viernes, 3 de marzo de 2017

HISTORIA DE VIDA


Roberto Canessa: "No existe la suerte, sino las oportunidades"
A más de 40 años del accidente aéreo de los Andes, el reconocido cardiólogo uruguayo publicó, junto con el escritor Pablo Vierci, Tenía que Sobrevivir, libro que cuenta cómo influyó esa experiencia en su día a día
El fuselaje del avión en la Cordillera de los Andes, en enero de 1973. Foto: Fuerza Aérea Uruguaya
Roberto Canessa sabía que para escribir sobre su vida era necesario haberla vivido. Y ahora, pasados los 60 años, a más de cuatro décadas de la tragedia de los Andes, era la oportunidad para contar qué había sucedido con uno de los 16 que habían sobrevivido. Y así, una mañana en su casa, conversando con su amigo de la infancia, el escritor Pablo Vierci, surgió una idea que hoy cruza Tenía que sobrevivir, el libro publicado en diciembre, en la Argentina, que ambos escribieron: el paralelismo entre aquella ventana del fuselaje y la ventana del ecógrafo con el que trabaja. Esa epifanía le revelaba a Canessa, hoy un reconocido cardiólogo infantil, cómo la experiencia en la montaña había influido en su vida, para qué había sobrevivido. "En la Cordillera, a través de la ventana del fuselaje, yo miraba en la Luna la esperanza de vivir. Y esa ventana es hoy la misma que la pantalla del ecógrafo, donde examino el corazón de un niño que está por nacer", cuenta Canessa  desde Madrid, donde viajó desde Montevideo a dar una conferencia.
El hecho histórico, para Canessa, ya se había narrado: aquel 13 de octubre de 1972, cuando un ala del Fairchild 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, que llevaba 45 hinchas y jugadores del club de rugby Old Christians, golpeó una cumbre de la Cordillera de los Andes, y el avión se partió y cayó sobre la nieve. Los vivos, los muertos, los heridos. Pasar dos horas haciendo agua, gota por gota, para llevársela a un amigo que estaba peor. Escuchar en la radio que la búsqueda se había suspendido. El alud. Entender que los prótidos, glúcidos y lípidos de los músculos de sus amigos muertos eran un combustible útil para ganar tiempo de vida. Tomar la decisión, con 19 años, de emprender junto con Fernando Parrado la caminata hacia el Oeste, sin vuelta atrás. Diez días de travesía, que se sumaban a los 60 en la montaña, hasta encontrar a ese arriero silencioso. Ahora, con este libro, quiso contar qué pasó después.
Nando Parrado, el arriero Sergio Catalán y Roberto Canessa. Foto: El País de Uruguay
- Usted se pregunta cuál es la frontera entre la vida y la muerte. ¿Encontró la respuesta?
No sé cuál es. Por eso le pido al lector que me ayude a encontrarla. Sabiendo que todos nos vamos a morir, ¿a qué distancia estamos? ¿Podemos postergar la muerte? ¿Es el hombre capaz? ¿O es solo el destino? Yo creo que lo podemos cambiar. Sin soberbia, creo que lo hemos cambiado ya algunas veces. La vida es un cúmulo de decisiones. No creo que exista la suerte, sino las oportunidades.
- ¿Qué lo empujó a la cardiología infantil?
Mi padre era profesor de cardiología. Yo estaba haciendo las primeras armas en medicina, y justo con él empezó a trabajar un médico que hacía cardiología infantil. Me pareció interesante ,porque eran corazones cero kilómetro que venían mal armados de fábrica. Le acomodabas eso y salía un chorro de vida para siempre. No era como la cardiología adulta que son corazones maltratados con arterias que hay que tratar de recauchutar. Ese tuneado que se le hace con toda una vida por delante, con una vida que va a perdurar más que la mía, me pareció un desafío poderoso.
- ¿Y por qué se inclina por las cardiopatías congénitas de los que aún no nacieron?
Por los que no pueden vivir. Por los que no van a poder nacer. Por los que en esa radio, diez días después de los Andes, escuché decir "se ha suspendido la búsqueda, no hay sobrevivientes de aviones en la Cordillera de los Andes". Ese mensaje es el mismo desafío de esos niños que les han dicho que no pueden vivir, ese consenso social que habla de muy pocas probabilidades. Esas cosas de la sociedad me rebelan. Cuando salimos de los Andes, que nos habían dado por muertos, ni siquiera ahí reconocieron que estábamos vivos. ¡Nos llamaban resucitados! Yo hacía dos meses que me estaba muriendo y me venían a llamar resucitado. Nos salvamos porque éramos un equipo, porque pudimos caminar diez días, porque pudimos encontrar al arriero. Todas esas incongruencias del mundo me parecen muy divertidas. Porque nos hacen repensar las cosas de una manera diferente. Viví la lucha más ancestral del hombre que es contra la naturaleza. ¿Qué trauma? Cuando salí estaba fascinado de la vida. Mi única tristeza era por la familia de los que no habían vuelto.
- ¿Cuál es la principal lección que trajo de la Cordillera?
No esperes a que se te caiga el avión para darte cuenta todo lo que tenías y lo feliz que sos. Y tampoco esperes mucho los helicópteros, porque pueden no venir.
- El título del libro, Tenía que sobrevivir, da pie a diferentes interpretaciones. ¿Por qué lo eligieron?
Yo tenía que sobrevivir porque tenía que decirle a mi madre que no llorara más, que tenía razón. La gente iba a darle el pésame, y ella les decía: "Él está vivo".
Su hijo Hilario tenía 4 años cuando en el jardín de infantes se le acercaron unos compañeros y le dijeron: "¿Sabías que tu padre se comió a los amigos?" Él les respondió: "Sí, vengan que les cuento cómo fue". Para Canessa esta anécdota narrada en el libro muestra esa sabiduría de los niños que en los adultos está contaminada por la sociedad del llano.
Canessa y su esposa Laura, en el jardín de su casa, hace tres años.
-¿Siente culpa por aquel episodio?
-Fue de los momentos más tristes de mi vida. Sentís una humillación y una denigración humana importante. No es ni asco, ni culpa. Es humillarse hasta lo más bajo del ser humano. Yo creo que con esa carne, a las cuatro de la tarde, cuando nevaba, con todo congelado, todo frío, cuando parecía que todo estaba en contra, ese pedacito que agarrás y la boca no se quiere abrir, lo único que decís es por qué hay que hacer esto. Y ahí pensé: "Bueno, si quiero volver tengo que alimentarme". Eso después se transformó en algo común, no fue un tema que implicaba un trauma diario. Después ya formó parte de comprar el tiempo para seguir adelante. Es importante relatar esas cosas para que la gente se dé cuenta qué te pasa cuando tenés todas en contra.
- ¿Se siente cómodo con la naturaleza?
Sí, a veces las noches de invierno, me gusta salir a mirar las estrellas y sentir el frío, sentir que estás vivo. Yo hace mucho tiempo miraba esas mismas estrellas y pensaba que no iba a vivir.
- En el libro también habla de la fuerza que cada uno tiene para empujar nuestros límites...
-Sí, y saber que cada paso es un paso. Estás más cerca, no sabés dónde está la meta, pero el compromiso es ese. El morir caminando. Yo creo que vivir la vida es un poco eso de que te agarre caminando y no te agarre vencido, sin entregarte.
F. M.


UNA EXPERIENCIA PERSONAL
Hace 10 años tuve una de las experiencias emocionalmente más fuertes de mi vida. Fui en cabalgata hasta los restos de "el avión de los uruguayos", en la Cordillera de los Andes, y al frente del grupo iba Roberto Canessa, uno de los 16 sobrevivientes de la tragedia y el que, junto con Fernando Parrado, hizo aquella épica caminata de 10 días por las montañas nevadas hasta encontrar a un arriero chileno.
Yo era, y soy, un enamorado de esa historia, una de las grandes gestas de la naturaleza humana. Recuerdo perfectamente la esquina en la que estaba parado cuando me enteré de que habían aparecido con vida los uruguayos a los que ya todo el mundo daba por muertos. Me leí en un suspiro el primer libro, Viven, y todos los que vinieron después. Vi la película. Vi documentales. Vi entrevistas. Escuché sus conferencias. Una vez almorcé con Pedro Algorta, otro de los sobrevivientes, que vive en la Argentina. Para tocar el cielo con las manos sólo me faltaba ir al avión y conocer a Canessa y a Parrado. Llegar al avión de la mano de Canessa, al cabo de dos días de cabalgata, fue mucho más de lo que jamás podía haber soñado.
Cuando lo conocí, un día antes de que empezara la travesía, me impresionaron su vitalidad y, casi diría, su atropello: hablaba, caminaba, se sentaba, daba indicaciones, se volvía a parar... Todo sin solución de continuidad. Dicen que el apodo que le pusieron, "Músculo", no obedece a su contextura física, sino a su temperamento. Canessa, cardiólogo infantil, tenía por entonces 52 o 53 años. Aunque ya había vuelto a los restos del avión, éste era un viaje especial. Por primera vez lo hacía con sus dos hijos varones, con sus amigos y con amigos de sus hijos. Unas 30 personas. Todos hombres. Una noche, al amparo de una fogata y con fondo de guitarras, me confió: "Este lugar, estas montañas..., no sé, tienen magia. Esto es único. La cabeza me vuela a mil. He venido varias veces, y siempre es distinto, siempre es especial. Pero lo tengo decidido. Ésta es mi última vez. Ya no volveré".
A la mañana era de los primeros del campamento en levantarse, el primero en montar, el que encabezaba la hilera, y el que sorprendía a todos haciendo tramos larguísimos a pie. Al verlo desafiar suelos tortuosos cuando podía hacerlo arriba del caballo se me daba por pensar que aquello no era exhibicionismo, no era una demostración de salud y vigor. Canessa había escapado de la tragedia caminando, había encontrado la salvación caminando, y tenía que regresar así, caminando, al lugar donde volvió a nacer. En las paradas de descanso, enseguida lo rodeábamos para escuchar sus recuerdos. Conocía aquel escenario majestuoso e interminable -tierra de volcanes y glaciares- como quien habla de la cuadra de su casa. "Fíjense ese pico, ¿lo ven? ¡Ése, ése!, decía, señalando las altas cumbres. "Ahí fue el primer golpe del avión. Y en aquel pico, enseguida, fue el segundo. Y allá, el tercero. Desde ahí empezamos a caer, sin las alas, patinando sobre la nieve."
No lo vi llorar. Lo vi, sí, conmovido y en silencio cuando llegamos hasta los fierros dispersos que quedan del fuselaje y nos detuvimos a rezar junto a una cruz clavada sobre un montículo hecho con objetos que se fueron encontrando. Un monolito de mármol negro recuerda a las víctimas. Abrazado a sus hijos, lo vi perderse en el espectáculo a cielo abierto de la vida y de la muerte. "Es mi último viaje", había dicho. Pero volvió un par de años después. Seguramente a paso firme, volvió.
C. M. R. R.

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