martes, 28 de junio de 2016

HABÍA UNA VEZ...


Era nuestra pequeña e íntima fiesta semanal. Sólo nosotros dos. La pasaba a buscar después del mediodía y, mientras yo almorzaba -ella ya había comido- le hacía marchar una buena porción de torta de la que daba cuenta en pocos minutos, casi sin levantar la vista del plato.
No recuerdo que alguna vez se haya sentido desganada en esa deliciosa faena. Debía apurarme con lo salado si acaso alguna vez, por curiosidad, quería probar algún bocado. Pocas veces tuve suerte.


El rito se repetía casi calcado de sábado a sábado, aunque los sabores rotaban de una semana a la otra. Del lemon pie pasaba a la chocotorta y cuando no era en un tiramisú, hundía la cuchara en un chesse cake. Otras veces probaba algún suave mousse, un alfajor de dulce de leche o un bizcochuelo esponjoso humedecido en almíbares frutados. Y cuando hacía más calor hasta se animaba con un helado o un flan mixto. Ante tales manjares, jamás expresó inapetencia alguna.
Con decir que una vez llegó a comer dos postres en una misma salida. También su carita se iluminaba cuando la sorprendía con una Vauquita de regalo. Su inclinación por lo dulce era incondicional.
Eso sí: los manjares que le presentaran debían ser bien blanditos, para cortarlos fácil ella misma con la cuchara, cuestión que, acto seguido, se deshicieran en su boca. Estaba flaquita, a pesar de esa edulcorada voracidad, pero defendía, a capa y espada, su orgullo de comer sola y sin ayuda.
En esas ocasiones, mi frágil niña se volvía más dulce, por obvias razones. Su predilección por los postres era tal que cada un par de minutos debía repasarle con una servilleta su cara, para que las simpáticas huellas de sus golosas arremetidas no se convirtieran en un verdadero enchastre.
Entremedio de esas degluciones últimamente jugábamos bastante. A veces yo proponía el comienzo de un refrán -"En casa de herrero?"- para que ella lo completara -"cuchillo de palo"-, o yo: "No por mucho madrugar?" y ella enseguida: "Se amanece más temprano".
En otras ocasiones la invitaba a contar en castellano y entonces arrancaba "uno, dos, tres" y así hasta más de diez, para pasar de inmediato al inglés, "one, two, three, four", y lo mismo. Eran juegos para ejercitar la memoria. Por ejemplo, los nombres de mis hermanos, siempre con una ayudita de mi parte: "Ma?" Y ella: "Manuel"; a veces se demoraba y yo debía repetir o alargar la primera sílaba: "¿Luuuu?" Y al fin soltaba: "Lucy". "¿Ra?", "¡Rafa!". O la ayudaba con dos sílabas: "¿Enri?" y completaba "Enrique". Al mío, Pablo, nunca le acertaba, por más que la taladrase, como en una letanía, con la primera sílaba de mi nombre. De tanto repetir, una vez lo completó a su manera: "Pavo". Nunca supe si fue un error o una sutil ironía para que no la fastidiara más.
También canturréabamos en voz baja, para no alterar al resto de los parroquianos, algunas clásicas canciones infantiles, o le lanzaba el comienzo de cierta oración de la misa, para que ella la siguiera sin mayor dificultad. Eran ejercicios para soltar la lengua y la cabeza. Pero más importante que eso, era la forma de comunicarnos que nos había quedado. Ella a veces repetía, silabeándolas, palabras que yo pronunciaba y que ahora le resonaban raras como para fijarlas en su memoria etérea. No había caso: al cabo de unos segundos ya se le habían borrado.
Lo que yo hacía con esa niña me traía reminiscencias de mi propia infancia casi medio siglo antes cuando mi madre, con cariño y paciencia, me estimulaba amorosamente a aprender a dibujar y a escribir. Ahora la niña aprendía de mí.


La última vez que la vi, le extendí un block de hojas blancas, una birome azul y le di la consigna: "Dibujá un señor". Y ella trabajosamente se puso a hacerlo. "Ponele zapatos", le apunté. "Y que tenga un globo en la mano". Y el trazo se iba animando a más. Ahora un dictado espontáneo, pero no tan azoroso, de palabras: mama / casa / amor / hijo. Y la birome subiendo y bajando despacio, legible, con letra cursiva, prolija, aunque levemente inclinada hacia abajo.
Era la menor de tres hermanos. Menuda, pero vigorosa, había sabido corretear por la cubierta del Cap Arcona, un trasatlántico lujoso que nada tenía que envidiarle al malogrado Titanic. Comió ricos tostados y masas en la Ideal, a la salida del teatro o del cine en familia. Se había asomado a ollas humeantes infinidad de veces y hecho el repulgue de exquisitos pastelitos de queso. Nos había perseguido por toda la casa hasta que supiésemos al dedillo la tabla de multiplicar. Para cuidarnos, había pasado noches de fiebres y llantos en vela, y madrugado para prepararnos el desayuno antes de ir al colegio.
Zule / mami / madre / Vero: a todos esos nombres respondía aquella que había vuelto a convertirse en niña, la misma que me había guiado en mis primeros dibujos y letras. Ésa que, siendo mi madre, se había transformado, al borde de los 98 años, en mi niña y yo en guía de esos garabatos.
Los ciclos paradójicos de la vida.


Desde hace unos días se marchó físicamente de los lugares que sabíamos compartir, aunque no del todo porque ahora habita dentro de mí. Y también en la más fantástica colección de fotos de una persona comiendo todo tipo de tortas, que atesoro conmigo en mi celular.

P. S. 

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