viernes, 3 de marzo de 2017
EN EL "ESPACIO MENTE ABIERTA"; ECONOMÍA, POLÍTICA, INTERESES
Economía, ortodoxia y heterodoxia
Factores de poder, de intereses creados e ideológicos son la base política del "costo argentino", que obstruye la necesaria competitividad
Los mejores economistas, luego de pasar por la función pública, terminan haciendo cursos de posgrado en ciencias políticas. En el fondo, todos son ortodoxos, pues saben dos o tres verdades sencillas de la escuela secundaria. Por ejemplo, que el bienestar general en una democracia liberal, con economía capitalista exige una proporción armónica entre sector público y sector privado; que el primero brinde con eficiencia las prestaciones que se esperan del Estado y el segundo sea competitivo, para satisfacer con trabajo, impuestos y bajos precios, las expectativas de la sociedad en su conjunto.
Para ello, bastaría con evitar que el clientelismo y la corrupción desvíen a bolsillos privados los fondos que se aportan para el esfuerzo colectivo, como el empleo redundante y las contrataciones amañadas. A su vez, el sector privado requiere reglas de juego estables y duraderas para una sana competencia, sin bolsones de privilegio ni ganancias inmorales con la excusa del empleo.
Parecería simple hacer fluir la economía como un río apacible que dimana prosperidad en su curso hacia el mar. Un Nilo productivo, generando riqueza en sus dos riberas. Pero la realidad es otra. En la Argentina, el río se encuentra obstaculizado por múltiples rocas bien asentadas en su lecho, que le obliga a fluir como puede. Los factores de poder, los intereses creados, las ideologías y la lucha política transforman en heterodoxos a los más dogmáticos. Hace 70 años que la cancha está marcada y nadie, ni civiles ni militares, ha sabido, podido o querido traspasar esos límites.
Ser heterodoxo es políticamente correcto, pues implica reconocer de antemano las marcas de la cancha y que la palabra eficiencia se borrará del léxico oficial. Su dogma es "la economía al servicio de la política", sin sacar los pies del plato, conforme lo dictan los padrinos del proteccionismo, del clientelismo estatal y del unicato sindical.
El Gobierno heredó un país descompensado, con enorme déficit fiscal y un sector privado poco competitivo, salvo el campo. Las industrias tienen serias dificultades para reconvertirse, por inexistencia de un mercado de capitales e incertidumbre por temor al retorno populista. Los extranjeros comparten estas prevenciones.
El esfuerzo por reducir costos, que es la llave para el crecimiento del sector privado y la sustentabilidad del sector público, se limita a negociaciones caso por caso, como ocurrió con el convenio colectivo para Vaca Muerta, la reforma a las ART o la eliminación de aranceles a la informática.
O un tímido programa de formación para el ingreso a la función pública. Ante su debilidad de origen, el Gobierno está forzado a emitir cheques para comprar con más gasto los consensos que aseguren la gobernabilidad. La gran apuesta es impulsar la economía con un despliegue inusual de obras públicas financiadas mediante endeudamiento. Éstas movilizan recursos dentro de la órbita de sus contrataciones, pero no configuran una palanca que impulse el resto de las actividades. Antes bien, aumentan el déficit fiscal, presente o futuro, y ensombrecen la percepción de riesgo de los inversores estratégicos, pues temen que su inversión será licuada si el "riesgo populista" se concretase, una vez más.
Cada obstáculo que el Gobierno quiere remover tiene un dueño innombrable por prudencia política. Las empresas se quejan de la presión fiscal, aunque es una forma indirecta de referirse al gasto corriente de la Nación, las provincias y los municipios. Cuando hablan de costo laboral, piensan en la caja de las obras sociales, jamás auditadas. Cuando hablan de productividad, señalan al costo de la logística, un circunloquio para referirse al sindicato de camioneros, además de las falencias de infraestructura. Pero ¿quién le pone el cascabel al gato? Hasta quienes se denominan renovadores tienen en sus filas a la familia Moyano...
Esa suma de factores de poder, de intereses creados, de ideologías, es la base política del "costo argentino" que obstruye la competitividad para sostener los derechos y conquistas que las mayorías parlamentarias aplauden. Incrementarlo está en el ADN del populismo e ignorarlo es común a todos los partidos, más propensos a cuestionar los "errores políticos" del Gobierno que a encarar la dramática cuestión de fondo. Es el huevo de la serpiente de los atrasos cambiarios, de las quiebras de las economías regionales y de las alquimias monetarias que siempre terminan en estallidos dolorosos.
El costo argentino es la contracara del "atraso cambiario", pues son costos reales y no la cotización del dólar, del real o del yuan los que asfixian a las empresas que están fuera de los "sectores sensibles" con mercados cautivos. Pero la experiencia les ha enseñado a ser escépticos: confiar en una verdadera reducción del costo argentino es una ingenuidad que puede llevarlos a la quiebra. En la Argentina, no está permitido enfrentarse al gasto público, al poder sindical y a los sectores privilegiados. Por tanto, apuestan en silencio por una refrescante devaluación, para mejorar sus números sin llamar la atención.
No por otra razón los desajustes terminan siempre con devaluaciones "al bulto", afectando a todos los ciudadanos con ingresos fijos, en lugar de ser evitadas con cirugía láser, apuntada a las causas concretas. Los saltos cambiarios son el atajo para reducir costos sin enfrentarse con los factores de poder. Con tal de no ceder sus privilegios, hasta los dirigentes sindicales prefieren las devaluaciones a las flexibilizaciones.
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