Un artículo de Carlos Manzoni que narra la historia de Ronald Richter, el hombre que engañó a Juan Domingo Perón.
LEÍDO POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
Él podía crear pequeños soles en la Tierra. Eso le hizo creer a Juan Domingo Perón una mañana de agosto de 1948 y eso siguió repitiendo hasta 1991, cuando murió, solo y pobre, en una derruida casona en Monte Grande. Ronald Richter pasó a la historia, no como el genio que él decía ser, sino como “el hombre que engañó al general”.
Nacido el 11 de octubre de 1909, en Fallkenau an der Ege, una ciudad perteneciente por entonces al imperio Austrohúngaro y que hoy lleva el nombre de Sokolov, Richter mostró desde joven una personalidad inescrupulosa, fantasiosa y seductora, que lo llevó décadas más tarde a lograr “superpoderes” en la Argentina peronista.
Poco se sabe de su vida antes de ingresar en la universidad Carolina de Praga, donde obtuvo un doctorado en física. De familia bastante acomodada, pasó la Segunda Guerra Mundial en un laboratorio que su padre le montó en Berlín.
Aunque no era nazi, terminó trabajando para el Tercer Reich y ahí conoció al hombre que le cambiaría la vida: Kurt Tank, un prestigioso ingeniero aeronáutico de la Luftwaffe.
En 1948, en medio de un éxodo de nazis que elegían estas tierras para refugiarse, ambos se encuentran en la Argentina. Tank, al mando del proyecto del Pulqui II, el avión que nunca se fabricó en serie. Y Richter, con una mano atrás y otra adelante, pero con un carisma y una capacidad de seducción extraordinarias. Tank estaba tan subyugado por ese genio loco que lo había impresionado con un proyecto para propulsar aviones con energía nuclear, que decide presentárselo a Perón.
Mario Mariscotti, científico argentino que escribió el libro “El secreto atómico de Huemul” y que fue uno de los pocos que entrevistó a Richter, lo describe como un hombre francamente seductor y con una personalidad fascinante. “Me llamó la atención su poder de convicción, su capacidad para hablar como si fuera el Papa”, cuenta Mariscotti
Llevado por Tank ante Perón, en agosto de 1948, Richter no solo obnubila al general con su verborragia y fantasías, sino que también se mete en el bolsillo al brigadier César Ojeda, ministro de Aeronáutica, que estaba presente en la reunión.
Es en esa entrevista en la que le explica su idea de generar energía a través de la fusión nuclear, algo que no se había logrado en el mundo. Con eso, la Argentina sería una de las mayores potencias mundiales y tendría energía suficiente para las necesidades energéticas del segundo plan quinquenal.
Perón cae rendido a los pies del físico austríaco y lo dota de recursos para concretar su idea. Mariscotti relata que, tal era el sometimiento que tenía Perón a Richter, que una vez que el príncipe de Holanda, Bernardo de Lippe-Biesterfeld, le envió un científico de visita, el presidente le escribió a su adorado físico una carta de cinco hojas dándole explicaciones y tratándolo “entre algodones” para que no se pusiera celoso y no se enojara.
Lo cierto es que, luego de buscar en varios puntos del país un lugar adecuado para su trabajo (barajó la posibilidad de Córdoba, donde ya estaba trabajando Tank), el hombre se instala en la Isla Huemul, en Río Negro.
Allí monta su laboratorio y se maneja a gusto y piacere; pocos saben lo que está haciendo ahí, pero un día se comunica con el presidente y le dice: “Mi general, ya puede anunciarlo”.
El sábado 24 de marzo de 1951, un grupo de periodistas se sentó alrededor de la mesa del recibidor de la Casa Rosada. Era media mañana, el presidente Perón acomodó sus papeles y, después de una introducción que acrecentó la intriga, leyó que en la planta atómica de la isla Huemul se habían logrado “reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica”. En otras palabras, Richter había triunfado.
El físico austríaco había recibido fondos por US$15 millones (US$300 millones actuales), hacía lo que quería con Perón, era una de las figuras más conocidas de la época y se paseaba en un Cadillac descapotable que el general le había regalado.
Además, se le concedió un doctorado honoris causa. Pero no solo eso. Según comenta Mariscotti, solo hubo tres personas que ejercieron dominación sobre Perón: Eva Duarte (Evita), José López Rega y Richter. Estaba en la cima. Pero, pronto se desbarrancaría.
La declaración de que la Argentina dominaba “los secretos del átomo” había conmovido al mundo e, incluso había sido publicado en diarios como el The New York Times. Sin embargo, los pocos que habían tenido alguna relación laboral con el físico austríaco no tomaron en serio el anuncio y esa fue, en parte, la razón por la que todo su castillo de naipes se desplomó.
Antes de comandar el Proyecto Huemul, Richter sólo había tenido dos trabajos oficiales: uno fue en el laboratorio nuclear del correo alemán y el otro en una instalación que manejaba Manfred Von Ardenne, un físico germano que tras la derrota de Adolf Hitler participó del programa de la Unión Soviética para fabricar su primera bomba atómica.
“Von Ardenne escribe en sus memorias que cuando llega la noticia del anuncio de Perón, las máximas autoridades del gobierno soviético enseguida lo llaman a su laboratorio en Siberia. Lo despiertan a la tres de la mañana para ir a Moscú y que dé su opinión. Cuando se entera que Richter está al frente, dice que no hay nada de qué preocuparse”, señala Mariscotti.
A medida que pasaban las semanas, las dudas comenzaron a ser demasiado grandes, incluso para Perón, que parecía seguir hipnotizado por este fabulador. Finalmente, para saber qué era lo que realmente sucedía en Bariloche, el Gobierno crea una Comisión Fiscalizadora del Proyecto Huemul, que visita la isla en 1952. A partir de ahí, vino la debacle para Richter.
Uno de los integrantes que conformaba la Comisión era José Balseiro (en cuyo honor hoy lleva su nombre el instituto ubicado en el Centro Atómico Bariloche). “Fue la persona clave. Lo llamaron de Manchester, donde cursaba una beca, para que elaborara un informe. Lo que escribió fue concluyente”, señala Mariscotti.
El dictamen de los especialistas argentinos sobre Huemul fue lapidario. Los argumentos de Richter no resistieron el menor escrutinio teórico. Además se comprobó que en la isla no había ninguna herramienta o dispositivo que pudiera generar o contener una reacción termonuclear controlada, algo que no se ha logrado hasta el día de hoy.
La mentira colapsaba. En agosto de 1952 el capitán Pedro Iraolagoitia, a cargo de la Comisión Nacional de Energía Atómica, decide intervenir la isla y desalojar a Richter del laboratorio.
“Iraolagoitia fue muy valiente en su decisión, porque él sabía que Perón le había dado poderes presidenciales a Richter sobre la isla; es decir, el físico podía, si se le ocurría, poner a toda la gendarmería en contra de él. Pero aún así, llevó a cabo su misión”, destaca Mariscotti.
Al mismo tiempo, se descubrió que Richter no había escrito nunca nada, que jamás había publicado ningún trabajo científico ni había tenido relación con la comunidad científica internacional o nacional. Esto en el mundo científico es definitivo a la hora de calificar a alguien.
Además, se supo que la tesis con la que había obtenido el doctorado en Praga era un delirio, que había sido desautorizado tiempo después por las autoridades académicas. “Aún así, tuvo la suerte de que no le quitaran el doctorado”, acota Mariscotti.
¿Cómo había llegado este hombre acá? En esa época, después de la guerra, las potencias aliadas tuvieron ventajas para elegir a los mejores científicos alemanes (obviamente, Ritcher no estaba entre ellos).
Él quería ferozmente ir a Estados Unidos y pertenecer a la elite de científicos de ese país, pero nunca lo aceptaron porque supieron evaluar su currículum. Aquí no fueron tan rigurosos como las grandes potencias a la hora de evaluar y por eso pasó lo que pasó.
Perón nunca más quiso saber nada de él: en 1973, cuando hizo su famoso regreso al país, alguien hizo un intento de acercarlos, pero él dio órdenes de que nunca más se lo mencionaran.
Él podía crear pequeños soles en la Tierra. Eso le hizo creer a Juan Domingo Perón una mañana de agosto de 1948 y eso siguió repitiendo hasta 1991, cuando murió, solo y pobre, en una derruida casona en Monte Grande. Ronald Richter pasó a la historia, no como el genio que él decía ser, sino como “el hombre que engañó al general”.
Nacido el 11 de octubre de 1909, en Fallkenau an der Ege, una ciudad perteneciente por entonces al imperio Austrohúngaro y que hoy lleva el nombre de Sokolov, Richter mostró desde joven una personalidad inescrupulosa, fantasiosa y seductora, que lo llevó décadas más tarde a lograr “superpoderes” en la Argentina peronista.
Poco se sabe de su vida antes de ingresar en la universidad Carolina de Praga, donde obtuvo un doctorado en física. De familia bastante acomodada, pasó la Segunda Guerra Mundial en un laboratorio que su padre le montó en Berlín.
Aunque no era nazi, terminó trabajando para el Tercer Reich y ahí conoció al hombre que le cambiaría la vida: Kurt Tank, un prestigioso ingeniero aeronáutico de la Luftwaffe.
En 1948, en medio de un éxodo de nazis que elegían estas tierras para refugiarse, ambos se encuentran en la Argentina. Tank, al mando del proyecto del Pulqui II, el avión que nunca se fabricó en serie. Y Richter, con una mano atrás y otra adelante, pero con un carisma y una capacidad de seducción extraordinarias. Tank estaba tan subyugado por ese genio loco que lo había impresionado con un proyecto para propulsar aviones con energía nuclear, que decide presentárselo a Perón.
Mario Mariscotti, científico argentino que escribió el libro “El secreto atómico de Huemul” y que fue uno de los pocos que entrevistó a Richter, lo describe como un hombre francamente seductor y con una personalidad fascinante. “Me llamó la atención su poder de convicción, su capacidad para hablar como si fuera el Papa”, cuenta Mariscotti
Llevado por Tank ante Perón, en agosto de 1948, Richter no solo obnubila al general con su verborragia y fantasías, sino que también se mete en el bolsillo al brigadier César Ojeda, ministro de Aeronáutica, que estaba presente en la reunión.
Es en esa entrevista en la que le explica su idea de generar energía a través de la fusión nuclear, algo que no se había logrado en el mundo. Con eso, la Argentina sería una de las mayores potencias mundiales y tendría energía suficiente para las necesidades energéticas del segundo plan quinquenal.
Perón cae rendido a los pies del físico austríaco y lo dota de recursos para concretar su idea. Mariscotti relata que, tal era el sometimiento que tenía Perón a Richter, que una vez que el príncipe de Holanda, Bernardo de Lippe-Biesterfeld, le envió un científico de visita, el presidente le escribió a su adorado físico una carta de cinco hojas dándole explicaciones y tratándolo “entre algodones” para que no se pusiera celoso y no se enojara.
Lo cierto es que, luego de buscar en varios puntos del país un lugar adecuado para su trabajo (barajó la posibilidad de Córdoba, donde ya estaba trabajando Tank), el hombre se instala en la Isla Huemul, en Río Negro.
Allí monta su laboratorio y se maneja a gusto y piacere; pocos saben lo que está haciendo ahí, pero un día se comunica con el presidente y le dice: “Mi general, ya puede anunciarlo”.
El sábado 24 de marzo de 1951, un grupo de periodistas se sentó alrededor de la mesa del recibidor de la Casa Rosada. Era media mañana, el presidente Perón acomodó sus papeles y, después de una introducción que acrecentó la intriga, leyó que en la planta atómica de la isla Huemul se habían logrado “reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica”. En otras palabras, Richter había triunfado.
El físico austríaco había recibido fondos por US$15 millones (US$300 millones actuales), hacía lo que quería con Perón, era una de las figuras más conocidas de la época y se paseaba en un Cadillac descapotable que el general le había regalado.
Además, se le concedió un doctorado honoris causa. Pero no solo eso. Según comenta Mariscotti, solo hubo tres personas que ejercieron dominación sobre Perón: Eva Duarte (Evita), José López Rega y Richter. Estaba en la cima. Pero, pronto se desbarrancaría.
La declaración de que la Argentina dominaba “los secretos del átomo” había conmovido al mundo e, incluso había sido publicado en diarios como el The New York Times. Sin embargo, los pocos que habían tenido alguna relación laboral con el físico austríaco no tomaron en serio el anuncio y esa fue, en parte, la razón por la que todo su castillo de naipes se desplomó.
Antes de comandar el Proyecto Huemul, Richter sólo había tenido dos trabajos oficiales: uno fue en el laboratorio nuclear del correo alemán y el otro en una instalación que manejaba Manfred Von Ardenne, un físico germano que tras la derrota de Adolf Hitler participó del programa de la Unión Soviética para fabricar su primera bomba atómica.
“Von Ardenne escribe en sus memorias que cuando llega la noticia del anuncio de Perón, las máximas autoridades del gobierno soviético enseguida lo llaman a su laboratorio en Siberia. Lo despiertan a la tres de la mañana para ir a Moscú y que dé su opinión. Cuando se entera que Richter está al frente, dice que no hay nada de qué preocuparse”, señala Mariscotti.
A medida que pasaban las semanas, las dudas comenzaron a ser demasiado grandes, incluso para Perón, que parecía seguir hipnotizado por este fabulador. Finalmente, para saber qué era lo que realmente sucedía en Bariloche, el Gobierno crea una Comisión Fiscalizadora del Proyecto Huemul, que visita la isla en 1952. A partir de ahí, vino la debacle para Richter.
Uno de los integrantes que conformaba la Comisión era José Balseiro (en cuyo honor hoy lleva su nombre el instituto ubicado en el Centro Atómico Bariloche). “Fue la persona clave. Lo llamaron de Manchester, donde cursaba una beca, para que elaborara un informe. Lo que escribió fue concluyente”, señala Mariscotti.
El dictamen de los especialistas argentinos sobre Huemul fue lapidario. Los argumentos de Richter no resistieron el menor escrutinio teórico. Además se comprobó que en la isla no había ninguna herramienta o dispositivo que pudiera generar o contener una reacción termonuclear controlada, algo que no se ha logrado hasta el día de hoy.
La mentira colapsaba. En agosto de 1952 el capitán Pedro Iraolagoitia, a cargo de la Comisión Nacional de Energía Atómica, decide intervenir la isla y desalojar a Richter del laboratorio.
“Iraolagoitia fue muy valiente en su decisión, porque él sabía que Perón le había dado poderes presidenciales a Richter sobre la isla; es decir, el físico podía, si se le ocurría, poner a toda la gendarmería en contra de él. Pero aún así, llevó a cabo su misión”, destaca Mariscotti.
Al mismo tiempo, se descubrió que Richter no había escrito nunca nada, que jamás había publicado ningún trabajo científico ni había tenido relación con la comunidad científica internacional o nacional. Esto en el mundo científico es definitivo a la hora de calificar a alguien.
Además, se supo que la tesis con la que había obtenido el doctorado en Praga era un delirio, que había sido desautorizado tiempo después por las autoridades académicas. “Aún así, tuvo la suerte de que no le quitaran el doctorado”, acota Mariscotti.
¿Cómo había llegado este hombre acá? En esa época, después de la guerra, las potencias aliadas tuvieron ventajas para elegir a los mejores científicos alemanes (obviamente, Ritcher no estaba entre ellos).
Él quería ferozmente ir a Estados Unidos y pertenecer a la elite de científicos de ese país, pero nunca lo aceptaron porque supieron evaluar su currículum. Aquí no fueron tan rigurosos como las grandes potencias a la hora de evaluar y por eso pasó lo que pasó.
Perón nunca más quiso saber nada de él: en 1973, cuando hizo su famoso regreso al país, alguien hizo un intento de acercarlos, pero él dio órdenes de que nunca más se lo mencionaran.
El viejo general había comprendido un poco tarde que lo habían hecho quedar como un tonto. “Perón no sabía nada de física y se dejó embaucar. Si bien había grandes físicos en la Argentina, ninguno de ellos era asesor de él, porque eran antiperonistas y estaban excluidos de todo”, explica Mariscotti.
Una vez desalojado de la isla, Richter estuvo preso solamente cinco días (solo acusado, insólitamente, de haber quemado unos parlantes en medio de sus experimentos) y pasó al ostracismo en la localidad bonaerense de Monte Grande, donde se dedicó a criar patos y gallinas.
Allí lo encontró Mariscotti, que terminó sorprendido por su personalidad y por esa mezcla de genio loco, mentiroso y charlatán. “Podría decir los disparates más grandes, pero nunca se ponía ponerse colorado”, precisa el escritor.
Luego de insultar con vehemencia a Perón y a los argentinos, y de negarse a hablar en español, un idioma que según él era de “monos bajados de las palmeras”, mantuvo una conversación en inglés. Siguió repitiendo que él tenía la fórmula para crear pequeños soles en la tierra.
Cada vez que Mariscotti le refutaba científicamente su teoría, él retrucaba: “Es que usted no sabe mi secreto”. Contaba ese secreto, que era un disparate total y, al ser nuevamente refutado, volvía a decir, sin inmutarse: “Es que tengo otro secreto”.
Richter murió pobre y solo, el 29 de diciembre de 1991, 40 años después de haber tocado el cielo con las manos. La fusión controlada de la energía atómica, que era lo que él prometía, aún no se ha concretado en la actualidad.
“Se sigue investigando y algún día alguien lo va a lograr”, estima Mariscotti. Cuando eso suceda, el “hombre que engañó al general” habrá tenido razón. Pero ya será demasiado tarde.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.