lunes, 19 de junio de 2017
HABÍA UNA VEZ...
Quizá los años me han dado un tono gruñón, más bien un genio corto para la trivialidad social. Soy adusto y crítico observador de aquella insoportable levedad del ser.
También reconozco que la intelectualidad pura, sin pasajes vanos, es como un enredo huraño teñido de gris. Los opuestos y contradicciones dan lugar a la inspiración. Si tomo como modelo mi vida de restaurantes, puedo afirmar que en lo social, el éxito de ellos depende de ciertas contradicciones antagónicas dadas por las grandes diferencias de edad de la concurrencia. Un restaurante que sólo tiene gente mayor es un cementerio de actitud y otro donde sólo reina el ruidoso y ágil pensamiento del deseo juvenil conlleva a un andar exhausto. Los grupos humanos deben observarse y, aunque estos no lo reconozcan, mezclados aportan un interés crítico que motiva alegría, un balance cultural propio de recuerdos nostálgicos en los mayores y de respeto dudoso, casi de catálogo, de los más jóvenes. Sin duda, para bien o para mal, los jóvenes siempre miran a las generaciones mayores como los cimientos de la historia, opuestamente los mayores en la incomprensión del lozano avant-garde futurista, dejan caer los ojos con desaprobación, aunque con admiración. Sí, la belleza es fuente inagotable de esperanzas.
Estos mundos sociales desde donde realicé mi actividad en varias decenas de años me llevan siempre a pensar en el bello silencio.
Me desperté ilusionado con un día para mí, más bien con una larga mañana que culminaría en un almuerzo tardío con un periodista americano. En el Sur, sin teléfono o Internet, el hacer luego de varios días de silencio interactivo va tomando una forma diferente, elemental y de paz. Mientras gozaba del desayuno pensaba en los vinos y el menú que le serviría.
Vinos argentinos y uruguayos, aunque recordé que en 1990, cuando presentamos las carnes de cabañas Las Lilas en París, en el magnífico restaurante Jamin de Joël Robuchon, no servimos carne. Un grupo de diez cocineros tres estrellas quedaron estupefactos por la elegancia. La carne la recibieron puntualmente al día siguiente en sus cocinas. Pensé que en aquella noche de gloria se habrían sentido obligados a presentar opinión favorable de nuestros deliciosos novillos pampeanos.
Y así, la cena estuvo íntegramente dedicada a la celebración de nuestras culturas e historia. Todo por la aristocracia del sabor.
La soledad forma parte de cada uno de nuestros días. Es innata a la vida. Puede llegar a ser un infierno de tristeza o la misma celebración y abrazo de la individualidad. Aprender a estar solos es el ejercicio de la vida misma.
La mañana estuvo dedicada a los pinceles y a la guitarra, y ya sobre el eje de las once dejé aquello para encender un pequeño fuego debajo de mi gruesa plancha de fundición. Lleve todos los productos necesarios para cocinar y decidí que nada seria preparado de antemano, realizaría con mi invitado, la totalidad de la comida. También la sencillez es mejor amiga de las buenas conversaciones. Él llegó a las 2, en lancha, abrigado de invierno. Los tres vinos dispuestos estaban a temperatura; el albariño en la nieve y el tannat con el malbec decantados. La plancha brillaba caliente y perfectamente limpia.
Mientras bebíamos el vino blanco y comíamos un salamín cordobés estacionado en mi alacena, comencé a cocinar hojas de repollo, zucchini, berenjenas con aceite de oliva. De lado una papas cortadas en pequeñísimos cuadraditos. Todo bien dorado. Sobre la parte más caliente puse una marucha de novillo.
Serví las verduras encimadas con almendras y migas de pan al ajillo y las papas con una rodaja de carne jugosa y sabrosa. El hombre tomaba notas. Yo ya soñaba con volver a mi soledad.
F. M.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.