martes, 26 de marzo de 2019

LA OPINIÓN DE FEDERICO ANDAHAZI,

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“Las cenicientas del presidente”, por Federico Andahazi
Usamos con mucha frecuencia la expresión “el sillón de Rivadavia” para referirnos a ese cargo que ocupa quien dirige los destinos de este país. La razón es obvia. Bernardino de la Trinidad González de Rivadavia fue el primer Presidente, jefe de estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata entre 1826 y 1827.
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Pero hoy no me voy a detener a repasar los hechos que tantas veces no contaron. Hoy te voy a contar ese lado que lo historiadores siempre nos ocultaron y nunca nos contaron en la escuela.
El propio Rivadavia habría deseado que nunca sucediera esta historia que debió cargar en la espalda como una cruz, y que sin dudas ilustra la verdadera dimensión del lugar tan injusto que ha ocupado en la historia hombres y mujeres.
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Las relaciones filiales y el amor son los grandes pilares de las leyendas y las tragedias y la historia de nuestro país está signada también por el amor, el odio, la locura y la muerte.
Benito Bernardino González de Rivadavia, oriundo de Galicia, se casó con su prima Doña María Josefa de Rivadavia y Rivadeneira y tuvieron cinco hijos. Uno de ellos fue Bernardino que tenía apenas seis años cuando su mamá murió.
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El padre era un hombre influyente y de muy buena posición económica. Dos años después se casó con Ana Otárola.Y es acá cuando entra la temible e infaltable madrastra en la escena de nuestra tragedia rioplatense.
Tres eran las hermanas mujeres. La mayor, Tomasa Dominga, había nacido ciega. Gabriela y Manuela habían estaban noviando con otros dos hermanos: el Teniente José y el Teniente Gabriel Gazcón.
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Como gente de alta sociedad que eran los muchachos tenían la venia del virrey y todo se encaminaba para celebrar ambas bodas como de cuento: las hermanitas princesas con los hermanitos príncipes azules.
Todo era maravilloso, hasta que, de pronto, el padre de Rivadavia prohíbe las relaciones de sus hijas con los Gazcón y anula los planes de los matrimonios.
¿Por qué? La razón suena insólita. Resulta que Doña Ana, la madrastra de las chicas, se sentía mal. Literalmente, sufría de fuertes dolores de cabeza, y ella consideró que los tenientes pretendientes no se mostraron lo suficientemente preocupados por la salud de la, digamos, “suegrastra”.
Esta falta resultó imperdonable para Don Benito González de Rivadavia, que permaneció indiferente mientras sus hijas lloraban y sufrían presas de un sistema arbitrario, autoritario y, en este caso sí aplica el término patriarcal, que no les permitía casarse con quien deseaban.
Pero más aún, los gimoteos y la protestas de las hijas le molestaban tanto que decidió solucionar todo como se hacía en esa época con las mujeres que osaban levantar la voz: las internó en un convento.
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Los hermanos Gascón, con el corazón roto, no se iban a quedar de brazos cruzados; decidieron iniciar un juicio contra el padre de nuestro primer Presidente.
Eso de que la justicia cuando es lenta no es justicia es más viejo que la República y este caso lo confirma porque en el proceso, uno de los novios… murió. La pobre hermana de Rivadavia se volvió loca. Más desgracias parecían imposibles: internada y separada de su amor por la arbitrariedad de su padre y la muerte.
Fijate lo que decía Don Benito en el juicio: “…mis hijas me deben estar más sujetas aún que el criado respecto de su amo, por razón de la patria potestad que me compete, y me da facultad para enajenarlas o venderlas en caso de necesidad, por la especie de dominio que ejerzo sobre ellas, como cosa nacida y proveniente de mí mismo”.
Reite del patriarcado. Por suerte los tiempos cambian, poco a poco, pero cambian.
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Finalmente el proceso resultó favorable a los hermanos Gascón, que a esa altura era uno solo. En 1812 Don Benito tuvo que pagar el juicio para lo cual debió desprenderse de una importante propiedad. Lleno de odio desheredó a sus hijas diciendo que “ni el nombre de hijas merecen”.
Y así, las cenicientas del futuro presidente, murieron desheredadas, solas, tristes y olvidadas. No hubo príncipe azul, ni carroza. Ni siquiera una mísera calabaza para las cenicientas del futuro presidente.

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