Tan listos y a la vez tan torpes
No es un defecto, es un rasgo de la naturaleza humana: vamos muy rápido en tecnología, pero cada avance ético demanda milenios
A. T.
Una estampilla del servicio postal alemán de 2005, cuando se celebraban 100 años del Annus Mirabilis de Einstein. A la derecha, su célebre ecuación de equivalencia entre la masa y la energía, que encierra a la vez las claves de la destrucción y de cómo funciona el universo
La búsqueda de los rasgos propios de nuestra naturaleza, la naturaleza humana, es una disciplina fascinante y paradójica. Fascinante porque cada descubrimiento echa luz sobre nuevas pistas para otros hallazgos que a su vez abren otros caminos, y así. Pero, además, el solo hecho de preguntarnos por nuestra naturaleza es parte de nuestra naturaleza. Ninguna otra forma de vida que conozcamos se hace estos planteos, y si alguna vez nos cruzamos con extraterrestres, sabremos que estamos un poco más cerca de comprenderlos cuando advirtamos que ellos mismos no terminan de comprenderse, y se preguntan por su naturaleza. Así que el ignorar exactamente qué somos está en la sustancia de lo que somos. Saber es saber que no sabemos.
No hay techo para esta búsqueda, además, porque somos inabarcables y, me temo, insondables. OK. Paradójico, super filosófico, ¿pero qué tiene que ver esto con la tecnología? Bastante. Ahí vamos.
Casi cualquier especie en este planeta está en equilibro con el medio ambiente (un segundo, ya sé lo que están pensando), pero también está en equilibrio consigo. Ningún ser vivo contamina el ambiente ni se sale de lo que su genética le ha impuesto; no al menos sin intervención humana. El primer asunto es resumido en un soliloquio abrumador del agente Smith en The Matrix, y todos estamos sufriendo las consecuencias de este desequilibrio.
El segundo es más solapado y está convenientemente disimulado por las dulces coberturas del solucionismo tecnológico y la grana del progreso. Ese desequilibrio es el que existe entre nuestra inteligencia científica y técnica y nuestra capacidad ética. El mismo logro intelectual que permite explicar buena parte del cosmos es también capaz de aniquilar a la civilización. Me refiero, claro, a la versión resumida y mayormente incomprendida ecuación de Einstein, E=mC².
Pero no solo son los secretos del átomo (con los que arrasamos ciudades, tratamos el cáncer y generamos energía), sino casi cualquier avance técnico. No conocemos otro modo de superarnos intelectualmente que el de investigar sin pedir permiso. No es un sesgo. Es la condición humana, somos así. Somos inevitablemente así.
Y nos va muy bien. En relativamente poco tiempo, en términos evolutivos, hemos pasado del animismo y la superstición a la Máquina de Dios. Pero si tuviéramos que pasar por un examen ético, el progreso que hemos hecho es muchísimo más lento. Las Convenciones de Ginebra y el protocolo homónimo no llegaron sino hasta el final de la primera mitad del siglo XX después de Cristo. Anoto la era porque estas convenciones tratan sobre una de las actividades más nefastas y más antiguas de la humanidad, la guerra. No nos preguntamos por los crímenes de guerra después de Cartago o de Trafalgar. Solo lo hicimos unos 350.000 años después de haber tenido la primera trifulca entre tribus rivales.
Más aún: si somos tan buenos intelectualmente, ¿cómo es posible que no hayamos encontrado formas más racionales de dirimir nuestros conflictos? Me dirán que todavía somos un poco animales, porque tal es nuestro origen. Y es verdad. Lo reconoció San Agustín y, luego, Descartes. Por eso no lo señalo como un defecto, sino como un rasgo de nuestra naturaleza. No tengo, pues, una solución al dilema. Podemos ver el vaso medio lleno o verlo medio vacío. Lo que no podemos es ignorar este rasgo. Porque un día podríamos desarrollar una tecnología capaz de borrarnos del mapa sin más que apretar un botón y..., oh, un momento, esperen: ¡es E=mC² de nuevo!
Una estampilla del servicio postal alemán de 2005, cuando se celebraban 100 años del Annus Mirabilis de Einstein. A la derecha, su célebre ecuación de equivalencia entre la masa y la energía, que encierra a la vez las claves de la destrucción y de cómo funciona el universo
La búsqueda de los rasgos propios de nuestra naturaleza, la naturaleza humana, es una disciplina fascinante y paradójica. Fascinante porque cada descubrimiento echa luz sobre nuevas pistas para otros hallazgos que a su vez abren otros caminos, y así. Pero, además, el solo hecho de preguntarnos por nuestra naturaleza es parte de nuestra naturaleza. Ninguna otra forma de vida que conozcamos se hace estos planteos, y si alguna vez nos cruzamos con extraterrestres, sabremos que estamos un poco más cerca de comprenderlos cuando advirtamos que ellos mismos no terminan de comprenderse, y se preguntan por su naturaleza. Así que el ignorar exactamente qué somos está en la sustancia de lo que somos. Saber es saber que no sabemos.
No hay techo para esta búsqueda, además, porque somos inabarcables y, me temo, insondables. OK. Paradójico, super filosófico, ¿pero qué tiene que ver esto con la tecnología? Bastante. Ahí vamos.
Casi cualquier especie en este planeta está en equilibro con el medio ambiente (un segundo, ya sé lo que están pensando), pero también está en equilibrio consigo. Ningún ser vivo contamina el ambiente ni se sale de lo que su genética le ha impuesto; no al menos sin intervención humana. El primer asunto es resumido en un soliloquio abrumador del agente Smith en The Matrix, y todos estamos sufriendo las consecuencias de este desequilibrio.
El segundo es más solapado y está convenientemente disimulado por las dulces coberturas del solucionismo tecnológico y la grana del progreso. Ese desequilibrio es el que existe entre nuestra inteligencia científica y técnica y nuestra capacidad ética. El mismo logro intelectual que permite explicar buena parte del cosmos es también capaz de aniquilar a la civilización. Me refiero, claro, a la versión resumida y mayormente incomprendida ecuación de Einstein, E=mC².
Pero no solo son los secretos del átomo (con los que arrasamos ciudades, tratamos el cáncer y generamos energía), sino casi cualquier avance técnico. No conocemos otro modo de superarnos intelectualmente que el de investigar sin pedir permiso. No es un sesgo. Es la condición humana, somos así. Somos inevitablemente así.
Y nos va muy bien. En relativamente poco tiempo, en términos evolutivos, hemos pasado del animismo y la superstición a la Máquina de Dios. Pero si tuviéramos que pasar por un examen ético, el progreso que hemos hecho es muchísimo más lento. Las Convenciones de Ginebra y el protocolo homónimo no llegaron sino hasta el final de la primera mitad del siglo XX después de Cristo. Anoto la era porque estas convenciones tratan sobre una de las actividades más nefastas y más antiguas de la humanidad, la guerra. No nos preguntamos por los crímenes de guerra después de Cartago o de Trafalgar. Solo lo hicimos unos 350.000 años después de haber tenido la primera trifulca entre tribus rivales.
Más aún: si somos tan buenos intelectualmente, ¿cómo es posible que no hayamos encontrado formas más racionales de dirimir nuestros conflictos? Me dirán que todavía somos un poco animales, porque tal es nuestro origen. Y es verdad. Lo reconoció San Agustín y, luego, Descartes. Por eso no lo señalo como un defecto, sino como un rasgo de nuestra naturaleza. No tengo, pues, una solución al dilema. Podemos ver el vaso medio lleno o verlo medio vacío. Lo que no podemos es ignorar este rasgo. Porque un día podríamos desarrollar una tecnología capaz de borrarnos del mapa sin más que apretar un botón y..., oh, un momento, esperen: ¡es E=mC² de nuevo!
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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