jueves, 16 de marzo de 2017
HISTORIA DE VIDA
Por razones que la modernidad encontraría hilarantes, durante mi infancia tuve acceso a un número limitado de discos. Vinilos, desde luego, que se reproducían en un Winco. El Winco, pese a ser elemental, estaba conectado a un excelente amplificador Fischer, valvular y monofónico, que se completaba con un altavoz monumental de calidad irreprochable. La breve discoteca, cuyo origen desconozco, se limitaba a algunas obras de música clásica, y tan pronto aprendí a usar el Winco me puse a investigar esos discos cuyas tapas parecían misteriosas y, de cierta forma, un poco prohibidas.
Me tomaba mi tiempo para depositar la púa sobre el surco, delicadamente, y cuando la fritura anticipaba los primeros acordes, me sentaba delante de ese gabinete que apenas superaba en estatura. Sin tener ni la más remota idea de quiénes eran Brahms, Schubert, Beethoven, Mozart, Tchaikovsky, Vivaldi o Haydn, me pasaba horas sumergido en esta experiencia nueva y abrumadora.
Si uno lo piensa desde la pantagruélica oferta de hoy, un puñado de vinilos sabe a poco. Pero fueron para mí un paraíso, formaron mi sensibilidad y me enseñaron que la música es demasiado profunda para bucear en ella solamente una vez. Los discos, como las pasiones, nos reclaman con tenaz insistencia.
Pero todo lo bueno termina, y un día aciago mis padres me regalaron mi primer vinilo.
-Ya tenés 14 años, es hora de que oigas esta música -anunciaron, y pusieron en mis manos un álbum en cuya tapa se veían cuatro sujetos pelilargos y sonrientes asomados a un balcón. Arriba, se leía The Beatles / 1967-1970. Agradecí el obsequio algo aturdido y, cuando estuve solo, puse alguno de los dos vinilos y me senté en el piso de pinotea, delante del altavoz, con los ojos cerrados, mientras la fritura me preparaba para el deleite de la música.
Pero ¡ay!, ¿qué era esa cacofonía que me habían obsequiado? Casi rayé el disco cuando levanté la púa con precipitación, al tiempo que decidía que aquel despiadado batir de tambores y esas guitarras electrocutadas no eran para mí. Cada tanto, cuando mi madre andaba cerca, ponía alguna canción de este álbum de tapas azules y tipografía setentosa, pero más que nada por compromiso.
El asunto, sin embargo, me tenía consternado. En el colegio, estos Beatles eran auténticas celebridades, lo mismo que otros, que debía padecer en las fiestas, que llamaban -para mí la razón era obvia- asaltos. Me sentía un paria y no le encontraba salida al asunto.
Cuando cumplí 16 años, recibí otro disco. Esta vez, de manos de un buen amigo a quien le había confesado mi dilema. La tapa era rara y el nombre de la banda, todavía más. Con algún desasosiego puse el perfumado vinilo en el Winco y nos sentamos en el piso de pinotea, delante del altavoz.
Entonces ocurrió el milagro. La música no me saltó encima. Por el contrario, tuvo un inicio plácido que sonaba a cuerdas. Luego, una melodía triste con un instrumento inverosímil, como un corno inglés, pero un poco menos distante, menos bucólico, y, de fondo, una percusión cristalina, apenas audible, sutil, huidiza. Me costaba creer fuera una obra de 1975; y todavía faltaba lo mejor.
Luego de dos minutos y diez segundos de este bálsamo, llegó la guitarra angelical e hipnótica de David Gilmour. No parecía de este mundo. Cuando entró en escena la batería de Nick Mason, a los cuatro minutos y medio, sus redobles no me parecieron abusivos. Tampoco los teclados de Richard Wright ni la voz desesperanzada de Roger Waters. Esos cuatro minutos y medio de Wish You Were Here, de Pink Floyd, fueron mi Bifröst, el puente arco iris que consiguió unir mi pequeña colección de clásicos con este nuevo edén sonoro que pronto aprendería a amar.
Recuerdo una postal cómica, acaso comprensible, de finales del siguiente verano, cuando mi madre entró furiosa en mi cuarto y me ordenó que bajara el volumen de esa música diabólica. Estaba escuchando a los Beatles.
A. T.
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