Una foto autografiada del equipo de Estudiantes que conquistó el mundo en 1968 representa para el pianista su pasión de hincha incurable y un lazo con sus hijos
Todo lo que va, vuelve. Y lo hace según leyes secretas, cuando menos lo esperamos.
Un día, Adrián Iaies entregó a su hijo lo más preciado que tenía. Esa era la consigna que había propuesto el colegio cuando Martín terminó la primaria. Lo hizo a su modo, claro. Le dio un cuaderno Istonio con una foto dentro. En ese cuaderno pentagramado había anotado de chico sus primeras lecciones de armonía con el maestro Jacobo Ficher, alumno directo del compositor ruso Nikolái Rimsky-Kórsakov. ¿La foto? El equipo de Estudiantes de La Plata que ganó la Copa Intercontinental en 1968, tomada contra la vieja platea techada de la calle 115. En el dorso habían estampado su firma todos sus ídolos: La Bruja Verón, Bilardo, Pachamé, Malbernat, Poletti y tantos otros.
A Iaies, uno de los pianistas de jazz más importantes del país, no le quedó más remedio que entregarle a su hijo dos objetos: le habría costado decidirse por una de sus pasiones. De chico, cuando el asfalto llegaba sólo hasta la esquina de su casa y Haedo era casi un potrero, todo lo que deseaba era jugar al fútbol. En el colegio tenía asistencia perfecta: no quería perderse un solo partido. "En la escuela jugaba con chicos de clase media y alta; en el potrero, con los vagos del barrio. Soñaba con ser el 9 de Estudiantes", dice.
La felicidad tenía un precio: 50 minutos ante el piano. Ese era el peaje que le exigía su madre, profesora de música, para salir a jugar. Adrián lo pagó puntualmente desde los 4 años. Hacía las escalas con los botines puestos y la pelota en la cabeza. Pero lo que hacemos nos transforma: un día Iaies sintió la música y siguió de largo. A partir de los 10, en la cancha empezó a faltar seguido aquel que distribuía juego en el mediocampo y en la casa sobró un pianista. "Ahí todo se dio vuelta. Mi vieja me tenía que echar a la calle a jugar a la pelota para que largara el piano."
Eso sí, a la camiseta no se la quitó nunca. Ya la llevaba puesta a los 7, cuando en 1968 Estudiantes conquistó el mundo al empatar con el Manchester United en Londres, tras vencer en La Plata. Adrián recuerda el faltazo al colegio, el gol de Verón, el éxtasis del festejo y después la sorpresa de esa foto autografiada por los campeones que le regaló un tío abuelo, Bernardo Jarochevsky, responsable de contagiarlo, cuando era muy chico, con el amor incondicional a esos colores.
Adrián pasó lo que había recibido. Cuando Martín cumplió 2 años, lo llevó a La Plata a ver Estudiantes contra Gimnasia y Esgrima de Jujuy. Lo tuvo en brazos todo el partido. Tenía miedo de que su hermano lo hiciera de San Lorenzo y quería curarlo de chico, como se cura el mate. Le salió bien: hoy no pasa un día sin que Martín y su padre no intercambien mensajes sobre el equipo. Por la mañana, Iaies empieza a leer los diarios entrando a la sección Deportes del diario El Día, de La Plata. "El amor a la camiseta es un acto de fe que va más allá de los jugadores, los resultados y la corrupción en el fútbol. Yo, que soy agnóstico, aprendí a entender el sentimiento religioso gracias a Estudiantes."
Un día, lo que había ido volvió. Cuando Adrián cumplió 50, Martín (hoy un músico de 26 años) y sus dos hermanas (Laura, de 23; Emilia, de 12) le regalaron una copia ampliada y enmarcada de la foto del Estudiantes campeón. Se cerraba un círculo. Esa imagen que une tres generaciones hoy cuelga de una de las paredes del estudio que Iaies tiene en su casa de Colegiales, justo encima de los discos de Bill Evans. Allí, La Bruja Verón, Bilardo, Poletti y el resto de sus compañeros, congelados en su momento de gloria, son testigos de las incontables horas música que surgen del piano de un hombre que supo conciliar dos de sus grandes amores y, en un gesto inspirado, guardó la foto de su equipo del alma en un cuaderno pentagramado.
H. M. G.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.