LOS LIBROS QUE MARCARON SUS VACACIONES
F. S.

Federico Jeanmaire
Un verano, a principios de los 80, compré de casualidad La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique. Iba a pasar unos días en Ibiza y quería llevarme algo para leer. Sin sospecharlo, esa novela me cambió la vida: descubrí que el castellano también permitía escribirse de esa manera. La disfruté sobre una roca, por las tardes, y me ayudó a decidir que quería intentar ser escritor.

Cristina Bajo
En enero del ´57 me propuse escribir una novela histórica y mi padre me regaló el Facundo de Cárcano, donde leí una escena impactante: anochece, las mujeres van a orar y los Reynafé, resentidos con Quiroga, pronuncian su sentencia de muerte. La descripción –los rezos, la capilla en penumbras y esos hombres que, rosario en mano, hablan de matar– me hizo ver la obra que quería escribir. Sesenta años después volví a leer el libro: aquella escena no existe; se supone que es la oración, que los hombres conspiran mientras se oyen los rezos, y eso ocupa solo dos renglones. Pero la frase en que intuí lo que estaba oculto al lector, me enseñó el oficio de escribir.

Dolores Reyes
Un verano compré Vida de las mujeres, de Alice Munro, y lo leí con pasión, pero casi al final me quedé dormida y el agua de mar aprovechó para mojarlo. Al otro día lo sequé con el sol poderoso de enero y volví a abrirlo para leer cómo la violencia machista se valía del agua para amenazar a la protagonista con un ahogo. El agua estaba adentro del libro y de alguna forma ayudaba a torcer esa vida: ella elige otra cosa. Una mujer toma el timón de su experiencia vital. Siempre es hermoso volver a un libro marcado por nuestras lecturas y también por el mar, la arena, el bronceador. Desde esa vez lo releo todos los veranos pegada al agua que me toque vivir.

Gloria V. Casañas
Leer durante el verano nos salva de la culpa de no estar leyendo "lo obligado", como en el resto del año. Quizá por eso disfruté tanto de El pirata del amor, de Daphne Du Maurier (la autora de Rebecca). Era una relectura, pero tenía el valor añadido de ser un libro recuperado, ya que lo perdí a raíz de un robo sorprendente en el que… ¡se llevaron todos los libros de mi casa en la costa! La única cosa que pensé que jamás tentaría a los ladrones. En aquellos veranos felices comentábamos El pirata del amor con mi abuela paterna, de modo que encontrarlo de nuevo en la vieja edición de Claridad fue un hallazgo que me sumergió en otro tiempo y en imborrables recuerdos. Es una historia que reúne amor, pasión, intriga y aventura, una combinación deliciosa, narrada con la óptica femenina y mucha elegancia. Sé que no está editado en la actualidad, pero si se busca… se encuentra.

Luis Gusmán
El verano me da una disponibilidad de tiempo para escribir literatura. Es que el escritor necesita irse a vivir a la historia que está inventando. Recuerdo un verano en La Paloma, Uruguay, donde cierta morosidad uruguaya se fue apoderando de mí; del mate a una manera de hablar más lacónica. En el pueblo hay librerías muy buenas. Entonces me encontré con un ejemplar de Nadie encendía las lámparas, de Felisberto Hernández. Sí, a la luz del verano, se agregó, la luz de ese libro. Pero lo raro es que, el último día de mis vacaciones, tuve la necesidad imperiosa de devolverlo a la librería por si algún otro lector sediento pudiese necesitarlo.

Ariana Harwicz
Siempre se burlaban de mí cuando era adolescente, joven, porque de vacaciones me iba a destinos muy hedonistas, sola. Era en las playas mexicanas, cubanas, en esos paraísos del hedonismo que yo llevaba en mi valija obras como Crimen y castigo, Apuntes del subsuelo, La náusea, de Jean Paul Sartre, y textos de Omar Khayyam. Una época marcada por la juventud y por mis estudios de Filosofía en Puán. Yo estaba ahí, en esas playas, rodada de gringos, tomando caipiriñas, escuchando salsa y acompañada por mis libros de filosofía oscura, por las escrituras de Emil Cioran. Lo que más recuerdo de aquella época fue la lectura de Rubaiyat, de Khayyam, libro que compré en Liberarte. Una edición que todavía tengo, que sobrevivió a todos los viajes, las mudanzas y los exilios. Está todo subrayado.

Gabriela Cabezón Cámara
Era el año 2000, más o menos. Estaba bastante sola y un poco triste. Había descubierto, como quien encuentra un paraíso, el remo y las islas del Delta del Paraná. Sentía que había algo que estaba mal, que necesitaba parar. O irme lejos. Así que fui y me compré A la búsqueda del tiempo perdido, de Proust. pasé tres meses levantándome a la mañana para ir a Tigre. Llegaba, sacaba el bote y remaba. Cuando me cansaba, metía el bote en algún recodo o arroyo muy tranquilo, y leía: me perdí ahí entre los juncos y los caminos de Combray, entre las raíces de los árboles y las pasiones del Barón de Charlus, entre el vaivén de los juncos y los tintineos de las copas en el salón de la duquesa de Guermantes. Y, tal vez lo más hermoso para mí, aprendí a mirar: como si las descripciones morosas de la Luz en el cielo de Combray me ayudarán a ver la luz del cielo de los arroyos y las islas.

Pablo De Santis
En una época era tal mi fanatismo por la novela El tirador, de Glendon Swarthout, que compraba cada ejemplar ajado que descubría en librerías de viejo. La editó Sudamericana, en su colección Índice, de tapas blancas. La leí por primera vez en un verano, en Mar del Plata, a los 14 o 15 años. Es la historia de Books, un veterano pistolero que ha matado a más hombres de los que recuerda. A comienzos de 1901 viaja a El Paso, porque se sabe enfermo y quiere ver a un médico que una vez le salvó la vida. Pero los milagros no se repiten: el médico le dice que está condenado. Don Siegel llevó al cine esta hazaña crepuscular. Fue el último trabajo de John Wayne, que estaba entonces casi tan enfermo como su personaje. El tirador es uno de esos libros que nos recuerdan que la novela todavía puede aspirar a la épica, aunque al héroe esté condenado a la soledad.

Claudia Piñeiro
Cuando mis hijos eran muy chiquitos, fuimos a veranear a Cariló. Era mi oportunidad de leer. Los chicos jugaban en la playa con su papá y yo había llevado Brooklyn Follies, de Paul Auster. Estaba chocha. Había comenzado a leerlo la noche anterior, ese día en la playa iba a ser mi momento ideal. Hacía 30 grados de calor, eran las tres de la tarde cuando me doy cuenta de que le falta un cuadernillo al libro. No podía seguir leyendo, faltaban páginas, estaba mal armado. Me desesperé. Quería seguir leyendo. No dije nada. Me puse algo encima del traje de baño, agarré las llaves del auto y me fui al centro de Cariló, donde había una librería. Por suerte estaba abierta y por suerte tenían otro ejemplar de Brooklyn Follies. Lo compré sin esperar a devolver el otro y así fui a la playa con los dos libros. Me senté en la reposera y seguí leyendo, feliz de la vida. Fue como un ataque de ansiedad, no podía dejar de leer y tenía que seguir con ese libro fuera como fuera.

Pedro Mairal
Creo que a los 19 años en una casa cerca de la playa leí Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Tiene que haber sido en el 89, más o menos. No me recuerdo nada más de ese verano, solo de la luz de ese cuarto y el estar metido, sumergido como en un mundo paralelo, dentro de la otra casa, la de los Buendía. Realmente estuve metido ahí. No sé cuánto tiempo me llevó leer el libro ¿diez, quince días? No soy un lector rápido. Lo curioso es que estuve inmerso en ese universo paralelo. Tengo el recuerdo muy vívido de la novela, pero ninguno que remita a lo que rodeaba la circunstancia de ese verano mientras leía.
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