En el siglo XIX, William Thackeray empezó la obra que le haría un lugar en la historia dorada de la literatura, Las aventuras de Barry Lyndon, con una frase demoledora: "Desde los días de Adán, apenas si se ha causado en este mundo algún daño que no tenga su raíz en una mujer".
Mucho más cerca, a fines de los setenta del siglo XX, otro autor de culto, Charles Bukowsky, ubicaría en el inicio de una de sus novelas cardinales, Mujeres, una frase parecida: "Más de un hombre bueno ha terminado en el arroyo por culpa de una mujer".
Semejantes invocaciones (que, un poco en broma, les atribuyen a "ellas" un poder -y una maleficencia- superiores a los de "ellos") contrastan con los ríos de tinta que corrieron en estos días a propósito del reclamo colectivo por la igualdad de derechos de hombres y mujeres. Los números, argumentos e historias personales que se difundieron por todos los medios, la presencia de cientos de miles de personas en espacios públicos de todo el planeta, bastan y sobran para mostrar que la humanidad finalmente está mirando de frente un problema que arrastramos desde hace milenios y que, por la frustración y el rencor que alimenta, nos daña a todos.
Para las que nacimos con derechos vigentes (aunque algunos rigen más en los papeles que en la realidad, como el de aspirar al mismo salario por igual trabajo o la participación en la vida pública), asombra y espanta mirar hacia atrás y advertir cuál era el lugar reservado a nuestras tataratatarabuelas. En Historia de las mujeres (Santillana, 1993), Georges Duby y Michelle Perrot lo dicen con todas las letras al afirmar que "durante mucho tiempo las mujeres quedaron abandonadas en la sombra de la historia".
Las concepciones disparatadas infiltraron hasta el discurso científico. Así, dicen Duby y Perrot, se describía al cuerpo femenino como una "copia defectuosa" del hombre, una naturaleza débil, "sometida a los estremecimientos y desórdenes del útero". Precisamente, es interesante cómo justificó la ciencia el papel asignado a la mujer en la familia y en la sociedad. Ya a fines del siglo XIII se redujo lo femenino a lo incompleto. En 1585, Jean Liébault escribió en el Thresor des remedes secrets pour les maladies des femmes (Tesoro de remedios secretos para las enfermedades de las mujeres) que la mayor parte de los tratados de patología evitaba abordar las enfermedades femeninas porque se juzgaba que esa materia era demasiado difícil y demasiado oscura. En la Práctica, de Arnault de Villeneuve, se lee: "Me ocuparé aquí, con la ayuda de Dios, de lo que concierne a las mujeres, y como la mayor parte del tiempo las mujeres son bestias malignas, me referiré a continuación a la mordedura de los animales venenosos".
Incluso en el Renacimiento, agregan Duby y Perrot, la mayoría de las obras médicas ofrecen una visión negativa del género femenino a partir de una observación analógica que tiene como punto de referencia el cuerpo masculino. "La imagen de la mujer es la del macho incompleto, una falla de la naturaleza", escriben. Se las retrata como moral e intelectualmente débiles, coléricas, celosas y mentirosas, mientras al hombre se lo concibe como valiente, razonable, mesurado, eficaz. El resultado, dicen los autores, es el de una "imperfección congénita".
Hoy, semejantes afirmaciones suenan a dislates atribuibles a la ignorancia y las supersticiones, pero si buscamos la raíz de algunas conductas que todavía persisten nos sorprenderemos de constatar cómo, aunque reformuladas, de algún modo se mantienen. Y lo peor es que estas concepciones trasnochadas están grabadas a fuego no sólo en ellos, sino también en muchas de nosotras, que las transmitimos inconscientemente a nuestras hijas e hijos. Por eso tenemos que celebrar el Día Internacional de la Mujer. Pero ojalá nuestros descendientes vivan en una época en que ya no tengamos que hacerlo.
N. B.
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