domingo, 5 de marzo de 2017
EL ABRAZO SANADOR
"Cuando duermo con una persona chiquita me da miedo, pero cuando duermo con una persona grande me da felicidad." Las palabras con las que mi hijo menor buscaba retenerme todavía en su cuarto después del cuento, a la hora de dormir, me daban una idea de lo que era la noche para él todavía chiquito, el miedo a la oscuridad que reclamaba un abrazo más prolongado, porque no se calmaba ni con saber que en la cama de al lado estaba su hermano ni con la luz encendida del pasillo.
Ya no recuerdo dónde, pero en mis búsquedas de madre primeriza había leído que cuando un bebe recién nacido tiene hambre lo que siente es tan intenso como un dolor físico, por eso ese llanto desgarrador, el llanto imparable del hambre. Habituado a la completa satisfacción de sus necesidades, al cobijo tibio y permanente del vientre materno, ese cuerpito siente, con las punzadas del hambre, la primera experiencia física del desamparo, la radical soledad de ser otro en el mundo y no parte de otro.
Debe haber pocos momentos en la vida humana (el otro tal vez sea la vejez) en que el cuerpo se vuelva a la vez realidad objetiva y metáfora. Desvalidos y solos, la desnudez de la existencia. El abrazo, dicen, cura esas heridas, o al menos calma ese dolor. Tal vez por eso Barthes pensó en el abrazo como un retorno a la madre ("el momento de las historias contadas, el momento de la voz, que viene a fijarme"), el abrazo (aun en los terrenos imprecisos del amor y el deseo) como un hechizo capaz de abolir la soledad y la distancia. Ante el vacío de la orfandad, el milagro (aunque sea momentáneo) de la cercanía.
La metáfora del abrazo, sin embargo, se fue independizando bastante de esa herida originaria, aunque siempre algo quede. El lenguaje da cuenta de múltiples abrazos y múltiples sentidos (María Moreno se preguntaba por qué el abrazo, a diferencia del pecho o del amor o de las lágrimas, no había merecido estudios culturales, una "historia del abrazo", por ejemplo), distintas metáforas construidas a partir de ese punto de encuentro.
Está el abrazo maternal, el abrazo erótico, el abrazo erótico del cine gastado hasta el vacío, el abrazo del oso, el abrazo del boxeador, el abrazo-saludo con que despachamos un mail, el abrazo de los amantes de Egon Schiele y los abrazos fraternos de Juan Genovés, el abrazo de la serpiente, el abrazo de Yatasto o el de Acatempan, el abrazo solidario a un hospital o a una escuela, el abrazo a las Madres de la Plaza (el pueblo las abraza), el abrazo protector. El abrazo decodificado por la ciencia que explica cuánto de oxitocina y endorfinas hay detrás del efecto benéfico que proporciona un abrazo.
En los últimos años, los abrazos ya no fueron sólo materia de la reflexión filosófica o artística sobre el amor, sino también una estrategia más en el campo de las prescripciones médicas. No tiene mucho más de dos décadas la iniciativa de algunos sistemas de salud de incorporar el abrazo como parte de sus programas de atención. Hospitales, ministerios, hogares de acogida y fundaciones de muchos países reclaman voluntarios para fortalecer con abrazos a sus pacientes .
En enero, el llamado de un hospital de Nueva York que pedía voluntarios para abrazar bebes recién nacidos con problemas de adicciones recibió miles de solicitudes. Hijos de madres adictas a las drogas o a psicofármacos experimentaban crisis de abstinencia que apenas encontraban consuelo en ese cuerpo a cuerpo, en poder temblar acurrucados en la protección de un abrazo.
Que miles de voluntarios hayan desbordado las expectativas del hospital (no tienen más lugar hasta el año que viene) habla de solidaridad y de entrega. Pero también, seguramente, de esa herida originaria que se vuelve sedimento pudoroso, aunque siempre late, y que acaso encuentra una tregua en el abrazo que ofrece, como si el único necesitado fuera el bebe.
C. A.
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