viernes, 17 de mayo de 2019

MANUSCRITOS,


El amoroso fantasma de mi padre en el espejo
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Víctor Hugo Ghitta
De pie frente al espejo del baño, todavía revuelto el pelo y los ojos entornados, levanté la vista y vi el rostro de mi padre. Pronto, incliné la cabeza aturdido por esa imagen . Es raro pensarlo ahora, cuando han transcurrido varios días desde aquel momento, pero en ese instante de turbación me sentí obligado a decidir si volvería a mirarme en el espejo. Cuando resolví la duda y me sobrepuse a la sorpresa, miré en la superficie acristalada: mi padre está de nuevo allí, no enteramente su rostro, sino una sombra muy tenue que parece anticiparlo.
Me asaltó un sentimiento de familiaridad y extrañeza: mi rostro se esfumaba a medida que el de mi padre se insinuaba con más fuerza. Todo duró unos segundos, pero en circunstancias como esa, tal como sucede en los sueños, el tiempo transcurre a su capricho. Me pareció haber permanecido ante el espejo durante varios minutos.
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Me entregué las horas siguientes a quehaceres banales. Precisaba que ese estado de extrañamiento se desvaneciera, pero la imagen siguió conmigo hasta que me metí en la cama con un libro bien entrada la noche. A la mañana siguiente, ingresé en el baño con la idea extravagante de no mirarme en el espejo. Temí que estaba tomando una decisión absurda, de aquellas que se es incapaz de contarles a otros, pero fue más fuerte el miedo a descubrir que los rasgos de mi padre se hubieran hecho más pronunciados en mi cara durante la noche. El rostro que empezaba a inquietarme se correspondía con el de mi padre en sus cincuenta años: el color de la mirada es el de un hombre todavía joven, aunque el paso del tiempo implacable hace que empiecen a percibirse la fatiga y cierto desencanto prematuro. A la inquietud vaga del principio se añadía, sin contradecirla, el gozo de reconocer en mi rostro la sombra cada vez más precisa del de mi padre. Empecé a observar de manera algo obsesiva a mis hijos, en la esperanza (y el terror) de que hubiese en sus caras rastros de los de su padre y su abuelo.




La noche que siguió a ese encuentro con mi padre en el espejo soñé con una mujer, o con varias mujeres que terminarían siendo una sola. En ese sueño caminaba por un parque acolchado de hojas secas. Conforme avanzaba, una sucesión de mujeres pasaba a mi lado. Eran distintas entre sí, y sin embargo algo al principio imperceptible las unía. Cada una de esas mujeres evocaba en mí el recuerdo de aquella que había sido la mujer de mi vida: en una reconocía el andar melodioso de las caderas; en la que le seguía, el lunar junto a la comisura de la boca, en otra las manos de dedos delgados que semejaban las de una pianista. Algunos días más tarde, cuando evoqué ese sueño en un grupo de amigos, como si se tratara de algo extraordinario que merecía ser compartido, y ante mi asombro, varios de los hombres con los que conversaba confiaron que habían tenido experiencias semejantes, aunque no en el territorio del sueño, sino en plena vigilia. Uno de ellos, lector muy atento, recordó el modo en que Oliveira, el protagonista de Rayuela, ve en Talita el reflejo de la Maga.

Creemos reconocer algunos rasgos de la mujer de la que hemos estado enamorados (y acaso amamos todavía) en el cuerpo de otras mujeres que salen por azar a nuestro paso. Vamos caminando distraídamente rumbo al mercado o estamos sentados en la penumbra del cine -ahí todo es más acuciante, porque entre sombras se enfebrece la capacidad de ensoñación-, y descubrimos de pronto a una mujer cuyo modo de andar o de quitarse el pelo de la cara nos trae el recuerdo de aquella a la que en otro tiempo nos sentimos atados. El hechizo lo completa la memoria.

Busco en la casa la única foto que guardo de mi padre, un portarretrato ovalado con marco de madera semejante a un camafeo. Mi padre mira hacia el horizonte, lleva el pelo engominado, viste un traje oscuro, debe de estar en los treinta años. Miro la imagen con detenimiento. No puedo recordar su voz; la memoria preserva un hilo de esa voz cuando cantaba tangos en las frías mañanas de invierno, la hora en que yo me preparaba para ir a la escuela y la escuchaba sin saber cuánto habría de extrañarla, pero no hay rastros de ella durante una conversación. Miro otra vez la fotografía, cubierta por un vidrio cuya superficie apenas combada altera tenuemente ciertos fragmentos de la imagen. En el rostro de mi padre -de nuevo, su rostro- asoman los rasgos leves del hombre con el que se encontrará en el porvenir y que lo sucederá: su hijo.

PLAYLIST Mientras escribí este texto escuché: Horowitz, the Poet, Vladimir Horowitz. Schubert: Sonata para piano en Si bemol mayor; Schumann: Escenas infantiles

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