viernes, 10 de agosto de 2018

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No sé por qué motivo me tocaba la tarea de afeitar a parientes y amigos que, por cuestiones de salud (de mala salud), debían permanecer internados durante un tiempo en hospitales o clínicas. Cuando llegaba de visita con revistas o budines, se acariciaban la barba crecida y preguntaban al aire si no les hacía falta una afeitada. Como en los centros de salud abundan las enfermeras y no los enfermeros, tal vez sentían pudor de pedirles a ellas que lo hicieran y esperaban con impaciencia la llegada de un conocido.
Pedirle a un médico que los afeitara estaba fuera del alcance de la imaginación de cualquiera. Las jerarquías en el sistema de salud son inapelables.
Salía de inmediato a buscar por las calles de Parque Patricios, Colegiales, San Justo o el barrio donde estuviera ubicado el hospital para comprar espuma de afeitar y una máquina descartable. En esas ocasiones parecía que las calles eran prolongaciones de los pasillos hospitalarios y que las personas con las que me cruzaba estaban al tanto de mi propósito. La escala gigantesca que asume una enfermedad disminuye en compañía de los demás.
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Una vez de vuelta, llenaba de agua tibia una taza y le mojaba las mejillas al paciente. La espuma, que yo jamás había usado para afeitarme en casa porque me parecía un derroche, les daba el aspecto de sabios venerables en reposo.
No siempre hubo testigos silenciosos de esas escenas. Algunos tal vez temieron (como yo) que una palabra me distrajera y provocara un rasguño en cara ajena. Como si fuera un escultor y mis parientes o amigos los mármoles, la forma debajo de la espuma de un blanco irreal se dejaba moldear.
En un hermoso ensayo de Mirar, John Berger adjudicaba la pasión por la pintura que había sentido desde niño William Turner al oficio de barbero de su padre.
Mis performances terminaban cuando alguien le alcanzaba una toalla y un pequeño espejo al hombre recostado en la cama.
Me había afeitado por primera vez a los trece años. Mi padre me llevó ante el espejo del botiquín del baño y detalló el método que todavía uso, casi cuarenta años después. Con crema de afeitar, una brocha, agua tibia y la máquina de repuestos descartables en la mano derecha, esa ceremonia de iniciación (¿a qué?) no duró poco más de lo que dura en el presente.
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 Era domingo a la mañana y en la casa se escuchaban los tangos cantados por Julio Sosa, siempre con la piel del rostro tersa en las fotos de las tapas de los elepés. Fue una lección de un solo día.Resultado de imagen para pablo bigliardi,  Determinación y El Santo de Saco Viejo
Pablo Bigliardi vive en Rosario y ya publicó dos novelas: Determinación y El Santo de Saco Viejo. Su nuevo libro de cuentos, REM, salió en enero de este año, publicado por la editorial Último Recurso. Además de narrador, Bigliardi es peluquero y barbero. 
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En el centro de la ciudad donde nacieron Charlie Feiling y el Negro Fontanarrosa (los dos, con barbas emblemáticas), el dueño de Cuidamos Tu Cabello. Peluquería & Libros afeita con navaja y retoca con tijeras las raras barbas nuevas que emulan el aspecto de estrellas del rock, el fútbol e incluso la política y el empresariado argentino. Lionel Messi, Adrián Dárgelos y hasta el jefe de Gabinete del gobierno nacional se convirtieron en referentes a la hora de expresar sentidos por medio de la barba. Al arte de decodificar la imagen de las figuras públicas se agrega entonces un asunto de peluquería.Resultado de imagen para pablo bigliardi,  Determinación
Con los años, el viejo lugar de trabajo del peluquero y escritor rionegrino se convirtió en un espacio de sociabilidad entre los varones que cultivan las "nuevas masculinidades" y las mujeres de la era de #NiUnaMenos. Quizá con el tiempo, cuando sea necesario, algunas de ellas puedan darles lecciones de afeitado a sus propios hijos, nietos o sobrinos. No siempre hay padres.

D. G.

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