Un artículo de Alfredo Serra que relata el intenso amor prohibido entre el príncipe negro Seretse Khama y la oficinista londinense Ruth Williams, que marcó el nacimiento de una nación africana: Botswana.
Que un príncipe negro –y futuro rey– de un desolado país africano, y su mujer, blanca y empleada sin rango alguno, desaten al mismo tiempo un terremoto en la híper racista Sudáfrica y en el gobierno de la Corona Británica parece, de antemano, imposible. Como mucho, el borrador de un cuento o de un guión de cine.
Sin embargo, sucedió. En este mundo y en el siglo XX.
Londres, junio, 1947. En un baile de la Sociedad Misionera, evangélica, con swing sonando a todo trapo y parejas compitiendo en contorsiones, se conocen Seretse Khama y Ruth Williams.
Los separa un abismo. Y aunque, como reza una canción española, “las cosas del querer no tienen fin ni principio ni qué ni cómo y porqué”, ese abismo (a priori) la desmiente.
Porque Seretse es negro, y Ruth es blanca, en una ciudad país donde todavía hay sitios con la infamante leyenda “Ni perros, ni negros ni irlandeses”. Porque Seretse es un príncipe africano, heredero del trono de Bechaunalanda (hoy Botswana, África meridional), y Ruth es una común y corriente oficinista británica.
Porque Seretse, estudiante de Derecho en la universidad de Oxford, debe volver a su tierra y velar por ella y su puñado de almas: 582 mil kilómetros cuadrados –algo más que España–: demasiado grande y pobre aun para sus menos de 200 mil habitantes a merced de la sequía, la malaria y la difteria, y Ruth no tiene planes de mudanza: sólo ha roto su noviazgo con un hombre “porque queríamos cosas muy diferentes”, le dice a su mejor amiga.
Balance: Seretse es un outsider, y Ruth una londinense de pies a cabeza.
Sin embargo, algo los une casi desde el primer día en que se vieron y bailaron, tal vez, Easy does It, de Count Basie, o Mack the Knife, cantado por Ella Fitzgerald: el jazz en todas sus formas.
Y terminadas las frenéticas noches –uno de los modos de olvidar la tragedia de la guerra–, también los van tornando inseparables las largas caminatas nocturnas y la coincidencia en ciertos ideales…
Un año después, Seretse le propone casamiento, y ella acepta rápido y a ciegas. Contra viento, marea, prejuicios y todo escollo, saben –y no se equivocan– que han nacido uno para el otro, y hasta que la muerte los separe. Se casan en 1948. Él, 27 años; ella, 25. Pero ignoran un sombrío contexto político y social que les caerá como un rayo.
Además de la barrera White/Black, por la que Seretse debió soportar insultos en la calle, con Ruth a su lado (¡Mono! ¡Simio! ¿Querés bananas?), y apelar a sus puños de buen boxeador para derribar a los imbéciles, una compleja trama empezó a asfixiarlos…
En ese momento, el gobierno de la Corona regía el destino de Bechaunaland, uno de sus protectorados, y su gran aliado, Sudáfrica, acababa de decretar al apartheid como una ley fundamental que exigía la total separación geográfica de blancos y negros (zonas, barrios, comercios, salas de espectáculos, transportes públicos), prohibía el matrimonio interracial, y pondría serios reparos a esa unión incluso en Bechaunaland, su vecino fronterizo del norte.
En condiciones normales, al Gobierno británico no le hubiera importado. Pero, a raíz de las pérdidas económicas de la guerra, dependía de Sudáfrica para comprar oro y uranio a bajo precio.
Conclusión: la pareja parecía condenada a la separación. Pero Seretse dijo, rotundo, ¡No! Y ya casados, emprenden viaje hacia su país, donde el trono espera a su nuevo rey.
La llegada abre otro frente de conflicto. El tío de Seretse, Tshekedi, regente del trono y listo para coronar rey a su sobrino, se enfurece: “Nuestro país jamás aceptará a una reina blanca. Y nuestras mujeres, mucho menos”.
Entretanto, el caso se convierte en un gran suceso mundial, con voces a favor y en contra, y el poder de la prensa, que fogonea posiciones a favor y en contra.
A pesar de la furia del tío de Seretse, ambos tienen una reunión cumbre, y después de muchas horas de tensión, mientras el pueblo espera, llegan a un acuerdo.
Seretse será rey, luchará contra la Corona hasta lograr la independencia y ser una república democrática y no un reino, y Ruth hará infinitos esfuerzos para ser aceptada por las mujeres, que la han recibido con más hostilidad que asombro…
Entre otras cosas, en la reunión a solas con su tío, Seretse ha jugado una carta muy fuerte:
–Sudáfrica ha excavado hasta el agotamiento sus yacimientos de diamantes, y pronto empezará a excavar en nuestro territorio, ya que el mayor yacimiento ocupa los dos países. ¿Permitiremos que el país del apartheid lleve nuestra mayor riqueza? Debemos declarar la independencia para evitarlo…
Lentamente, la pareja se impone. Ruth se adapta a esa tierra desértica, se acerca con humildad a las mujeres, y Seretse enfrenta el último paso: la decisión de la Kogtla, la sagrada Asamblea de la tribu.
Que, contra todo lo imaginable, los consagra, unánime. Él será rey, y ella “la madre del pueblo”, título destinado a la compañera de todos los reyes desde la existencia del país.
La prensa británica estalla en grandes titulares: Ruth, la reina blanca de los negros, etcétera
Pero el gobierno de la Corona, jaqueado en el frente interno por los racistas locales, y en el externo por Sudáfrica, les tiende una trampa.
Los invita a Londres, deshaciéndose en cínica cortesía, para tratar nuevamente el caso y adoptar hacia ellos una nueva actitud.
Seretese, con los dos pasajes en la mano y la comitiva del Protectorado esperándolos para tomar el vuelo hacia Londres, sabe que si se van, no los dejarán volver. Y los deja afeitados y sin visita:
–Iré solo. Ruth y nuestras mujeres se llevan muy bien, y juntas están luchando contra una epidemia de difteria.
Demudados, el comisionado y su séquito no tienen más salida que tragarse el sapo…
Ya en Londres, un alto funcionario, exégesis bien vestida del cinismo y la mentira, le informa a Seretse que, “lamentablemente”, su capacidad para reinar en el Protectorado ha sido evaluada por una comisión, y que su informe, de nombre Harrigan, es negativo.
–No se lo considera capaz de reinar. Nuestro gobierno le impone un exilio de cinco años. Digamos que se trata de un período de reflexión… Como compensación, le hemos conseguido un cargo en Jamaica. Por supuesto, su esposa debe regresar a Londres.
Pero se estrella contra el temple de Seretse:
–No iré a Jamaica. Mi esposa no regresará. Y yo volveré a mi tierra. Jamás me separaré de mi esposa. Que acaba de dar a luz a nuestro primer hijo: una niña que se llamará Jaqueleine.
El atildado funcionario pierde la paciencia:
–No lo permitiremos. Usted no podrá contra nosotros
Seretse, frío como un ajedrecista, contraataca:
–Quiero ver el informe Harrigan.
–Tampoco lo permitiremos.
Pero el escándalo ha crecido a velocidad de huracán, y cierta prensa británica ha tomado partido por la pareja y sus derechos. Además, Winston Churchill, candidato por el Partido Conservador contra el Laborista, y en víspera de elecciones, se hace eco de las protestas locales e internacionales, y declara:
–Aunque estoy contra ese vínculo entre personas de distinta raza, comprendo que esa pareja está padeciendo una situación muy dolorosa, y prometo que si gano les concederé el perdón. No habrá exilio.
Otra obra maestra del cinismo. Gana las elecciones, pega un brusco giro de timón, y decreta… ¡exilio de por vida!
Corre 1951. Seretse queda en Londres. Ruth retorna. Mueven cielo y tierra. Luchan con todas sus fuerzas. Ruth graba un mensaje filmado que se pasa en cines de medio mundo, hablándole a Churchill de frente y pidiéndole clemencia.
Seretse habla ante altos foros. Se crea una entidad de Defensa de Seretse Kahma. En cada discurso, el rey que no llegó a asumir usa una frase como látigo:
–El gobierno de la Corona miente…
Y tiene razón. Porque un periodista aliado a la causa ha conseguido una copia del Informe Harrigan que descalificaba a Seretse, lo pone en sus en sus manos, y la verdad estalla como una granada.
Dice así: “Pese a su desafortunado matrimonio, sus perspectivas como jefe son tan brillantes como las de cualquier nativo de África con el que hemos tenido contacto”.
Un cachetazo que hace temblar el Parlamento y que casi detiene la marcha del Big Ben…
Derrumbados todos los subterfugios contra la pareja, el camino hacia Bechaunaland está abierto. Sin embargo, la maquinaria burocrática y otros miserables enjuagues no les permitieron volver a esa desolada tierra… que paradójicamente ocultaba en sus entrañas algunos de los mayores diamantes del planeta, hasta 1956.
Pero fue suficiente. Seretse subió al trono, pero cumplió el plan confesado ante su tío en aquella reunión cumbre: renunció, fundó el Partido Nacionalista Bechauna en 1961, se convirtió en primer ministro del Protectorado, lanzó su campaña de independencia de la Corona, la logró en 1966, y cambió el nombre del país, que pasó a llamarse Botswana.
Desde luego, fue el primer presidente de su nación…
Lo que va de ayer a hoy: el negro insultado en las calles de Londres, el negro trampeado por la Corona, el negro traicionado por Churchill, el negro exiliado de por vida… fue nombrado Comandante de Caballería de la Orden más alta del Imperio, ¡por la reina Isabel II!
Nación independiente y democrática, estableció derechos inalienables sobre los yacimientos de diamantes: base de la futura prosperidad.
Creció hasta tener hoy casi tres millones de almas. Sigue su batalla contra las leyes del desierto: la falta de agua y las enfermedades.
El segundo presidente fue Ian Kahma, el segundo hijo de Seretse y Ruth.
Ella se dedicó sin descanso a batallar contra el sida, uno de los flagelos del país. Y hasta el final encabezó todo tipo de obras solidarias. Ninguna mujer blanca en tierra extraña fue tan amada por las mujeres nativas…
Seretse murió en 1980, apenas a los 59 años. Ruth lo sobrevivió hasta el 2002, a sus 79 años.
Los dos están sepultados, juntos, en la colina más alta del territorio de la tribu Bamangwato. La raíz de Seretse.
La impensada historia de amor entre un rey africano y una oficinista londinense
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