jueves, 21 de enero de 2016

INDEC QUE TRABAJA II; HISTORIAS DE VIDA


"¿Sabés lo que me decían? -me pregunta María Medrano-. Me decían: «Salir es lo peor»." Intoxicada de noticias de prófugos, rastrillajes y sospechas varias, la escucho. María habla de la cárcel. Pero con ella es tan distinto.



Poeta e integrante de una familia de abogados, a mediados de los años 90 trabajaba en un juzgado. Allí le tocó tomar la declaración indagatoria que le cambiaría la vida. "Era rusa, muy joven, no hablaba castellano -rememora-. Estaba en shock. Una mula." Algo le pasó después de ese encuentro. Un día se decidió y se acercó a ese lugar tan diferente a los despachos en los que trabajaba, las aulas por las que había transitado, la blanda vida de hasta el día en que cruzó la puerta de la cárcel. "Otra dimensión. Un mundo dentro del mundo", describe.
Fue como si se le hubiera incrustado en medio de la frente. Aquello que vio durante la visita a la desdichada rusa, insistía. Retornaba. Anunciaba: "Desde hoy no me vas a poder olvidar más".



Una cosa fue llevando a la otra. El crítico Gabriel García Helder, que por ese tiempo coordinaba La casa de la poesía, le propuso dictar talleres de poesía en la cárcel. María volvió al penal, pero como docente. Logró armar una biblioteca, invitó a poetas como Diana Bellesi a participar de los encuentros, se sorprendió al ver cómo, en la despiadada lógica de los pabellones, su taller era zona preservada. "En la cárcel hay unos niveles de violencia terribles -cuenta-. No existe la confianza; todos se están cuidando la espalda. Pero al taller nunca ingresó nada de eso. Nunca. Ellas mismas lo cuidaban."


Entonces vino la segunda frase, el segundo descubrimiento. Varias de sus alumnas, ya liberadas, le confiaron que, frente al infierno que las esperaba en el mundo exterior, preferían el infierno del penal. "Muchas de ellas se habían cruzado con una política pública, con el Estado, recién al entrar a la cárcel", explica María. Y es como si las volviera a ver: mujeres más o menos jóvenes, algunas en situación de calle, otras adictas, las más sin familia o con la familia perdida en medio de la hecatombe de la marginalidad. Sin nada al entrar. Sin nada al salir. O quizás menos, porque fuera de la cárcel ya no habría techo, comida, horarios ni estructura alguna.
"Fue ahí cuando pensé: «Todo bien con la poesía, pero hay que generar trabajo»", lanza María, la Quijote de voz calma. Así, como si nada.




Lo que se fue armando fue el germen de la actual asociación y cooperativa de trabajo Yo no fui. María impulsó talleres de capacitación en artes y oficios (serigrafía, costura, encuadernación, carpintería, diseño textil, calzado) dentro y fuera de la cárcel. Luego sumó talleres de producción: la cooperativa propiamente dicha. No paraba de hacer contactos: convenios con distintas dependencias del Estado, Secretaría de Cultura, Desarrollo Social, Seguridad, Defensoría. Mientras, los talleres crecían y se abría un espacio (http://tienda.yonofui.org.ar) para la venta de los productos de la cooperativa. "Estoy aprendiendo a trabajar", comentó una de sus antiguas alumnas carcelarias, hoy parte de Yo no fui. Y sí: cuando se pertenece a la segunda, quizás tercera, generación de personas que subsisten por fuera de todo tipo de organización laboral formal, un simple taller de costura o carpintería puede ser, también, el ingreso a un código nuevo. Aquello que los incluidos incorporan desde la más temprana infancia: los ritmos, manejo del tiempo y hábitos de aprendizaje que conducen al mundo del empleo.



La ONG Ashoka brindó soporte económico y asesoramiento en el armado de un plan de negocios para la cooperativa. El Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires les cedió un terreno en La Boca, donde proyectan construir la sede de la asociación, talleres, galería de arte, espacios para niños.

Absorbida por el crecimiento del emprendimiento, María ya no dicta talleres de poesía en el penal. La reemplaza Liliana Cabrera, ex presa y ex alumna que en sus primeras clases apenas podía hablar. Hasta que la palabra escrita hizo lo suyo y le permitió decir, escribir, pensarse. "Descubrí quién soy", le confesó una vez a su docente.



"Quien salva una vida salva al mundo entero", reza la conocida frase del Talmud. Quizá también lo esté salvando quien rescata una voz, un trabajo, la simple posibilidad de creer en los otros.

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