de los avisos oficiales.
–Cada vez ponían menos y cada vez me hacían comer una amansadora más grande en las oficinas y en los pasillos –dijo y pasó todo el café al termo–. Los burócratas me humillaban.
–¿No pediste hablar directamente con Calotti?
–El Tano es primo carnal de mi tía, ¿sabés? Sí, un día me lo crucé en un asado.
–¿Qué te dijo?
–“Olguita, vos sos muy criticona, y los muchachos te tienen en la mira”. ¿Qué muchachos?, le pregunté. No me contestó y lo mandé a la mierda. A la mismísima mierda.
–¿Hubo represalias?
–Empezaron las pintadas. “Olga Cueto, empleada de las corporaciones”, me ponían. Un día aparece en el pasquín de Rigal una separata entera y carísima donde tomaban frases mías y las sacaban de contexto y las mezclaban con citas de Hitler y Mussolini. Me metieron una denuncia por apología del delito y otra por discriminación. Ya se demostró que no tenían fundamento, pero el juez es del partido y mantiene las causas abiertas. Lo encaré a Rigal y lo mandé a la puta que lo parió en una parrilla de acá a la vuelta. Mi dijo en voz baja: “Estás haciendo mucho daño a la radio, Cueto. Si parás la mano y hacés un mínimo mea culpa, ganamos todos”. ¿Mea culpa? Si yo no era culpable de nada.
Nos sentamos juntos en un sofá derrengado. Olga me volvió a agarrar la cara y a decirme: Ay, Dios, todavía no puedo creer que hayas venido. Le pasé un brazo por los hombros y la atraje hacia mí, como si fuera mi novia.
Se quedó así unos segundos, recostada en mi pecho. Me pareció que moqueaba. Después de un rato se rehizo con un suspiro larguísimo y me palmeó la pierna.
–¿Te aburre todo esto?
–Cómo me va a aburrir, Olga.
–Me respondés como si todo esto te sonara conocido.
Dudé unos instantes.
–No es original.
Empezó a negar con la cabeza. Volvieron a escucharse a lo lejos las ofertas de verdura fresca.
–Me dejaban afuera de todo –oí que decía, y que volvía a toser–. No me invitaban a las reuniones, me retaceaban información, me ignoraban a la hora de los reconocimientos, la gente me insultaba por la calle. Un día se me acercaron dos pendejas en la peluquería y me empezaron a decir que yo era golpista, que trabajaba para la derecha y cosas así. Las agarré de las mechas. También hubo muchas llamadas. Muchas. “Ojalá te mueras de cáncer, vieja puta”. “Sos empleada de los oligarcas”, me dijo uno. Lo reconocí: “Juancito, sos vos, ¿no? Ya vas a ver cuando le diga a tu mamá”.
Nos reímos un poco más.
–Yo lloraba de noche, para qué te voy a mentir. Y Susana seguía con la cantinela: “Dale, por favor mami, largá un poco. Dale, dale, mami, por favor”. Pero vos me conocés, cuánto más me atacan, más fiera me pongo.
Y ése es el problema, pensé. Ahora me sentía tremendamente cansado y confuso.
–El colmo fue cuando puse a un perito al aire que contó cómo era el yeite del puente carretero –me cortó. De repente estaba orgullosa–. El puente se hacía ahora a toda velocidad pero por una adjudicación directa. Todo a pedir de boca de una empresa del primo del intendente. ¡La que se armó, guachito! ¡La que se armó!
Me levanté para ir al baño y le pedí que me esperara. Hice una larga meada. Desde la ventanita, mientras me lavaba las manos y me secaba la cara, divisé los fondos y más allá las casas bajas, un paisano a caballo, una camioneta, dos perros.
¿Qué estoy haciendo acá? –me pregunté–. ¿Cómo se me ocurrió venir? Colgué la toalla con mucha delicadeza y volví al living y al sofá. Olga hablaba con alguien por teléfono.
Era un aparato viejo y negro con un disco grande. Colgó y separó una silla de la mesa para sentarse de costado y hablarme de frente. Apoyaba un brazo en el espaldar y recostaba el cuerpo. Se miraba las zapatillas; yo le miraba las várices.
–Lartigue vino a verme a esta misma casa –dijo, y levantó la vista para mirar en redondo los techos–. Me dio un poco de vergüenza mostrarle cómo vivía. Se sentó ahí donde estás vos y me dijo que en Rentas le habían hecho una carpeta muy gruesa y que no podía bancarse la presión. Le dije en la jeta que si le debía al fisco que pagara y se dejara de jorobar. Pero Julito me dijo muy seriamente que pagaba, y que así y todo les inventaban expedientes y que no había forma de defenderse porque todos eran compañeros: los jueces, lo dirigentes, los funcionarios. Estaba afligido. Casi me entraban ganas de consolarlo al pobre. Hasta que de repente me pidió que renunciara.
–¿Así nomás?
–Así nomás, guachito. Nunca hubo contrato de por medio así que ni indemnización ofrecía. Te juro que me sentí morir. Me sentí morir.
Mientras lo decía parecía que se le iba en ese mismo momento la vida por el aliento. La vi de pronto en una lejanísima escena de la Patagonia, peleando a los gritos con un abogado. Aquella Olga Cueto ya parecía una anciana. Pero una anciana inmortal.
Esta Olga Cueto era un pájaro frágil que piaba por última vez.
–Quiero creer que saliste a denunciarlos.
–Salí a batir parche por la radio, y algunos me apoyaron pero me dolió ver que no eran muchos –dijo enderezándose con gesto de dolor. Le dolían las vértebras–. Acá como en cualquier lado te mandan a vos al frente y cuando las papas queman, se borran. Y además, cuando el bolsillo va bien, nada importa demasiado. A nadie le importa un carajo, la verdad.
–¿Y entonces?
–Me mandaron varias cédulas judiciales para que abandonara el programa. Y un día pasó lo que tenía que pasar: no me dejaron entrar al edificio. ¿Sabés lo que fue eso? No tenés idea. Una puñalada. Estuve muy, muy, muy triste, guachito. Muy triste varios días. Nadie me tocaba la puerta. Yo era un paria, una muerta en vida. Era la mala de la película, guachito. Gente que me conocía de siempre me daba vuelta la cara. Algunos pocos me hicieron el aguante. Pero no alcanzaron. No alcanzan.
–Olguita –le dije, impotente–. Lo lamento muchísimo.
–¡No lo lamentes! –me cruzó levantando una mano–. No me des el pésame que todavía no estiré la pata. Esperá y vas ver… Al principio me la pasaba en esa cama que ves ahí. No podía ni hacerme de comer. Susana me preparaba guisos y me daba cucharadas en la boca. Adelgacé un montón. Pero una mañana me levanté, me bañé, me cambié y salí a caminar sin rumbo fijo. Caminé por todos lados y terminé sentada en un banquito de la plaza central. Miré a los chicos que jugaban, las palomas y los jilgueros, el borracho, los jubilados. Y las rejas. Vi las rejas y el edificio, y pensé en el puto de Coletti, y entonces se me prendió la lamparita.
–Cómo hacés con la electricidad? –le pregunté y me sentí un imbécil–. No me refiero a la lamparita sino al equipo.
Se ahogaba de risa, aunque el catarro era preocupante.
–No, está bien la pregunta –dijo barriéndose las lagrimitas con la manga del batón–. Le pedí a un electricista que me armara un chirimbolo para transmitir con la energía del auto. Se ve que el electricista boconeó porque me vino a ver el comisario, que también es pariente, para advertirme que si ponía el programa en la plaza a él le iban a impartir una orden desagradable: sacarme con la fuerza pública. “Atrevete –lo chuceé–, y vas a salir escrachado en todos los canales”. ¿Y sabés lo que me contestó el irrespetuoso? “No te creas, ya casi todos los canales son de ellos”.
–Tiene razón.
–Es por eso que me encadeno, guachito. Transmito encadenada a las rejas para que sepan que si quieren levantarme va a ser un espectáculo y va a estar en el YouTube. Les voy a hacer una tremenda pataleta. Voy a ser una noticia mundial.
–Es una conjetura muy optimista –le dije con sinceridad.
Olga no lo tomó a bien, se paró en medio del living y por primera vez me miró con dureza. ¿Y qué querés? ¿Que me entregue querés? Se lo negué con una convicción que no tenía. Vine para escribir la historia y denunciarlos, le recordé. No le dije, por supuesto, lo que hacían ellos con mis denuncias. Pareció calmarse un poco. Miró el reloj. Podés echarte un poco y dormir una siestita –propuso–. Te despierto para ir.
Me trajo una almohada y una manta, y me recosté un rato. Al principio no podía dormir porque la escuchaba ir de acá para allá, atender el teléfono en su cuarto, abrir y cerrar los cajones, pero hubo un momento en que me cayó toda la palma junta y quedé frito.
No sé qué soñé pero tengo por seguro que el asunto siguió cocinándose en mi cabeza porque cuando Olga me despertó al mediodía con un sandwich y un vaso de coca, alguien me había proyectado por dentro enterita la miniserie patagónica y eso me había refrescado la memoria.
Mientras comía en silencio y Olga se cambiaba pensé en aquellos años, cuando yo había cometido el terrible error de enamorarme de un líder y de una causa, y de privilegiar la política por encima del oficio.
Había cometido muchos pecados en nombre de aquella militancia juvenil. Y aunque Olga había sido más rebelde, también ella había cedido un poco a esa tentación. Tal vez habíamos huido del sur para huir precisamente de eso que habíamos sido.
Tal vez la promesa de no casarnos con nadie, la religión de la verdad que luego habíamos abrazado a lo largo de estos años de periodismo independiente y pasional, no había sido otra cosa que el intento de borrar aquella mancha infame. Vaya paradoja. Cuando esperábamos en el andén, el tren no llegó. Y cuando al final vino el tren, no pudimos tomarlo.
Olga cruzó el departamento y me dejó un maletín percudido. ¿Me lo podés llevar vos? Son los discos y pesan mucho. Me limpié con una servilleta, apuré el vaso y agarré el maletín como si fuera su valet. No pesaba tanto.
Ella iba en pantalones y botas, y después de guardar el termo en un morral, se lo cruzó sobre el pecho y se puso un sombrero de chacarero pobre.
¿Sabés qué llevo acá? –me preguntó palpándose el morral–. Vamos a leer algunos cuentos tuyos, ¿qué te parece? Encaramos una puerta trasera. Me parece muy mal –dije–. Le compré a Susana un libro de Kordon. Nunca voy a ser tan bueno como Kordon. Leamos mejor Kid Ñandubay.
Se encogió de hombros y comenzó a desandar una escalera de hierro. Abajo había una parra y a la sombra, su Volvo Familiar modelo 1980.
Era un auto negro y lastimado por el óxido con un dispositivo eléctrico que comunicaba por dentro la batería del motor con el baúl posterior. En el baúl estaba la propaladora: un equipo de música, con bandeja y amplificador, bafles y micrófonos.
En el asiento trasero llevaba una mesa plegable de aluminio y dos sillas de plástico. Una precaria emisora embutida en la cola de una carroza fúnebre.
Cuidadosamente enrolladas sobre la alfombra delantera dormían dos cadenas gruesas con dos candados intimidantes. ¡Susana!, gritó la vieja abriendo una puerta y subiéndose al coche con maniobras descoyuntadas. ¡Susana!, repitió.
Su hija adoptiva surgió de una cortina de cintas plásticas. Llevaba una niña en brazos y tenía una mirada extenuada. Lo de siempre, m’hija –le dijo Olga poniéndose al volante–. Si me quieren llevar presa ya sabés qué hacer: te aviso por el celular y vos te venís rajando en la bici con una cámara. Y no te angusties mucho, más que un bobazo no me va a dar. Susana me clavó los ojos: Pensé que la iba a convencer a la mami, me recriminó con voz violentamente dulce. No hubo caso, le mentí. Susana hizo una mueca de desdén y abrió los postigos.
El motor del Volvo arrancó como si fuera un cero kilómetro. Salimos despacio, Olga se inclinaba mucho hacia delante como si tuviera miopía. Dobló por una calle y le tocó bocina a una mujer que barría la vereda.
¿Sabés de qué me acusaban? –preguntó mientras volvía a doblar–. Me acusaban de recibir órdenes de mis anunciantes y de defender sus intereses. ¿Vos te imaginás a uno de mis anunciantes pidiéndome que diga una cosa o me calle una información? Si les temblaban las piernas cuando tenían que hablarme. ¡Me llegaban a insinuar algo y los sacaba cagando aceite, por favor! La plaza central del pueblo quedaba a quince cuadras de “La Olga”. ¿Sabés quién vive ahí?, preguntó tres veces durante el recorrido: detrás de cada casa había un nombre y un apellido, y la identidad de un dirigente político que se había quedado con un vuelto.
La plaza en cuestión era verde y bien cuidada, y el edificio de la Municipalidad era un palacio que había sido construido por un caudillo de la Guerra de la Independencia. Ya llegaba la hora de la siesta y no había mucho movimiento.
Destacaban, como cuatro gárgolas, cuatro agentes uniformados que vigilaban con ojos de águila la evolución del Volvo negro.
Dos parejas de jubilados señalaron desde los bancos de piedra la llegada de la radio ambulante, y un mendigo sucio y turbio se acomodó cerca del cordón.
Olga estacionó lentamente a pocos centímetros del enrejado, en un ángulo, y me preguntó: ¿Vas a hacer el programa conmigo, guachito? No había forma de no hacerlo. Bajamos y abrimos la portezuela del baúl.
Mientras ella prendía el equipo y enchufaba el micrófono, yo armaba la mesita y disponía las sillas de espaldas al edificio. La vieja eligió un disco de Los Chalchaleros y se acomodó para transmitir.
Con una velocidad sorprendente pasó la cadena por las rejas y se la anudó en la cintura; cerró el candado con un golpe. Y acercó su boca al micrófono para una prueba de sonido.
Buenas tardes, Ingeniero Lartigue, dijo con voz cálida mientras miraba alrededor como si contemplara a una multitud. Apartó un instante el micrófono de su boca y me estiró la segunda cadena.
¿De verdad vas a hacer el programa conmigo?, me volvió a preguntar. Nos estábamos mirando a fondo. Muy a fondo. Tenía razón: tiraba para calor pero hacía frío.
Tomé los gruesos eslabones. Y me encadené a la reja.Relato extraído del libro ‘Las mujeres más solas del mundo’ de Jorge Fernández Díaz.

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