viernes, 17 de junio de 2016

EN EL "ESPACIO MENTE ABIERTA"; SERGIO BERENSTEIN


Sensatez y sentimiento.

 Por Sergio Berensztein



Mauricio Macri y Michel Temer no representan sólo una modificación nominativa en los respectivos poderes ejecutivos: se posicionan como un cambio en la forma de gobernar y en las coaliciones que sustentan las políticas públicas.
Tienen mucho en común. Más allá de la consabida divergencia futbolera que derivó, a lo largo de los años, en una rivalidad, Argentina y Brasil están ante una nueva oportunidad para transformar la relación bilateral y dar nueva forma a la región. Ambos países están saliendo de un largo período bajo la influencia de gobiernos populistas de izquierda: uno acaba de dejar atrás doce años de kirchnerismo; el otro, trece del Partido de los Trabajadores. El saldo económico es, con los matices propios de cada caso, equivalentemente desfavorable: inflación creciente, estancamiento del crecimiento, déficit fiscal alto y caída del ingreso real.
Mauricio Macri y Michel Temer no representan sólo una modificación nominativa en los respectivos poderes ejecutivos: se posicionan como un cambio en la forma de gobernar y en las coaliciones que sustentan las políticas públicas. En el proceso de reacomodamiento, las relaciones entre las dos naciones sufrió un fuerte deterioro: las ventas hacia Brasil acumulan una caída del 23,6% en los primeros cinco meses de 2016 en el marco de un país que, debido a su propia crisis, redujo sus compras totales en un 30.8%. El déficit comercial acumula U$S 1.872 millones en lo que va del año, tres veces más que en el mismo período de 2015. El sector automotriz registra la mayor caída, en conjunto, con los productos químicos y los bienes agrícolas. Argentina ocupa el cuarto puesto entre los principales proveedores de Brasil, detrás de Estados Unidos, China y Alemania y delante de Corea del Sur. En el ranking de compradores, nos ubicamos en el tercer puesto, sólo superados por China y Estados Unidos.
Existe una integración productiva de facto entre ambos países, pero no es suficiente: la dinámica del mundo actual (distribución del poder, auge de los países emergentes, corrimiento de los ejes de acumulación global al Pacífico, fragmentación productiva, cambio tecnológico sesgado a la mano de obra calificada y a la automatización) demanda un nuevo tipo de relación, conducente a diversificar y complejizar la estructura productiva, con miras a una inserción internacional efectiva y beneficiosa. Esto requiere de una renovada institucionalidad para el vínculo entre Buenos Aires y Brasilia, de una nueva gobernanza para el Mercosur. Hoy se necesita más que nunca la visión que tuvo Guido Di Tella cuando se firmó el Tratado de Asunción. Avanzar en un proceso abierto, dinámico, que se vaya corrigiendo a lo largo del tiempo, pero que a la vez fije las directrices en el largo plazo, pensando no en el próximo gobierno sino en el próximo decenio. Una mentalidad regional estratégica y reformadora. Un Deng Xiaoping aggiornado a América Latina.
Los efectos de este nuevo “eje de la estabilidad”, fruto de la cooperación y la coordinación entre Brasil y la Argentina, serían múltiples. Primero, y de manera inmediata, terminar con esas divisiones que colocan en un rincón a la América Latina de izquierda y en el otro a la de derecha o que contraponen una del Atlántico y otra del Pacífico. Las consecuencias se verían reflejadas en un mayor protagonismo en conflictos y tensiones que persisten en la región, como la frontera entre Venezuela y Colombia, que permanece cerrada unilateralmente desde el 19 de agosto de 2015 por orden del presidente venezolano Nicolás Maduro. O el más reciente en la Corte Internacional de Justicia de La Haya, entre Chile y Bolivia, por el supuesto robo y uso ilegal de las aguas del Silala. Mayor cooperación regional genera lo que en teoría de juegos se conoce como “juego iterado” (repetido). Como los participantes no saben cuándo terminará su interacción, la estrategia más útil es mantener la confianza, que fortalece a su vez la de los otros jugadores. Ya existen antecedentes, como la crisis en Honduras de 2009, o en Paraguay en 2013. En el corto o mediano plazo la región enfrentará la desintegración del régimen chavista. Contar con mecanismos regionales para contener la crisis puede constituir la diferencia entre navegar una transición o hundirse en una catástrofe humanitaria y política.
Por otra parte, las divisiones intra-regionales no solamente reducen la cooperación, sino que abren espacios a potencias extra-regionales para que hagan avanzar sus intereses en formas no conducentes a la mayor autonomía. La coordinación fortalece la capacidad de negociación frente a actores como la Unión Europea y China, no para confrontar, sino para profundizar la integración en términos más beneficiosos para nuestros países, que permita dar un salto de calidad y terminar de cerrar acuerdos o redefinir los aspectos poco claros de los existentes. El peligro de la integración regional tal como se encuentra es la superposición desordenada de diferentes acuerdos que puedan generar incompatibilidades o amenazas imprevistas a sectores que buscarán resistir o revertir el proceso de apertura y reforma. La economía política regional transformaría a la vez la dinámica política de o entre los gobiernos y la interacción económica del empresariado.
Por último, el “eje de estabilidad” potencia las sinergias entre los sectores privado y público y genera círculos virtuosos de transparencia y eficiencia. Las instituciones son conjuntos de reglas que norman la conducta y regulan el comportamiento de los actores sociales. Una estabilización del vínculo Argentina-Brasil sería una señal de largo plazo para el empresariado en ambos países, que les permitiría repensar sus estrategias de mercado y sus decisiones de inversión. La previsibilidad de un nuevo conjunto de reglas, formales e informales, es también lo que esperan los mercados internacionales y las compañías multinacionales, que ven en Latinoamérica un escenario promisorio, en especial cuando entra en comparación con muchas de las otras regiones del mundo.
La ganancia cuantitativa de los gobiernos de la nueva izquierda puede ser capitalizada ahora en el plano cualitativo para reorientar organizaciones como Unasur y para pensar una nueva arquitectura regional sudamericana, pragmática y abierta, en lugar de cerrada y dogmática; moderna y orientada al mundo más que proteccionista y defensiva. Un modelo catalizador para potenciar los beneficios de la libertad y no un reducto para capturar los favores del poder.

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