lunes, 19 de junio de 2017

CONFIAR O LO CONTRARIO


Confiar: una delicada apuesta

Por Patricia Faur


En una misma semana escuché decir a 3 pacientes: "Sos la única persona en la que confío. No puedo confiar en nadie más". Lejos de ser un halago para mi narcisismo, la revelación me produjo preocupación y cierta tristeza.

¿Por qué se da este crisis de confianza? ¿Por qué podemos estar tan rodeados de gente y aún así, no hacerlos depositarios de nuestros secretos?
La evolución nos ha dotado de mecanismos para confiar. Nuestro organismo libera una neurohormona que es fundamental para ese proceso: la ocitocina.
Esta hormona, ligada al apego, a la lactancia y a la empatía- entre muchas otras funciones-, es la responsable de que las hembras bajen su nivel de alerta y agresividad y se acerquen al macho para poder aparearse. De lo contrario, mostrarían sus garras y no habría más reproducción de la especie.



Los mismo ocurre en los humanos. Bajamos nuestro nivel de alerta y decidimos que alguien no nos hará daño. Y allí vamos. A contar nuestra vida, nuestros secretos, a compartir el patrimonio, a dejarle nuestras cosas más preciadas. Es obvio, entonces, que las personas sobre quienes recae semejante compromiso son aquellas del entorno más íntimo.

La confianza es una apuesta. Una suerte de esperanza depositada sobre el otro. Cuando este sentimiento aparece, anticipamos la conducta del otro, imaginamos su buena intención. Ya en su etimología está la marca de la fe. Confiar es un acto de fe. Es creer que no saldremos defraudados.
Por cierto, los vínculos no siempre alientan esta apuesta. Muchas personas ven traicionada la confianza en el corazón de sus relaciones más próximas: pareja, hermanos, padres, amigos, compañeros de trabajo. Y por supuesto, también a nivel "macro": se deposita la confianza en un país, en las instituciones, en un político. Se deposita con toda la capacidad de entrega, la vida, los secretos y el patrimonio en la figura de un médico, de un psicólogo, de un abogado.



Cuando la confianza se ve dañada, es todo el ser el que se conmueve. La identidad misma siente el cimbronazo. El daño es uno de los peores sentimientos humanos. La frustración y el dolor son muy difíciles de elaborar porque generan una sensación de desamparo, de traición y de soledad. El mundo se vacía. Parece que te soltaron la mano y tenés que andar como puedas: a los tumbos, lastimado, con el alma sin fe.
Confianza y verdad van juntas: entregás tu "confesión", tu verdad a aquel que considerás que no te mentirá, que te cuidará las espaldas, que estará allí para ser tu respaldo.
Es por eso que la crisis de un vínculo en el que la confianza ha sido traicionada es muy severa: restablecerla no pasa sólo por la voluntad.
No se trata de hacer fuerza y apretar los puños ni de repetir quince mantras. No es tan sencillo, no es siquiera una decisión totalmente consciente. Recuperar la confianza es volver a apostar. Decidir que la herida no te dañó de muerte y podés seguir teniendo esperanza y fe. Tal vez, no sea con las mismas personas, será con otras, pero con el tiempo volverás a creer.


Todos necesitamos creer en alguien, sentir que es posible y que no estamos tan solos. Quizás, nuestros vínculos sean esa permanente apuesta al otro hasta encontrar un lugar calentito, tibio donde sentir que podemos quedarnos tranquilos, respirar en paz, sabiendo que habrá espalda, que nuestros secretos estarán bien protegidos. Necesitamos sentir que el otro tiene la "otra llave" de tu caja fuerte.
Y como terapeuta, me sentiré mejor cuando esos mismos pacientes me digan: "Sos una de las personas en las que confío". El mundo se habrá poblado, habrá red, habrá otros, habrá buen amor en sus vidas. Lo único verdadero que necesitamos para sobrevivir.

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