jueves, 2 de marzo de 2017
PENSAMIENTOS COMPLEJOS
Perdido en los abismos de Spotify
Los dispositivos inteligentes y la Web están modificando a tal punto la realidad que resulta imposible llevar la cuenta de los cambios. Los más profundos no se perciben como tales, sino que se introducen insensiblemente en nuestra vida sin que lo advirtamos. Nacen de prácticas en apariencia inocuas que, sin embargo, van transformando el modo en que percibimos el mundo y la forma en que nos relacionamos con él. La tecnología es un puro hacer: sus estímulos exigen respuestas concretas, nos llaman a la acción. Esas respuestas y esos actos que repetimos a diario alteran equilibrios de otro orden, modifican esa porción más grande del iceberg que está bajo la superficie y no se ve, pero que, con su consistencia, mantiene la otra a flote. Para decirlo más claro: alguien que intercambia cientos de WhatsApp por día no tardará en modificar su concepción del tiempo o, al menos, el modo en que lo habita.
Algo así me está ocurriendo. Estoy entregado a una práctica sin freno y no puedo detenerme, a pesar de sentir que algo está crujiendo debajo.
Mi natural e indefendible desconfianza hacia la tecnología hace que siempre llegue a lo nuevo cuando empieza a ser viejo. En este momento en que ignoro tantas cosas, no sé si eso es bueno o malo. Posiblemente carezca de importancia. Lo que importa es que, más allá de mis resistencias, soy tan vulnerable a los encantos de la vida virtual como cualquiera. Tengo mi punto débil.
La historia empieza hace unos meses, cuando recibo un iPod de regalo. El objeto me pareció atractivo, simple, caro. Lo cargué con 30 o 40 discos que tenía guardados en la PC. Desde cierta perspectiva, ya eran muchos, suficientes, porque siempre volvía a escuchar los mismos, aquellos que más me gustaban. Ese uso racional y primitivo del aparato quedó obsoleto hace unas semanas, cuando una de mis hijas nos suscribió a un plan familiar de Spotify.
Desde entonces me siento en la Biblioteca de Alejandría de los discos, con la llave en la mano y todos los volúmenes a mi disposición. Y me entrego al disfrute, claro, pero no consigo acallar el aguijón de una dulce aunque implacable angustia, producto de uno de los muchos efectos que se desprenden de la revolución tecnológica en la que vivimos: la anulación obscena de la distancia (virtual) entre una pobreza y una abundancia cada vez más extremas.
Se trata de un efecto de incontables aristas. En el orden político y social, provoca desigualdades y angustias mucho más graves que la mía, por supuesto. En el orden personal o íntimo, desnuda las limitaciones de nuestra biología ante aquello que no ocupa espacio. Mi caso sirve de ejemplo: a la abundancia en apariencia infinita de la "Discoteca de Alejandría", desde donde me llaman todas las músicas que en el mundo han sido, sólo puedo oponerle la pobreza de un tiempo finito que depende del paso inclemente de las agujas del reloj. No se puede, desde la orilla, abrazar el mar.
En las primeras noches mi desvelo cedía recién a las 4 o 5 de la mañana. Aquello no era escuchar música: era correr por las galerías de la discoteca para confirmar que tal o cual disco, que tal o cual músico, estaban efectivamente allí. Y era andar por el jardín de los senderos que se bifurcan: tomar uno de ellos suponía dejar atrás los demás, ejerciendo sin solución de continuidad uno de los actos más bellos y atroces que le fueron reservados al hombre: tener que elegir uno entre muchos.
¿Qué buscaba? ¿Clásico? ¿Jazz? ¿Folk anglosajón? ¿Brasileño? ¿Rock nacional de los 70? La emoción de reencontrarme con un viejo disco de Aquelarre me duraba dos minutos. Enseguida quería saber qué había, en esa Tower Records inacabable donde todo se puede escuchar, de aquel maravilloso trío de piano del que se conseguía poco y nada en la vida real. Mi excitación al ver que aparecían más de 10 discos cedía ante el listado de músicos "relacionados" que el sistema me proponía: quería volver a escuchar a aquellos que conocía y descubrir a los desconocidos, todo junto, pero no podía hacer ni lo uno ni lo otro porque cada uno de ellos tenía a su vez otros diez discos y un ramillete propio de músicos relacionados, y así al infinito. ¿Cómo detenerse ante el abismo de esta progresión geométrica hecha de la música que uno siempre quiso escuchar?
En estos días dejé de explorar y, con esfuerzo, empecé a escuchar. Es un ejercicio de contención y disciplina. Un disco por vez. Hay algo que ayuda: recordar la felicidad con que a los 14 años compraba ese disco importado que había estado buscando durante meses, y del que viviríamos, mis amigos y yo, durante un año. Aun así, y en medio de un entusiasmo que todavía no da señales de menguar, todavía no tengo claro si con este asunto del streaming llegué al cielo o al infierno.
H. M. G.
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