sábado, 18 de marzo de 2017

LA MAYOR DE LAS TRISTEZAS


Imagínenla en la penumbra del cuarto, cuando ya han menguado los aturdimientos del día, envuelta en el silencio de la noche cerrada, el rostro demacrado y apenas iluminado por la luz azulada de la pantalla, los ojos cansados, opacos, la mirada desolada que sucede a haberlo perdido todo, una vida a medias, sin propósito. Imagínenla cada noche recogiendo los restos de la cena, dejando presurosa la vajilla sucia en la cocina para lavarla a la mañana siguiente, dándose prisa a retirarse del mundo para entregarse a su ceremonia secreta, ajena a los últimos movimientos de la casa, huraña y pronto ya remota, inesperadamente hostil si alguien procura demorarla, retenerla en el mundo de los vivos, porque pese a las fatigas y al sentimiento de desamparo solamente el reencuentro con su hija muerta -y no es seguro- le permitirá conciliar el sueño ya de madrugada.
Imagínenla frente a la pantalla del ordenador, la espalda encorvada, vencida por el agotamiento y el desconsuelo, los ojos fijos en las imágenes de la beba y de la niña ya crecida -su hija-, la niña haciendo tonterías en los juegos de la plaza o con el rostro embadurnado de un resto de helado o chocolate, tal vez en la ceremonia de bautismo o en su primer día de clases, que no te toques el pelo que estuve una hora peinándote, la risa fresca e inocente de quien tiene el futuro por delante. Cientos de fotografías tomadas con la despreocupada felicidad de una madre que sabe (intuye) que cuando la niña sea una mujer ya no la tendrá consigo, no tan cerca, tal vez la voz apresurada al otro lado de la línea del teléfono, o a lo sumo una visita los fines de semana, pero cuál es el apuro, apenas hace una hora que llegaste y dejás ya a tu madre sola, y entonces el único modo de llenar ese vacío será acudir a la memoria familiar de las fotografías, escrutarlas una y otra vez con una media sonrisa de ternura, volver a escuchar las voces y a sentir los olores de esos instantes que jamás volverán, pepitas de oro en el océano del olvido.

Pero un día la madre siente una punzada en el corazón, algo le dice que ha ocurrido una tragedia. Su hija ha sido víctima de un accidente automovilístico, su hija ha muerto a los 11 años. Esa noche, quizá la siguiente, decide reencontrarse con la pequeña en esa ceremonia secreta delante de la computadora: roza la pantalla con las yemas de los dedos para hacerle una caricia, la besa en la frente, pronuncia su nombre en un susurro, Martina, habla con ella y la reprende, cuantas veces debo decirte que te laves los dientes, no me hagas rabiar, dale un beso a la abuela que vino a visitarte, vuelve a decirle cuánto la quiere como no se lo ha dicho nunca. De vez en cuando le muestra esas fotos a su hijo pequeño, Joaquín, que no ha llegado a conocer a su hermana.
Cierto día, dos o tres ladrones ingresan en su casa sencilla. No hay mucho que llevarse, apenas chucherías, de modo que hurtan la computadora. Yemi Terragni (la protagonista de esta historia) piensa por un segundo que hubiese preferido que se la llevasen a ella, que acabaran de una vez con este calvario, pero no toquen a su hija, no otra vez, ya bastante daño les han hecho, pero una vez que desaparece la furia decide pedir ayuda en una red social. Sólo quiere tener de regreso las imágenes de su hija, quiere salvarlas de la desmemoria como los náufragos de las grandes tragedias procuran rescatar de la furia de las llamas o de las aguas embravecidas las fotografías. Ese hilo la une cada noche con su hija. No soportaría que ella muera otra vez.
El pedido se multiplica como una cadena de oración. Hasta que dos años más tarde (con sus días y sus noches, el tiempo lento horadándolo todo) una mujer compra una computadora usada, reconoce la historia y se la entrega. Yemi agradece, y esa misma noche, quizá esa tarde llevada por la ansiedad del reencuentro, enciende el aparato y vuelve a ver conmovida las imágenes de su hija, Martina en el fondo de la pantalla, tan risueña y tan dulce, y Joaquín la saluda porque ha aprendido a extrañarla aunque no la ha conocido.
Yemi no puede contener las lágrimas, no sabe si saltar o bailar, siente que el corazón le estalla de felicidad, mira una, diez, cien imágenes, cada cual más hermosa que la anterior. Hasta que abre la carpeta donde ha guardado los videos y elige uno que no recordaba. La risa de Martina, la hermosura de sus ojos, el futuro allá delante. La voz de Martina, pequeña y luminosa. Yemi escucha el milagro de esa voz:
-Mamucha. -Y se echa a llorar.
V. H. G.

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