viernes, 3 de marzo de 2017

EL MIEDO Y EL RESPETO


Mamá nadaba. Caminaba hasta la rompiente y escrutaba las olas durante un largo rato. Hacía caso omiso de los banderines y los guardavidas. Confiaba sólo en su instinto y, si le parecía que estaba todo bien, se metía hasta la cintura, se zambullía y nadaba.
Nadaba en línea recta hacia el horizonte, hasta que se convertía en una figura diminuta que aparecía y desaparecía en la sonrisa innumerable de las olas marinas. Siempre recuerdo este verso de Esquilo cuando pienso en mi madre nadando tan sola hacia la nada.


Yo me quedaba en la orilla, en puntas de pie, dando saltitos, tratando de divisarla. Al final la perdía de vista y me sentaba en la arena a esperarSiempre volvía, exultante, renovada, sin el menor resuello, como si todo ese esfuerzo apenas la hubiera afectado. Hoy sé el porqué.
El mar era su único espacio de locura, de libertad y de secretos. Había querido ser escritora y admiraba a los osados, pero su vida -como la de muchas mujeres de su época- estuvo signada por los mandatos y la rutina. Excepto cuando volvía al mar. Entonces caminaba hasta la rompiente, escrutaba las olas verdes o azules o grises y se iba nadando. Nunca, ni una vez, ni una sola vez, regresamos a Buenos Aires sin que mamá bajara hasta la orilla. "Voy a despedirme del mar, ya vengo", nos anoticiaba, como si el rito no fuera de rigor, y sabíamos que ninguno debía acompañarla. El asunto era entre ella y el mar.


Mamá nadaba hacia el horizonte desde que tenía 10 años. Cuando regresaba de sus travesías oceánicas, la gente la miraba como si fuera una loca o una atleta. Un día, preocupado, le pregunté:
-Mamá, ¿no te da miedo meterte tan adentro?
-Al mar no se le tiene miedo. Se le tiene respeto -me respondió, con la certeza del veterano. A pesar de su juventud, llevaba más de media vida nadando.
Papá era exactamente lo opuesto. Detestaba la playa, a la que acudía -si no quedaba más remedio- en camisa blanca, pantalones largos y mocasines impecables. Se refugiaba bajo la sombrilla y leía todo el día. Jamás se metió en el agua.
Pero también él lidiaba a menudo con un monstruo. A los 10 años había armado una radio a galena y desde entonces su mundo estuvo ligado a la electrónica. Como le ocurrió a mamá con la escritura, sus padres se opusieron, no sólo porque, argüían, dicho oficio no tenía ningún futuro (carecemos de videntes en esa rama de la familia), sino, sobre todo, porque la electricidad era peligrosa.
Pero se salió con la suya y coqueteó con los voltios y los amperios desde pequeño. La siguiente escena acredita que sabía lo que hacía.
Una tarde estaba con él mientras reparaba nuestro televisor, uno de esos inmensos y pesados aparatos de la década del 60, cuando, de pronto, se oyó un chasquido malintencionado y papá salió repelido, cruzó volando todo el cuarto y aterrizó contra la pared opuesta. Exactamente como en las películas.
Se levantó un poco aturdido, pero se sacudió el polvillo de la ropa, recogió el destornillador del piso y volvió a trabajar. No daba crédito a mis ojos. Le pregunté:
-Papá, ¿no te da miedo hacer eso?


-A la electricidad no se le tiene miedo. Se le tiene respeto -me dijo, y a continuación me explicó la magnitud de lo que acababa de ocurrir y por qué todavía estaba vivo.
Por supuesto, era muy chico para entender lo que querían decir. Pero retuve las palabras y, hoy más que nunca, la distinción entre miedo y respeto es cristalina. El que teme está sometido, no puede pensar, es incapaz de decidir, ha perdido su libertad y su juicio. En su parálisis, sólo caben la obediencia o la desesperación, nunca el respeto.
El miedo, que se ha ido poniendo tan de moda, es el primero y el más cruel de todos los déspotas.

A. T. 

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